«Los poetas malditos»: La «summa» estética de Paul Verlaine

Este es un volumen de ensayos donde el poeta francés presenta su visión en torno a cinco de sus contemporáneos: Corbière, Rimbaud, Mallarmé, Desbordes-Valmore y Villiers de L’Isle-Adam y el número seis es “pauvre Lelian”, él mismo, bajo seudónimo. El libro se encuentra, así, estructurado por comentarios acerca del estilo, la obra y algunas anécdotas, a fin de exponer que dentro de su individual y única forma, el genio de cada uno de estos creadores habría sido también su perdición.

Por Sergio Inestrosa

Publicado el 14.7.2020

Paul Verlaine (Metz, 1844 – París, 1896) fue considerado en 1894 el “príncipe de los poetas”. Fue uno de los principales precursores del simbolismo y según muchos Verlaine es el mayor poeta lírico francés del siglo XIX. Su vida como lo de otros poetas malditos fue tormentosa.

Después de una crisis producida por el amor que le inspiró su prima Élise Moncomble, halló una efímera estabilidad en su matrimonio con Mathilde Mauté (1870), disuelto a raíz de sus relaciones, a partir de 1871, con el joven Arthur Rimbaud.

Su etapa de madurez se inicia con la publicación de Romanzas sin palabras (1874), que revela una poética nueva, basada en la música del verso (que tanto enamoró a Rubén Darío) y expresa su desgarramiento, dividido entre Rimbaud y Mathilde.

En 1881 publicó el poemario Cordura, de inspiración religiosa, y a partir de la muerte de Létinois, otro amigo íntimo, ocurrida en 1883, llevó una vida escandalosa. De este período data la publicación de Los poetas malditos (1888).

Verlaine toma la idea de “poeta maldito” del poema “Bendición” de Baudelaire que aparece en su libro Las flores del mal. En general, el uso del término “maldito” sirvió para designar a cualquier escritor o artista incomprendido por sus contemporáneos. Durante su vida, estos poetas no tuvieron un reconocimiento masivo, pues su propio genio los llevó al hermetismo y al aislamiento. Pero Verlaine vio “lo maldito” en una connotación triple: los tenidos por malditos por otros, los malditos por sí mismos y los auténticos malditos, que son los malditos desde dentro, es decir en sí mismos. Para Verlaine, Rimbaud encarna al verdadero maldito.

Los poetas malditos, es un libro de ensayos en el que Verlaine nos presenta su visión personal de cinco poetas: Corbière, Rimbaud, Mallarmé, Desbordes–Valmore y Villiers de L’Isle-Adam y el número seis es “pauvre Lelian” el mismo Verlaine. El libro está estructurado por comentarios sobre el estilo, la poesía y algunas anécdotas. Verlaine expuso que dentro de su individual y única forma, el genio de cada uno de estos poetas había sido también su maldición.

 

Empecemos, pues por el principio con Tristan Corbière, y copio lo que dice Verlaine:

«Entre paréntesis, admiremos humildemente este lenguaje robusto, simple en su brutalidad, encantador, pasmosamente correcto, a la par que toda la ciencia del verso que hay, en el fondo, y el tesoro de la rima rara, por no decir rica hasta el exceso.

«Y ya es hora de que hablemos de un Corbière más magnífico aún.

«¡Vaya un bretón de cepa dando muestras inconfundibles de su estirpe! ¡Cómo se ve al hijo del monte bajo, del encinar y las riberas! ¡Y cuán arraigado tenía aquel falso escéptico alarmante el recuerdo y el cariño de las fuertes creencias, asaz supersticiosas, de sus rudos y tiernos compatriotas de la costa!

«Escuchad, o mejor, echad una mirada, o si preferís, escuchad (ante él, ¿cómo expresaremos nuestras sensaciones?) estos fragmentos, tomados al azar, de su Perdón de Santa Ana»:

…………………………………………………..

Madre de talla desigual,

duro y buen corazón de roble,

bajo el oro de tu brial

hay un alma bretona y noble.

Faz vieja y verde, desgastada

como la piedra del torrente

por la lágrima enamorada

y el llanto sangriento y ardiente.

 

Arthur Rimbaud es presentado por Verlaine:

“Con gozo hubimos de conocer a Arthur Rimbaud. Hoy, muchas cosas nos separan, sin que, claro está, haya nunca faltado o disminuido nuestra profunda admiración por su genio y su carácter.

«En aquella época, relativamente lejana, de nuestra intimidad, Arthur Rimbaud era un niño de dieciséis o diecisiete años, ya por entonces afianzado a todo el caudal poético, que sería menester que el público conociera, y del cual ensayaremos un análisis al tiempo que citemos cuanto nos sea posible.

«Físicamente era alto, bien conformado, casi atlético; su rostro tenía el óvalo del de un ángel desterrado; los despeinados cabellos eran de un color castaño claro y los ojos de un azul pálido inquietante. Como era de las Ardenas, además de un lindo dejo del terruño, pronto perdido, poseía el don de la asimilación rápida, propio de sus paisanos, y esto puede explicar la pronta desecación de su numen (veine) bajo el sol insulso de París (hablemos como nuestros antepasados, cuyo lenguaje directo y pulcro, al fin y a la postre, no estaba tan mal).

