“Icebox”, de Daniel Sawka: Corazones de hielo

El filme de HBO -inspirado en un cortometraje que en su momento compitió por el Oscar de la categoría- responde a un emotivo thriller que retrata la tragedia humana, social y política de los inmigrantes centroamericanos (en este caso apenas unos adolescentes) que intentan ingresar a los Estados Unidos de Donald Trump en búsqueda de mejores horizontes existenciales y materiales, aquí en el análisis simbólico y audiovisual que ofrece el redactor argentino del Diario «Cine y Literatura».

Por Horacio Ramírez

Publicado el 25.3.2019

¿Es lícito el reduccionismo en la Historia? Es un arma de doble filo. Tiene el problema de dejar demasiadas variables sin atender y si bien se puede terminar diciendo una verdad, la simplificación atenta contra la sustentabilidad del contexto, lo que puede perjudicar, a su vez, a la sustancia final de esa verdad. Pero tiene una ventaja: puede desbrozar las perspectivas múltiples que se fueron agregando a lo largo del tiempo y dejar a la vista los orígenes más puntuales que llevaron al objeto de análisis y verle así un sentido más profundo a la verdad que se maneja.

Vamos por esta segunda chance que nos ofrece la simplificación y lo haremos sobre el filme Icebox (2018) del sueco Daniel Sawka, y que trata sobre la situación en la que aún hoy se encuentran centenares de niños y preadolescentes que son detenidos como inmigrantes ilegales por el I.C.E. (la fuerza de control fronterizo e inmigración de los EE. UU.), siglas que recuerdan a la palabra “hielo” en inglés.

Es una época en la que se entrelazan las historias de Óscar (Anthony González, la voz de Miguel Rivera en el multipremiado filme Toto) con la historia de los EE. UU., las elecciones de 2016 y la asunción de Donald Trump en enero del año siguiente (2017). Recordemos que Trump asumió el 20 de ese mes y ya el 25 firmaba un conjunto de órdenes ejecutivas que ordenaban al Departamento de Seguridad Nacional que utilizara los fondos existentes para comenzar la construcción de un muro en la frontera entre Estados Unidos y México y poner fin a la larga política de captura y liberación, en un esfuerzo por una deportación más rápida de la inmigración ilegal.

¿Hasta dónde se puede rastrear esta situación? Hasta los confines mismos de la Historia humana.

 

El realizador sueco Daniel Sawka

 

Los valores que se privilegian, esto es: los valores que se manejan como leyes privadas pero que son dinámicas y válidas a lo largo de los siglos, son aquellas formas de ver al ser humano como capaz de poseer cosas, así como de cosificar a otras personas y transformarlos en cosas posibles de ser poseídas. Y es esta forma de pensar lo humano la que ha encendido guerras de todo tipo. Remontarse hasta la organización mental de los pueblos arios del valle entre el Indo y el Ganges, en el norte de la India, para explicar la situación del pobre niño hondureño del filme de Sawka, puede parecer una exageración a primera vista, sin embargo ahí se gestó una mentalidad casi psicopática de lo humano que fue minando los valores más altruistas y respetuosos de la dignidad y construyó un Universo cultural, en muchos aspectos, tan violento como absurdo.

En efecto: la rigurosa estratificación en castas que ponía a los mercaderes chatrias y a la propia nobleza india y hasta sus reyes por debajo de la casta brahamánica, se aseguraba un orden basado en principios inconmovibles por sagrados y que todos respetaban. La armonía estaba así mayormente asegurada. Y mientras hoy, en la India, la casta de los chatrias se ha prácticamente extinguido (por causas históricas no del todo claras), tuvo una suerte completamente diferente en su viaje hacia Occidente. Esta expansión por el resto de Asia Menor y Europa llevó consigo aquel ordenamiento en castas, las que evolucionaron de manera diferente bajo el concepto de “clases sociales”. Y lo que hoy nos parece algo tan natural a la vida de nuestras comunidades y nuestra día a día, como lo son estas clases sociales, tienen ese origen arbitrario y sin mayor anclaje en la realidad que una mera convicción religiosa nacida en el valle entre el Indo y el Ganges hace mucho, mucho tiempo.

