«La frontera»: Un cuento inédito de Sergio Inestrosa

El escritor y profesor salvadoreño entrega al Diario «Cine y Literatura» uno de los relatos que componen el volumen que lanzará durante las próximas semanas en los Estados Unidos: inspirados en la realidad migratoria de su país natal y de México, el libro también incluye ficciones que abordan el tópico de la pena de muerte en la bullente sociedad norteamericana, en coordenadas argumentales de interés político y social permanentes, y tratadas aquí bajo las claves artísticas del amor, el deseo, la esperanza y la fugacidad de la existencia.

Por Sergio Inestrosa

Publicado el 10.3.2018

Por fin, todo quedó atrás, el pueblo, las calles, los amigos de infancia, sus recuerdos, aunque estos volvían siempre, la pobreza eterna, la desesperación de la gente y la consecuente violencia que a diario enluta la misteriosa patria.

Esta tarde estaba frente a él la ansiada tan mentada frontera; llegar le había tomado más tiempo del previsto, pero ya estaba aquí y eso era lo importante. Lo demás era parte de las experiencias de la vida.

El y todos los que intentarían cruzar al otro lado, de ser posible esta misma noche, sabían que no sería fácil, que cada vez estaba más difícil, pero ellos tenían una ventaja frente a los agentes de migración, que los observaban desde el otro lado y tratarían de impedirles el paso a toda costa. Ellos tenían la determinación de pasar, pues los obligaba la necesidad y aquellos agentes, hombres o mujeres no sabría decirlo desde este bordo donde estaba parado, tenían como única motivación su salario, los bonos que recibían por cada inmigrante detenido. Pero, él sabía, por experiencia, que el dinero no lo es todo en la vida, que para triunfar hace falta fe, convicción y determinación, y él las tenía de sobra.

Como era temprano, se sentó a descansar en el bordo, aprovechó para comerse una de las tres tortas de jamón con queso que había comprado en una de las tantas tiendas que habían prosperado gracias al flujo de inmigrantes; tenía además que dejar pasar el tiempo, dejar que cayera la noche. A nadie se le ocurriría intentar pasarse al otro lado en pleno día, pensó, además de noche es más fresco y con un poco de suerte esta noche les sería propicia a todos los que habían puesto su esperanza en llegar al otro lado.

Viendo a los agentes, vestidos de riguroso uniforme verde olivo, que merodeaban cerca de la malla en sus camionetas y con sus potentes binoculares, le pareció que aquello era como el juego del gato y el ratón o como el juego de policías y ladrones que jugaban de niños en la colonia.

Estiró un poco las piernas, no quería tenerlas entumidas, quizá por la noche hiciera frío, suele pasar que las noches son frías en el desierto; sabía que en algún momento tendría que correr, los inmigrantes siempre tienen que correr para escapar de la migra; lo había visto tantas veces en las películas que seguramente era verdad.

Una mosca se paró en la servilleta llena de la grasa de la mayonesa; él la espantó con su mano; no estaba dispuesto a que se le mosqueara su lonche y cena.

Al poco rato comenzaron a llegar otras personas. Jóvenes en su mayoría; algunas mujeres. Todos con los ojos puestos en el futuro que para todos ellos estaba del otro lado.

El principio sería lo más fácil de toda esta experiencia, sería cosa de bajar un poco pegándose a la barda de metal, hasta encontrar un portillo o un lugar donde fuera menos complicado saltar al otro lado, tal vez pudiera encontrar uno de esos túneles abandonados por los narcos, eso sería una gran suerte. Una vez del otro lado empezaría lo más difícil, pues había que sortear la presencia de los agentes, de sus armas, vehículos, drones, binoculares de visión nocturna, detectores de calor y quién sabe cuántos recursos más tendrían para tratar de atraparlo a uno. Sin descontar el peligro de los animales que hay en el desierto, especialmente las serpientes y los coyotes.

El suelo estaba seco, no había llovido en días; los pasos de los que llegaban levantaban polvo y todavía hacía bastante calor. Algunos hombres se quitaron las camisas y se las pusieron como turbantes, para protegerse del sol que aunque ya estaba bajo lastimaba la vista si se lo miraba de frente.

Pronto comenzaría a oscurecer y ellos empezarían a moverse, a probar fortuna; si no se podía pasar esta noche habría que intentarlo mañana y así hasta lograr el objetivo o hasta que la muerte se los impidiera definitivamente. Ahora sí que “vencer o morir” era la consigna, como los revolucionarios que cuando niño luchaban en su patria por un futuro mejor, un futuro que nunca llegó, sino aquí estaría él arriesgándolo todo.

Sus ojos estaban puestos en Phoenix, para allá iba, allá lo esperaba su hermano, un trabajo en la construcción. Poco le importaba el tiempo que le tomara llegar, siempre y cuando lo lograra; así se lo había dicho su hermano, “no te desesperés, si fracasás la primera vez, volvé a tratarlo hasta que lo logrés”.

Del otro lado, pues estaba la atractiva promesa de un trabajo seguro, mejor pagado, la esperanza de un futuro mejor.

Una ráfaga de viento, levantó una tolvanera, cerró los ojos y cuando los volvió a abrir era ya de noche. El silencio era profundo y sintió el alivio de la soledad; se había quedado dormido y nadie lo había despertado; él no se los reprochó, pues él viajaba solo, no era parte de ningún grupo, ni lo guiaba ningún coyote. El era un lobo solitario.

A lo lejos se veían las sombras de quienes ya habían iniciado la aventura, vio la braza del cigarro de alguien que fumaba, tal vez fuera uno de los guías. Debían de estar todavía de este lado, pegados al muro, estudiando los movimientos de los agentes al otro lado, buscando un lugar favorable para poder brincar la barda de frío metal. El a su vez seguía los movimientos de quienes intentaban cruzar; era como un juego de espías.

Antes de ponerse en marcha, revisó de nueva cuenta las provisiones que tenía en su mochila, un paquete de galletas saladas, dos tortas de queso con jamón, una botella de agua y unos pocos dulces de miel de abeja, además de una camiseta y una gorra para protegerse del sol, al día siguiente. Era poco, pero sabía que no podía cargar con tanto peso, pues no iba de camping y en esta aventura se estaba jugando la vida, aunque tratara de no tomárselo tan en serio.

Volvió a pensar en el juego de policías y ladrones y recordó que en su colonia nadie quería ser policía, eran mal vistos, tenían muy poco prestigio; por extraño que parezca todos querían ser ladrones, era más divertido.

Del otro lado de la frontera, adivinaba un suelo desnudo, reseco, igual a este donde estaba sentado y comprendió lo arbitrario de esa división artificial, de esta frontera puesta allí por los hombres para dividir y separar, de un lado unos y del otro lado otros.

Entonces se levantó despacio, se sacudió la tierra del pantalón y empezó a caminar para enfrentar su destino.

 

El escritor y académico centroamericano Sergio Inestrosa (El Salvador, 1957)

 

Los relatos de «La calle de la laguna» (Obsidiana Press, Estados Unidos, 2018)

 

Sergio Inestrosa (San Salvador, El Salvador, 1957). Radicado actualmente en la ciudad de Boston es profesor de español y de asuntos latinoamericanos en Endicott College, Beverly MA. Su último libro publicado por editorial Hebel, en Santiago de Chile, se titula Luna que no cesa (2017).

 

Imagen destacada: El actor Blondin Miguel en un fotograma de «Le Havre» (2011), del realizador finlandés Aki Kaurismäki