«Empezaremos por la primera parte de la obra de Arthur Rimbaud, producto de la más tierna adolescencia —¡sublime erupción, maravillosa pubertad!— y luego, examinaremos las diversas evoluciones de este espíritu impetuoso, hasta su literario fin.

«Abramos aquí un paréntesis y, por si estas líneas caen casualmente bajo su mirada, sepa Arthur Rimbaud que nosotros no juzgamos los móviles de los hombres, y tenga por segura nuestra aprobación (y nuestra negra tristeza también) de su abandono de la poesía, supuesto que este abandono haya sido para él lógico, honesto y necesario, lo cual no dudamos».

Y comparte el poema «Las vocales» que para él es un poema representativo de esta época:

 

VOCALES

A negra, E blanca, I roja, U verde, O azul: vocales,

diré algún día vuestros latentes nacimientos.

Negra A, jubón velludo de moscones hambrientos

que zumban en las crueles hediondeces letales.

E, candor de neblinas, de tiendas, de reales

lanzas de glaciar fiero y de estremecimientos

de umbrelas; I, las púrpuras, los esputos sangrientos,

las risas de los labios furiosos y sensuales.

U, temblores divinos del mar inmenso y verde.

Paz de las heces. Paz con que la alquimia muerde

la sabia frente y deja más arrugas que enojos.

O, supremo clarín de estridores profundos,

silencios perturbados por ángeles y mundos.

¡Oh, la Omega, reflejo violeta de sus ojos!

 

Y termina diciendo:

“Después de alguna permanencia en París y de diversas peregrinaciones más o menos aterradoras, Rimbaud cambió de rumbo y trabajó (él) en lo ingenuo, y ya en el plano de lo muy sencillo adrede, no usó más que asonancias, palabras vagas, frases infantiles o populares. Así consiguió prodigios de tenuidad, de verdadero matiz débil, de encanto inapreciable, a fuerza de ser delgado y sutil:

¡Ha reaparecido!

¿Qué? La eternidad.

Con todos los soles

se ha marchado el mar.

«Pero el poeta desaparecía –nos referimos al poeta correcto, en el sentido un poco especial del vocablo. Se convertía en un prosista sorprendente».

 

De Mallarmé Verlaine empieza diciendo:

“No hace mucho tiempo escribimos, en un libro que no se publicará, a propósito del Parnaso contemporáneo y de sus principales redactores:

“Un poeta, y no el menor, pertenecía a este grupo.

“Vivía entonces en provincias de un empleo de profesor de inglés, pero sostenía con París frecuente correspondencia. Proporcionó al Parnaso versos de una novedad que escandalizó a los periódicos. Preocupado —¡en verdad!— de la belleza, consideraba la claridad como un don secundario, y con tal que su verso fuera numeroso, musical, raro y, cuando era menester, lánguido o excesivo, burlábase de todo por agradar a los delicados, de los cuales él era el más descontentadizo.

«¡Cuán hostilmente acogido por la crítica fue ese puro poeta, que permanecerá mientras haya una lengua francesa para atestiguar su gigantesco esfuerzo! ¡Cómo se encarnizó la burla en su ‘deliberada extravagancia’, según la manera de expresarse asaz indolente de un maestro fatigado, que quizá le hubiera defendido mejor en la época en que era el león, de tan buena dentadura como revuelta melena, del movimiento romántico! En las hojas festivas, ‘en el seno’ de las Revistas graves, en todas partes, o en casi todas, vino a ser moda, tomándolo a chacota, el querer reintegrar al idioma al escritorio cabal, al sentimiento de lo bello al firme artista. De los más influyentes no faltaron majaderos que trataran de loco a aquel hombre. Un síntoma más acabó de honrarle: algunos escritores dignos de este nombre, hicieron la concesión de mezclarse a la incompetente publicidad.

«Se vio ‘permanecer estúpidos’ a gentes de espíritu y de gustos altivos, maestros de la audacia justa y del gran sentido común —¡ay!— al señor Barbey d’Aurevilly. Irritado por la im-pa-si-bi-li-dad meramente teórica de las Parnasianos (era necesaria UNA consigna ante lo desgalichado por combatir), aquel novelista maravilloso, polemista único, genial ensayista, el primero, sin duda, de nuestros prosistas reconocidos, publicó contra el Parnaso, en el Enano amarillo, una serie de artículos, en los que el ingenio más encarnizado y feroz sólo dejaba paso franco a la crueldad más exquisita; el medalloncito consagrado a Mallarmé fue particularmente bonito, pero de una injusticia tal que a cada uno de nosotros nos irritó más y peor que cualquiera de las afrentas personales.

«Mas, por otra parte, ¡qué importaban, y qué importan aún esos entuertos de la opinión a Stéphane Mallarmé y a aquellos que le quieren como se le debe querer (o detestar) —inmensamente!” (Viaje de un francés por Francia. –El Parnaso contemporáneo).