Las clases sociales, así como la movilidad social -el pasaje de una clase a la otra-, constituyen entonces herramientas conceptuales tan naturales a la vista que se han vuelto prácticamente indiscutibles e indisociables de cualquier pensamiento antropológico y social. Y hasta grandes movimientos políticos, como el socialismo y el comunismo, tienen como base este invento hinduista basándose en la lucha de clases o en la abolición de las mismas como si las clases sociales realmente fueran cosas tan existentes como lo es una roca para un geólogo o un ratón para un biólogo. No obstante, se desarrolló una importante diferenciación durante la migración de esta estructura mental hacia Occidente que se puede resumir como el cambio en el orden de las dos primeras castas. Así, el chatria pasó a ocupar el rol dominante mientras que el brahmán quedó relegado a un segundo plano.

A la luz, o mejor, a la sombra de ese nuevo ordenamiento, comenzó la realeza, la nobleza y el comercio a disciplinar la agenda de prioridades culturales, mientras que los estratos religiosos, los estabilizadores naturales de la sociedad, abandonaron ese rol y empezaron a buscar afanosamente infiltrarse en el poder del Estado. Los pueblos originarios europeos -con escasas excepciones- desaparecieron bajo las hordas que traían esa mentalidad clasificatoria del Hombre, lo que llevó a la idea -que hoy suena absolutamente natural- del ordenamiento de los seres humanos en superiores o inferiores según los parámetros que la casta o clase maneja… en pocas palabras: tanto tienes (dinero, conocimiento o poder), tanto vales.

Esta mentalidad desencadenó guerras de expansión, algunas de las cuales fueron sangrientas mientras que otras fueron mucho más sutiles y efectivas. Así organizadas las sociedades, no es de extrañar que comience el proceso de explotación de los “superiores” sobre los “inferiores”, proceso que incluye, naturalmente, la creencia en ese esquema y, por lo mismo, sociedades enteras que se entregan y aceptan una idea de superioridad o inferioridad. Para Max Weber esta disposición o predisposición depende en mucho de creencias religiosas, tema delicado pero clave que trata en su libro La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Y así como estas clasificaciones imaginarias -en el más pleno sentido lacaniano del término- llevan al desastre a sociedades enteras, generan también tabiques mentales que sirven para reforzar la idea de la clasificación humana… y ahí va el pobre Óscar de Icebox cargando con todo ese peso cultural sobre sus espaldas de apenas doce años, “sabiéndose” al sur del dinero y del trabajo, en un mundo dividido por trazos imaginarios que generan situaciones que afectan realmente a la vida de las personas y que se llaman fronteras.

 

Una escena del filme «Icebox» (2018)

 

La frontera es, desde el vamos, una de las mejores metáforas de lo imaginario, de lo ilusorio, pero que ocupa, invade, la mente de las personas y sus gobiernos, en esta tendencia clasificatoria de personas y de territorios. Y siendo ilusoria, moviliza la violencia porque la frontera es una fragmentación violenta. Y definido por alguna clase de frontera, todo fragmento tomado paradójicamente como totalidad siempre es sinónimo de violencia.

Icebox se filmó entre dos formas populistas del gobierno americano: demócratas y republicanos, con la vista puesta en la frontera sur. En este contexto, el risible y peligroso Trump fue puesto en la mira mundial por su trato a los inmigrantes ilegales que denuncia el filme (aislando a los niños de sus familias), pero Barack Obama había sido el presidente que, con sus 2,7 millones de exiliados, terminó como el que más inmigrantes ilegales deportó en la historia de los EE. UU. Pero… ¿está mal eso? ¿Está mal que un país busque depurar su población de gente no adscrita a una determinada política interna para poder gobernar una sociedad que persigue sus intereses soberanos? Después de todo, -y esto lo dejó bien en claro el propio Trump-, los inmigrantes ilegales huyen de la miseria y corrupción de países mal gobernados. Una cosa es clara: la violencia de abajo promueve la violencia de arriba: la violencia de los del sur alimenta la violencia del norte y ésta induce más violencia del sur en una carrera que sólo puede terminar con una forma de violencia superadora y trágicamente impredecible. Ningún poderoso es inocente.

