No es que uno pueda recomendar apreciar las obras del autor magallánico, quizás sea imperativo hacerlo. Leerlo como a uno de esos escritores que lo remecen a uno y lo despercuden del largo entumecimiento del diario vivir.
Por Miguel Vera Superbi
Publicado el 11.10.2019
Son muchos los comentarios que se han publicado de la obra literaria de Juan Mihovilovich, la mayoría realizados por especialistas en literatura. No siendo mi caso, escribo estas apreciaciones desde la perspectiva de un simple lector. Me excuso por este atrevimiento y por hablarlo en primera persona: es necesario para decir: “a mí me pasa esto” al leer a este autor y quizás a usted también le ocurre.
De entrada, debo decir que me cuesta un gran esfuerzo y me demoro mucho en leer sus libros. En este momento estoy enfrascado con sus cuentos en Restos mortales (2004) -voy por la mitad apenas- y me preguntaba el por qué pasa eso si me gusta su escritura (he leído a esta altura varios libros de Juan Mihovilovich).
Hoy creo que entendí la razón: todos los párrafos son verdaderos “ladrillos” de vivencias, ideas, conceptos profundos/condensados y hay que trabajar para armar lo que propone como con un mecano. No hay ‘conectivos’, párrafos para orientar al lector según mi apreciación, solo cubitos de caldos ‘Witt’. Si lo dejo por unos días tengo que trabajar el doble y retroceder un par de páginas para intentar retomarlo. Y es que la historia del texto no es lo importante, al menos para mí como lector. Mi premio es un “sabor” que deja la decodificación de alguna idea, que en el fondo, me decodifica en parte a mí mismo.
Es distinto un libro difícil porque el autor es críptico como estilo y otra cosa es cuando lo escrito viene con enjundia, como en este caso.
«No puedo pedirte un acto de fe. Fe en lo que no se ve. ¿Sabes por qué? Simplemente porque el ejercicio es al revés: cree y verás. Nada más sencillo. Algún día lo entenderás, algún día…,»: de la novela Yo mi hermano (2015).
La lectura de las obras de Juan Mihovilovich se parecen a un viaje: hay partes que uno también ha recorrido, cosas que ya conoce, pero también otras que no o están presentadas de una manera diferente, con la perspectiva de otro viajero que visitó el mismo lugar y te lo dice. Es curioso que el tiempo narrativo de lo que cuenta no es lo relevante, siempre es presente; las ideas que proyecta sobre el papel son de un presente, mezcladas todas las dimensiones sin jerarquía (un ignorante en teoría literaria puede darse el lujo de decir esto…).
Tengo ante sus libros el mismo respeto que tuve cuando me enfrenté en repetidas ocasiones a las obras de Tomás Mann y su libro La montaña mágica, con dos asaltos -veinte años mediante- para llegar al final y también con Nietzsche y su gran pared vertical Así habló Zaratustra, como ejemplos. No te dejan pasar así como así de una página a la siguiente. Que difíciles, pero son “pozos de ecos”, de ideas trascendentales que afirman la estructura de la razón de ser, una ayuda al conocimiento de las cosas, sus interrelaciones y poder perfilar una idea de un Todo orquestal.
Desmenuzando las páginas de autores “enjundiosos”, se siente algo así como un acto de antropofagia que quizás sea lo esencial del arte.
Recuerdo haber recibido, de manera clandestina en “aquellos años”, el libro Confieso que he vivido de Pablo Neruda. En él cuenta (así lo recuerdo ahora) que una vez lo asaltó un tipo para robarle. Luego, el bandido lo reconoce como el autor de los poemas que él le recitaba a su mujer; reconocía que no era capaz de decirle esas cosas bellas por sí mismo y se las “pedía prestadas” a Neruda. Esto es probablemente, la misión no explícita de los escritores: poner en evidencia las cosas de lo humano en sus múltiples combinatorias y ellos son, visto así, auxiliares para la comprensión vital.
