«Lo real de otra manera», de Virgilio Rodríguez: La búsqueda de otros oídos

La publicación en 2019 del volumen recopilatorio con la obra del poeta chileno constituyó un acontecimiento editorial fundamental a la hora de rescatar del olvido a uno de los creadores líricos más importantes de la segunda mitad del siglo XX nacional.

Por Víctor Campos

Publicado el 4.2.2020

Durante el año 2019, se asistió a la publicación por Ediciones Antítesis del libro Lo real de otra manera, poesía reunida del poeta porteño Virgilio Rodríguez Severín (1946) y que contempla escritos que van desde el año 1964 hasta el año 2018. Cercana a las 450 páginas, el volumen nos acerca al desenvolvimiento de un imaginario elemental arraigado en los campos de una poesía entregada sí misma o, en otras palabras, hay la presencia de un empresa que exhibe el desempeño de una poética que solo yace rendida a las limitaciones y virtudes de su arte, sin deber nada a otras tierras. El periplo de una escritura aquí trazado es de cualidad irreductible y nos sumerge  —a nosotros, lectores— en el terreno de las arquitecturas propias del arte del verso.

La escritura como viaje, como desplazamiento. La escritura como abolición del tiempo mundano a la vez que recrea                                            otro de cariz ignoto:

El tiempo de finas crenchas

y voz numérica

fabricó péndulos

con los pies del hombre,

hizo anillos de onírica sustancia.

 

Así dictan los primeros versos del segundo poema titulado “Al tiempo”, develando el sustancial lugar que ocupará el aludido elemento en la poética a visitar, reuniéndose a su vez de manera originaria con la estela tejida por poetas decimonónicos franceses. Este asir la escritura desde su temporalidad se vislumbra con rauda magnitud en el notable poema “Catastro Americano”, texto afectado por la sensibilidad del grupo que forjó Amereida. La escritura conjura entonces otro ritmo, la canción se desfigura tramando en los recovecos la búsqueda de otros oídos. La sugerencia sonora se asienta de modo definitivo:

en la tierra de un naufragio

morir en el cristal de un incendio

la condena                                           la distancia

a esa guisa

no morimos                     confinamos.

 

Si asomamos la cabeza a la guerra santa (1961), poemario de Godofredo Iommi Marini, poeta y actor crucial en la composición de Amereida, comprenderemos sin asombro la existencia de un diálogo formal. Como si la zona estuviera afectada por una sensibilidad que tiende al hermetismo, no podríamos dejar de nombrar a personajes tan oscuros como Renato Yrrarázabal, el mismo Godofredo Iommi M., posteriormente Juan Luis Martínez o Carolina Lorca; estancia en donde Virgilio Rodríguez guarda su lugar sin vacilar. Se enrarece la escritura no por pretensión, sino por necesidad de expresarla desde y para sí misma. Así, la finalidad yace en el origen. Y los límites no son más que los marcados por los márgenes de la hoja en blanco.

La búsqueda de un nuevo extrañamiento en el lenguaje nace por la insistencia de un lápiz que, ante el fracaso o el intento, decide reincidir y aún proseguir el enrarecimiento que conjuraron –por ejemplo- las primeras vanguardias de siglo XX. Sin embargo, la elección por una forma que yace violentada, sea por la repartición de versos a lo largo de la hoja, sea por la elección sonora de ciertas partículas, nos somete a bucear a otro tipo de referentes, y en esto Rodríguez es explícito.

La poesía francesa aparece ocupando una marcada presencia en el crecimiento de esta poética. Ya se permite evidenciar en el poema “Noche en la grúa”, en donde el hablante, parafraseando los primeros versos del soneto “Correspondencias” de Charles Baudelaire, dirá:

La naturaleza es un bosque de símbolos

que debe talarse.

 

Esta aparición no azarosa lo vinculará con el poeta decimonónico no solo por la contrarespuesta exhibida, sino que además, ambos escritores participarán en la angustiosa experiencia del tiempo que tejen            sus palabras. El derrotero entonces será hijo de la preocupación por buscar un tiempo otro, en donde la materia —las palabras— no envejezca: “Hay una VIDA NUEVA necesaria a establecer” sentenciará; y más adelante recordará las palabras de Píndaro: “más tiempo que los actos vive la palabra que los canta”.

El trabajo de arquitectura que compromete la disposición distante de un verso a otro, recoge como antecedente el complejo poema de Stepháne Mallarmé “Un tiro de dados jamás abolirá el azar”. Incluso, la relación es tal que ciertos versos la confiesan:

el azar en la mano                   no en el dado

que es prudente.

 

El azar entonces no persiste en la materia ajena, sino que en la substancia de toda vida humana. De allí la fortuna y su contracara el infortunio.