En la lógica del sistema inventado en la India hace miles de años, se genera un contexto artificial de clases y niveles que es tomado como real -una fantasía que realmente mata a la gente con hambre, drogas y balas- y que el niño Óscar debe cargar sobre sí. Esto ocurre en una realidad que aunque hubiera podido haber sido otra, es vivida como inevitable (y lo termina siendo, porque como tal es vivida) y que termina condenándolo en su país y ante el mundo como un culpable que no se puede exculpar por los otros ni por sí mismo porque no tiene culpa propia sino que debe cargar con la culpa del mundo, de la realidad toda, y por eso no se la puede quitar de encima y por eso la culpa viaja con él. En este caso, la culpa es una marca, es la marca de la Bestia, bajo la forma de un enorme tatuaje que los pandilleros llamados “maras” de Honduras le habían grabado en la piel al comienzo de la cinta, para “clasificarlo” de por vida. Su familia hace lo imposible para que el niño pueda emigrar ilegalmente a los Estados Unidos, uniéndose a otros hombres y mujeres, para que escape de los maras y para que, encontrándose con su tío, pueda legalizar su situación, mejorar económicamente y quizás, en un futuro indefinido, reencontrarse con del resto de su familia.

Óscar se ocupa de que el tatuaje no le sea visto por nadie. Diversas circunstancias, hábilmente manejadas en el relato, hacen que la marca crezca en profundidad simbólica como si el guión se convirtiera en la máquina diabólica de Kafka en su historia “La colonia penitenciaria”, grabando el castigo en la carne y creciendo hacia el centro de su humanidad… centro en el cual sólo hay un anhelo: el de poder ir a la escuela. Sin embargo, el centro de su humanidad está cada vez más lejos de él y cada vez más muros y alambres de púas y rejas se levantan ante su búsqueda: tatuajes y fronteras sólo representan la que es la peor relación que se puede dar entre seres humanos: la relación de poder.

Y esto es así porque bajo el imperio ilusorio del poder, la ilusión de estar incluido en una clase social alcanza su máxima expresión, su máxima capacidad distorsiva de lo espiritual e intelectual en pos de conseguir más poder… precisamente porque todo es ilusorio, el poder es inasible y como un licor venenoso llega a todos lados: a las personas y a los países. Sus símbolos, que en Icebox son el tatuaje y la frontera, resumen los roles pasiva y fatalmente aceptados por la víctima y muchas veces en forma inconsciente, por los victimarios. El poder es básico, es una fuerza elemental de mentes elementales. Cualquier bruto con astucia puede atraparlo y utilizarlo y satisfacer así su voluntad de existir a pesar de, y gracias a, la víctima de su poder (entre estos paréntesis podemos pensar y escribir infinidad de nombres). La víctima del poder es su razón para haber nacido y será su alimento. En este caso, el inmigrante ilegal es a la vez excusa y nutriente del poder político. El pecado de la víctima es haber nacido en este sistema de clasificaciones humanas que incluye conceptos ya arcaicos como el de “raza” o más eufemísticos y políticamente correctos como la idea antropológica de “cultura”.

La culpa (el tatuaje) y el poder toman prisionero a Óscar: un pequeño y ominoso drone lo detecta separado del grupo de ilegales, en medio del desierto y le dan caza. De allí es trasladado a las “cajas de frío”: especie de jaulas colectivas en vastos galpones donde los niños son encerrados hasta que se definan sus situaciones legales. El frío de la noche los atenaza: el frío del desierto nocturno, del aislamiento, de la enajenación del idioma y, sobre todo, el frío de la distancia. Óscar está en medio de la nada y la nada -todos lo sabemos- es lo más frío que existe (en esa nada fría que lo constituye, reside el poder del poder).

Tras diferentes vivencias de amistad, enemistad y un sobrio toque de erotismo infantil, un día, un grupo de reporteros se acerca al galpón de encierro de los niños bajo el auspicio de la campaña oficial por mostrar el “buen trato” que recibían de parte del gobierno central, política fogoneada por las críticas internacionales. Óscar logra contactarse con una joven periodista (interpretada por Génesis Rodríguez) que estaba interesada en obtener información más allá de la que el cortejo policial le permitía obtener, en aquella suerte de “visita de museo” controlada por un guía de la policía.