De Restos mortales, un ejemplo cualquiera (de verdad):
«En esa diurna ensoñación la realidad era otra. No esta chatura atosigante en que se presiente estar vivo por el mero hecho de respirar. En cambio, en ese recodo del tiempo que mi memoria atrapaba, la existencia tenía otro sentido. No sé, tal vez una variable personal surgió distinta al proceso de mi evolución natural. Creo sí que la duda permanente me trasvasijó por un boquete espacial para revivir en otro mundo. Un mundo tan vasto que en mi ignorancia lo supuse otro de mis sueños».
En estos párrafos me demoro diez o quizás veinte minutos y no puedo continuar. Siento que me perderé de algo si sigo por mi tobogán ocular y no quiero. Voy ahora en el Metro y alguien está cantando; más me cuesta concentrarme.
Tal vez hay mensajes/profundidades que quizás ni el mismo autor pensó en plasmar. Quizás a él le interesaba perfilar a un personaje misterioso dentro de la trama del relato/cuento, pero a mí esto me dice más cosas, me da otras luces. Me quedo pensando si esto es también poesía. Claro, no es desde el punto de vista de las estructuras, pero la poesía –como toda literatura- implica lo humano, las claves, las resonancias, las respuestas que tanto buscamos (a veces). Entonces, la conclusión es que la poesía, los cuentos, las novelas son lo mismo. No habría diferencia entre este libro de cuentos de Juan y si lo hubiese ordenado en versos respetando algunas reglas en lugar de encerrar los conceptos entre puntos seguidos… antes de blasfemar por estas afirmaciones, no olvide que el que escribió esto a bordo del Metro es solo un simple lector.
Conozco a dos personas que dicen haber leído a Juan Mihovilovich de corrido. Pero son más las que, como yo, se demoran semanas y hasta meses en devorar un libro de este reconocido y premiado escritor contemporáneo.
Este autor es un conocedor del alma humana. Se desempeña como juez y eso probablemente influye y le aguza el ojo con las incontables triquiñuelas de las justificaciones cotidianas de las personas que traspasan la línea de la ciega con la balanza. Sin embargo creo que es la suma de vivencias, no debe haber tenido una vida sincrónica, fácil; más al revés, imagino muchas esquinas, largos pozos y terrenos difíciles.
No es que uno pueda recomendar leer las obras de Juan Mihovilovich, quizás sea imperativo hacerlo. Leerlo como a uno de esos escritores que lo remecen a uno y lo despercuden del largo entumecimiento del diario vivir.
Miguel Vera Superbi (1957) es profesor de física, en la actualidad dedicado a la física aplicada. Escribió cuatro libros de ciencias naturales (de 5° a 8° básico) y otros tantos para profesores en la editorial Arrayán, donde conoció al poeta Carlos Cociña, su editor entonces. Luego de un largo período de conversaciones y aprendizaje con él en torno a las letras, Miguel se fue motivando para expresar sus propias ideas. Percibió que al escribir se puede producir un acto mágico creativo de atmósferas y emociones que, si es bien trabajado, puede motivar rutas vitales en el lector.
Tras escribir un libro de Robótica como estrategia de enseñanza y de aprendizaje en el aula y de publicar numerosos artículos técnico-científicos en diversas revistas especializadas, comenzó a enviar cuentos a un magazine de la Patagonia Argentina y a diferentes medios chilenos, donde también fueron acogidos sus artículos de divulgación con temas de física. En Venezuela publica algunas crónicas. Ha obtenido premios en el concurso de cuentos de la Sech y en el género novela de los Juegos Literarios Gabriela Mistral en el 2014
Participa en los talleres literarios del escritor Diego Muñoz Valenzuela. Además de la novela Nazis en Chile (Simplemente Editores, Santiago, 2017) tiene en carpeta un libro de cuentos y una novela de ciencia ficción acerca de la posibilidad de una humanidad anterior a la nuestra, ambientada en Ucrania de los años 50.
Imagen destacada: El escritor chileno Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951).