La concentración, a veces no anotada en nuestra lectura, hace gala de sus cualidades. El pensamiento ordena la construcción que en apariencia se bautizaría como arrebatada. Dicha conciencia sobre el aparato formal se nos nombra en los siguientes versos:

No hay medida frente al terror

La musa es humana

y horrible

Denuncio

el intranquilo vuelco de las cosas a lo que fue

su primitivo origen.

 

Con aquella fijación en sus ojos, el hablante dotado de manos plantará letras y sílabas para un conjuro que recree un estado originario que brota, inevitablemente, por la búsqueda de refugio de la voz del poeta ante la maquinaria que carga con la anulación de la sensibilidad humana. “Es la vieja consistencia del mundo. Ausencia que siempre se presenta”. Contra ello, la vitalidad de la analogía, el pulso: razón del canto y su defensa.

Sobre lo mismo, cabría notar la presencia de Vicente Huidobro que bebe, además, del mismo Mallarmé, sobre esta forma que recurre a su propia violencia no para reducir a la poesía a un estado galvánico, sino a un resurgimiento desde sus aún posibilitadas virtudes. Al igual que el poeta nacido en Santiago, a Rodríguez le interesa resignificar el contenido con que cada palabra carga, como si la hoja en blanco dispuesta para el trazo de la pluma fuese un estanque en donde cada letra sumergida ya no vuelve a ser la de antes.

Volviendo derechamente sobre Mallarmé, la conciencia, la angustia por los márgenes de la hoja y por la limitación recursiva de la poesía son elementos que la obra de Rodríguez recibe como herencia. Además, la presencia del mar y su analogía frecuente con la escritura misma, son, en su conjunto, elementos calcados y que, por mencionar una concreción, echarían sus raíces en textos como “Saludo” del poeta francés. Dirá el hablante sobre su labor:

Nuestra aventura está en la ingeniería de las palabras.

[…]

LA IMPOSIBILIDAD HACE POSIBLE LO IMPOSIBLE

Y estas seis palabras forman un navío y ya están recorriendo la nueva travesía,

encarnando las palabras la esencia del trayecto y la figuración del dictado.

 

Más adelante, en Tierra prometida, antes de someterse a un silencio de 14 años, el hablante nos confesará: “siempre tendremos una herida intelectual”, respecto de su sufrimiento. Aquel es el cariz del infortunio que corre por el esqueleto de la voz.

Así, quedaría evidenciada —en los primeros pasos— de esta escritura los objetos que toman de una tradición laureada en la labor formal del poema. “Las situaciones son icebergs que el viento pule —me dije interiormente” dirá un poema en prosa perteneciente a Los simulacros. Una relación surgirá si recordamos lo escrito en una carta por el poeta francés: “te diré que me encuentro hace un mes en los más puros glaciares de la Estética”.

La palabra, en fin, como guía y herramienta, como materia que permite al hablante sentenciar:

Fundo mi origen en la pugna

en los territorios que Dios no alcanza.

 

La palabra es hecha aparecer porque la voz nos delata que ellas “no tienen boca” y que “se habla por detrás de las palabras —se reza—”. El lenguaje es producto humano o, si nos acogemos al relato bíblico de Babel, es el castigo con el que cargamos por nuestra ambición de llegar al cielo. Sin embargo, lo que hacemos con él es ya nuestra historia y no teología. En otro momento, concluso el enunciador dirá:

cada palabra pronunciada es el punto

de una fábula que teje su principio y fin.

 

La enunciación del argot de la geometría compone de manera más sólida su puente con los franceses. La alusión a aristas, lados, simetría y triángulos edifican los planos de la obra como la trama inicial del tejido que nos pertenecerá luego como futuros lectores, ya que: “todo crece en una posibilidad”.

El estero que reúne a las obsesiones y preocupaciones del escritor (el tiempo, la memoria, el deseo, la escritura y el mar como su metáfora) obedece al conflicto que la labor poética posee con la realidad (de allí el título del volumen). Escéptico, llegará a sentenciar:

es el único eco que me viene

de una realidad ya vacía

este estado en que me hallo

es el montaje de una confusión

que seguramente será

la expandida totalidad de nuestra naturaleza.

 

Aquella asociación-disociación frecuente con la realidad gestará la sustancia de la escritura: “Será la forma calcando su vacío”. La voz, ante sus limitantes no tendrá: “sino una compleja vocación de ocio y cielo”. El divorcio constante entre su posibilidad e imposibilidad lo obligará a entender que:

ya los poetas dejaron de inventar palabras

para unirlas a la vida,

 

y aquel sacrificio de asumir una condición y no ya una naturaleza, abre un boscaje de desdicha:

Ya no estamos. Nunca estuvimos. Para que otra cosa

estuviera no estuvimos.