 

Los actores Omar Leyva y Anthony González en un fotograma de «Icebox»

 

Óscar logra comunicarse con su tío Manuel (el gran actor Omar Leyva) -tras varias intentonas fallidas, porque, en verdad, el tío tenía miedo de un contacto que pusiera en riesgo su precaria legalidad. La periodista logra influir para acelerar la audiencia judicial del niño al tiempo que el tío acepta ir a buscarlo, pero su miedo ya lo tiene atrapado: su visa temporal siempre está en riesgo y ya tiene un trabajo: la presencia del chico pone en riesgo todo lo por él logrado. Tanto es el miedo que, aunque acepta contenerlo hasta la audiencia, no quiere entrar con su sobrino al espacio donde el poder de extraditarlo se refugia. Las paredes de piedra, los rostros de mármol, los fundamentos columnares de un modo de vida ajeno a la vida lo reciben casi disfrazados: de ley unos, y de ilegal el otro, con una enorme camisa blanca y una corbata mal anudada… el teatro del poder iniciaba su función.

Ocurre el interrogatorio. Óscar siempre en primer plano. El juez (el legendario actor Forrest Fyre), en cambio, permanece siempre allá lejos, en su estrado, considerando si existió de parte de Óscar la voluntad de unirse a los maras de su país, lo que habría provocado la eventual necesidad de evadirse y buscar refugio en los EE. UU. Poco a poco, el niño va cayendo en la cuenta de que la lucha es imposible: la culpa ajena y el frío corazón de la justicia lo vuelve todo una barrera infranqueable… No quiere escuchar más la traducción por los auriculares. Se los quita con brusquedad. Vanamente intentan colocárselos, pero él se los arranca. Ya no quiere escuchar más. Ahora, recién ahora, es él, y él no quiere. Es él -y pronto lo será el tío- el que saltará por encima de la frontera del miedo y enfrentarán el frío corazón de un circo montado para alienarlo… y ni el juez ni el niño juzgado tienen culpa: el poder nunca es del títere, sino del titiritero.

De regreso, tío y sobrino discuten hasta que Óscar le abre su camisa de pureza blanca y emerge la verdad del tatuaje como pecado, en esa capacidad que tiene la perversión de todo un estilo mental de transformar a la verdad en una mancha. Miguel se sale del auto y queda solo con su miedo, en la desolación y el desamparo del desierto y de un conflicto moral… pero regresa junto a Óscar y a su pecho atravesado por una verdad que transformó a ambos… Mientras, allá lejos, los padres de Óscar están juntando dinero para poder viajar a los EE. UU. algún día y escapar de los oscuros abismos de Honduras. El tío Miguel, por su parte, se queda ante la disyuntiva de devolverlo a su país y, eventualmente, entregarlo a los maras o ayudarlo a que sea un ilegal más… ilegal que se perderá en un ómnibus, en la escena final, viendo cómo se aleja una coqueta y prolija escuela gringa a la que quizá no podrá entrar nunca jamás…

Sawka -autor también del guión- vivió como sueco nativo las historias de ilegales polacos y de Europa del Este de su propia familia. De hecho, el mundo está siendo testigo del mayor número de desplazamientos de los que se tienen constancia en los registros históricos. Una cantidad sin precedentes de 68,5 millones de personas en todo el mundo se han visto obligadas a abandonar sus hogares a causa de conflictos y persecuciones. Y entre ellas, hay más de 25 millones de refugiados, de los cuales más de la mitad son menores de 18 años. Además, hay más de 10 millones de personas apátridas a las que se les ha negado una nacionalidad y el acceso a derechos fundamentales, como la educación, sanidad, empleo y libertad de circulación…

El grito que Óscar nunca proferirá en Icebox se pierde entre miles de otros gritos que pululan silenciosos por un mundo que les es, en todas partes, fatal y absurdamente, extranjero.

 

 

El afiche promocional de «Icebox» durante el último Festival de Toronto

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Carlos Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Una escena del filme Icebox (2018), del realizador sueco Daniel Sawka.