«Los nombres propios», de Héctor Hernández Montecinos: La escritura como ficción

Aunque el volumen comentado se presenta bajo la forma de memorias, el libro se sostiene, y así debe seguir haciéndolo, a la manera de un primo bastardo de las controvertidas «VHS» de Alberto Fuguet: es decir, como materiales para la construcción de una vida, de un ensayo que es también ficción, y los cuales en definitiva representan a un estilo de escritura.

Por Francisco García Mendoza

Publicado el 16.3.2019

Todo acto fundacional es una ficción. La escritura por sí misma es también una ficción.

Hacer un retrato de la realidad no es simplemente un acto mimético, el acto va más allá, lo supera, plantea una nueva forma de realidad en la que autor y lector asumen un acuerdo cómplice que permite sostener teóricamente el concepto de no ficción. En el fondo, todo es un simulacro. Biografías, memorias, actas, contratos, cualquiera sea el resultado posible del acto escritural es, inevitablemente, una ficción.

Los nombres propios (RIL editores, 2018) de Héctor Hernández Montecinos viene a ser una fiel representación de lo anterior. El libro asume la forma de un relato de vida, una suerte de memorias de infancia y adolescencia en donde el escritor repasa ciertos episodios clave. El autor selecciona, ordena, descarta, arma y, de esta manera, construye su propia ficción. Aquí debo confesar una limitación que no me permite aún aventurarme al fondo de lo que realmente quisiera proponer; el binarismo ficción/no ficción actúa como un marco del cual es muy difícil escapar, no tanto por deficiencias teórico-literarias, sino más bien porque, al asumirlo, de inmediato deja sin validez tantas otras lecturas posibles acumuladas en libros, revistas y otras bases de dato.

Como sea, Los nombres propios asume esa forma de relato memorístico en donde la infancia y la relación con los padres juega un rol fundamental. El autor se reconoce como un sujeto escindido, dos identidades perfectamente reconocibles que pugnan por el protagonismo definitivo. Hay un Héctor y hay un Adrián, ambos nombres profundamente ligados a sus progenitores, el primero con el padre y el segundo con la madre. Héctor es un sujeto exitoso, inteligente, polémico, un genio soberbio, un huevón de mierda. Por otro lado (no quiero caer en el “por el contrario”), Adrián es una personalidad más bien frágil, insegura, contradictoria, acomplejada con su cuerpo y sin una voz que le permita hacerse notar. Ese camino que Hernández recorre desde la infancia hasta la adultez es también un intento por matar definitivamente a uno. Mi apreciación es que tal hazaña fratricida, o suicida, felizmente no logra concretarse. A final de cuentas, esa lucha que se ejerce contra la imposición de los padres, contra ese destino perpetuado a través de los nombres propios, es un fracaso.

Retomando la idea principal que abre esta reflexión, lo del simulacro escritural, el protagonista de Los nombres propios realiza una sugerente confesión que abre el campo de significaciones y relaciones posibles entre vida y obra. Héctor dice: “Mi diploma de kínder es falso. Lo firmó mi tía Gina solo para que pudiese acceder a la educación básica” (34). Más allá de que este hecho pueda desmentir públicamente a Héctor Hernández y toda su formación institucional (la validez de su licenciatura y sus doctorados), más allá incluso de asumirse como farsante o, desde otro punto de vista, como un outsider que, finalmente, consiguió burlar al sistema, este acto de habla viene a sostener la idea de que, en el fondo, todo texto, y toda vida, en realidad, es siempre una ficción, un simulacro asumido frente a los demás en donde siempre existe cierto acuerdo de complicidades. Sabemos que somos impostura, pero lo aceptamos porque es la única manera de mantener relaciones más o menos civilizadas a nivel social.

Otro de los puntos interesantes de Los nombres propios es la configuración de una infancia queer, una búsqueda de identidad temprana que el poeta asume también como una manera de rebelión, como un correlato de esa permanente lucha contra los padres:

“Vivíamos más o menos cerca y me gustaba ir a verlo porque siempre estaba solo. Él cocinaba, se lavaba la ropa, iba a comprar. Para mí era lo máximo. Una tarde que fui a su casa a estudiar con él me pidió que lo esperara un poco porque debía meter una ropa a la lavadora, esas cilíndricas Fantuzzi. Se sacó la polera, el pantalón y los calzoncillos. Nunca había visto a alguien desnudo excepto a mi padre. Ya tenía vello púbico y su cuerpo me pareció hermoso. Se me acercó y me preguntó si se lo quería chupar. ¿Chupar qué?, le dije. “El pico”. Jamás se me había pasado por la cabeza que eso se podía meter a la boca. Me acerqué y lo hice. “Ahora me toca a mí”, agregó y me bajó el pantalón. No volvimos a repetirlo. Sabíamos que era algo prohibido, pero yo suponía que era lo que hacen todos los amigos antes de ponerse a estudiar (42-3)”.

No quisiera declarar que chupar el pico es un acto de rebelión per sé. No lo es, porque en ese caso “¡viva la revolución, compañero!”. Más bien apunto a cierta transgresión de la norma heterosexual impuesta y asumida desde la familia, una manera de romper con ese deseo previamente definido y dirigido desde la más temprana infancia.

En la mayoría de los casos, ese acto revolucionario (“chupar el pico”, metafórica y literalmente hablando) trae consigo una decepción familiar, de los padres, pues el deseo propio implica también ir contra otros deseos.

Alguna vez Héctor Hernández, el de carne y hueso, declaró que su anterior libro de memorias, Buenas noches luciérnagas (2017), compartía cierta hermandad con el libro VHS (2017) de Alberto Fuguet. Tiene toda la razón, y, en algún momento, el autor de Mala onda tuvo que salir a “aclarar” que un episodio narrado en sus propios recuerdos eran más bien un hecho ficcionalizado. Sea cual fuese el motivo, Fuguet tuvo que evidenciar ese acuerdo cómplice entre autor y lector para salir del embrollo que un crítico armó gratuitamente.

Por más que Los nombres propios se presente bajo la forma de memorias, el libro se sostiene, y así debe seguir haciéndolo, como primo bastardo de VHS, como materiales para la construcción de una vida, para un ensayo que es también ficción, que, finalmente, es escritura.

 

También puedes leer:

Historia de la H, de Héctor Hernández Montecinos: La vida en tres suspiros.

Algunas reflexiones en torno a la crítica literaria: Una respuesta a Alberto Fuguet.

 

Francisco García Mendoza (1989) es escritor y profesor de Estado en castellano y magíster en literatura latinoamericana y chilena titulado en la Universidad de Santiago de Chile. Como creador de ficciones, en tanto, ha publicado las siguientes novelas: Morir de amor (2012) y A ti siempre te gustaron las niñas (2016), ambas bajo el sello Editorial Librosdementira.

 

 

Registro del lanzamiento en España de «Los nombres propios»

 

 

El poeta chileno Héctor Hernández Montecinos

 

 

Francisco García Mendoza

 

 

Crédito de la imagen destacada: RIL Editores.