 

Restarse entonces para una aparición que no podremos ver. Y esto recuerda a la angustiosa idea de belleza creída por Ximena Rivera, confesada en una entrevista: la belleza quizá necesita de nuestra ausencia para que se presente, y pensarlo es aterrador. Entonces, “mis ojos sean dignos de fe en todo aquello que no ven”.

Se retorna del silencio editorial cargando con un mayor grado de suspicacia. La forma ya no se encuentra agredida como antes, sino que se desenvuelve con mayor sutileza, cayendo verso tras verso, de modo eminentemente vertical y no oblicuo o disociado.

El cuerpo tiene sus ritmos

y nada en el mundo es análogo,

 

son versos que demuelen el ejercicio simbolista, y que develan la firma de una renuncia: el poeta ya no puede gestar correspondencias; ya no puede hacerlo y solo está limitado a sus propios ritmos. Resguardado en sus contornos físicos, aparece una atmósfera de solipsismo que comprende la gravedad de la demolición.

La relación con la realidad devenirá entonces mucho más conflictuada:

La realidad, la única,

se filtra desde la noche

hacia un mundo contrario.

Y esa cinta oscura de

las cifras diluidas

no puede revelar la claridad.

 

No hay transvaloración de lo real. Todo se diluye en el ejercicio que se origina en una realidad difusa, inaprehensible por incapacidad. Sin embargo, es en ese borde donde se exclamará:

Cada palabra que llamamos

la haremos realidad

y no tenemos otro modo

para volvernos reales.

 

Entonces, aquel solipsismo no sucederá en tanto ontología del ser escritor, sino como condición atribuida a la consecuencia trascendente de la palabra en la escritura. La existencia del sujeto cuelga del hilo de las letras. Aún así sobrevive:

Voy llenándome de sentido

por medio de la voz.

 

Existe una regresión en tensión. Un disputa entre la escritura y su tendencia a enmudecer:

La imagen del mundo

espera su voz para decirla,

 

y es esa “vieja condición [que] no se renueva”, que arrodillará el estado agrietado de la voz, aquella que dice: “yo soy el desdichado”, recordando el primer poema de Las quimeras de Gerard de Nerval que lleva por nombre “El desdichado” y que reza en su verso inicial: “Yo soy el tenebroso -el viudo-, el inconsolado”.

 

Aquella crisis no termina por devorar al individuo. Entiende que ella es hija de la naturaleza contemporánea, puesto que:

morimos definitivamente

y tenemos una sola oportunidad en el mundo,

solo una vez aquí en la tierra,

 

y la superación de esta que no es más que una verdad y que no castiga la voluntad del hablante, lo hará remontar en el ejercicio raudo del inicio de su derrotero. Sentimiento oceánico es la última entrega con la que el libro cierra (seguido tan solo por tres poemas inéditos) y que ofrece la consolidación de un manejo formal mediante el tópico del mar y el verso actuando como ola. Conectándose con obras tales como Monumento al mar de Vicente Huidobro, La mer de Claude Debussy o El cementerio marino de Paul Valéry, el mar no es tomado tanto como alegoría de lo escrito, sino más bien como “alegoría de sí mismo”. La forma bordada articula el movimiento insistente del océano en el borde. Versos como olas, y el retorno de la violencia que dio origen a la escritura de toda una poética: “la realidad se hace notar cuando una ola barre los acantilados” y “lo que se ha escrito en el mundo se cumple como realidad”.

En fin, en Lo real de otra manera se nos ofrece una poesía que traza su recorrido desde y para la hoja en blanco, dejando fuera ajenas y vanas discusiones. Una poesía angustiada por los límites de su propio arte, a la vez que pretende erigirse como monumento de sus virtudes: aquella poesía que solo se debe a sí misma. Poesía que solo perpetúa el silencio en la cabeza del lector, obligándolo al ejercicio de la quietud inquieta. Poesía de la que, en la práctica de las cosas, nada se puede decir.

 

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Víctor Campos (Iquique, 1999) es estudiante de segundo año en la carrera de pedagogía en castellano y comunicación con mención en literatura hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Fue partícipe en el Taller de Poesía de La Sebastiana, a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz realizado el año 2018. Actualmente cursa el Diplomado de Poesía Universal de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto «Poéticas postdictatoriales. Memoria y neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina», dirigido por el doctor Claudio Guerrero.

 

“Lo real de otra manera” de Virgilio Rodríguez (Ediciones Antítesis, 2019)

 

 

Virgilio Rodríguez Severin

 

 

Víctor Campos

 

 

Imagen destacada: Ediciones Antítesis.