«Nada hay que modificar en esta apreciación, de hace seis años apenas, y que además podría estar fechada con el día en que leímos por primera vez los versos de Mallarmé.

«De entonces a esta parte, el poeta ha podido enriquecer su técnica, hacer más aún cuanto quería; ha permanecido idéntico a sí mismo».

Y termina:

«Todo el mundo (digno de saberlo) sabe que Mallarmé ha publicado en espléndidas ediciones La tarde de un fauno, ardiente fantasía en la que el Shakespeare de Adonis hubiera prendido fuego al Teócrito de las églogas más briosas, y el Brindis fúnebre a Teófilo Gautier, muy noble llanto sobre muy buen artífice. Esos poemas gozan ya de cierta publicidad; nos parece inútil citar nada de ellos. Inútil e impío. Sería demolerlos, hasta tal punto el Mallarmé definitivo es único. ¡Cortádle un pecho a una mujer hermosa!

«Todo el mundo (el que ya hemos mencionado) conoce igualmente los bellos estudios lingüísticos de Mallarmé, sus Dioses de Grecia y sus admirables traducciones de Edgar Poe, precisamente.

«Mallarmé trabaja en hacer un libro, cuya profundidad no sorprenderá a nadie menos de lo que su esplendor le deslumbre, salvo a los ciegos. Pero ¿cuándo, por fin, querido amigo?

«Parémonos. El elogio, como los diluvios, se detiene en ciertas cumbres».

 

El poeta número cuatro es una mujer, Marceline Desbordes-Valmore y Verlaine nos dice:

“Hemos dicho que el lenguaje de Marceline Desbordes Valmore era suficiente; debimos decir: muy suficiente; mas tenemos tal purismo y pedantería que añadiremos a quien nos llame decadente (injuria, entre paréntesis, pintoresca, ‘muy otoño’, ‘muy sol poniente’, digna de recogerse en suma) que algunas ñoñerías, mas ninguna ingenuidad, pueden tropezar en nuestros prejuicios de escritor con miras a lo impecable.

«Y, antes de pasar a examinar sublimidades más severas, si cabe hablar así de una parte de la obra de esta mujer adorablemente tierna, dejadnos que, con lágrimas en los ojos, recitemos con la pluma este»:

 

RENUNCIAMIENTO

Perdonadme, Señor, mi semblante afligido;

bajo la feliz frente colocasteis las lágrimas:

de tus dones, Señor, es el que no he perdido.

Don menos codiciado, quizá sea el mejor.

Yo ya no he de morir en vínculo de encanto;

os los devuelvo todos, ¡ay, adorado Autor

para mí sólo tengo la sal que deja el llanto!

A los niños las flores, a la mujer la sal;

para que la limpiéis mi vida he de entregaros,

cuando esta sal, Señor, lave mi alma, lustral,

volvedme el corazón, para siempre adoraros.

Toda extrañeza mía del mundo se ha extinguido

y se despidió el alma dispuesta ya a volar

para alcanzar el fruto, al misterio cogido,

que la púdica Muerte sólo ha de cosechar.

Señor, con otras madres sé tierno mientras tanto,

por la tuya y por lastima de esta pena que ves…

Bautízales los hijos con nuestro amargo llanto

y levanta a los míos caídos a tus pies.

 

Además considere el lector estas líneas:

“De las amistades tan puras y de los amores tan castos de esta mujer tierna y altiva, ¿qué podré hacer mejor que aconsejar que sea recogido por la lectura el reflejo de ellos que hay en su obra? Escuchad, aún, estos dos pequeños trozos»:

 

LOS DOS AMORES

Era el Amor más alocado que hondo;

su débil flecha el corazón rozando,

ligera fue como un gran embuste.

…………………..

Ofrecía el placer sin hablar de ventura.

…………………..

En tus ojos fue donde vi que había otro amor.

…………………..

Ese olvido completo de sí mismo,

ese afán del amor por sólo amar,

y que el vocablo “amar” nunca puede expresarse,

está en tu corazón y el mío lo adivina.

Siento en tus arrebatos y en mi fidelidad

que a la vez significa dicha y eternidad

y todo el poderío de la fuerza divina…

 

Y termina diciendo:

“Marceline Desbordes Valmore es sencillamente —con George Sand, tan diferente, dura, no sin encantadoras indulgencias, dotada de un alto sentido común, de arrogante y hasta podríamos decir de viril continente— la única mujer de genio y de talento de este siglo, y de todos los siglos, en compañía de Safo, quizá, y de Santa Teresa».

 

El quinto poeta es Villiers de l’Isle Adam y Verlaine nos comenta:

“Aunque Villiers sea ya muy GLORIOSO y aunque su nombre, destinado a la mayor resonancia, camina hacia una posteridad sin fin, no obstante, le incluimos entre los Poetas malditos, PORQUE NO ES LO BASTANTE GLORIOSO en esta época, la cual debería estar a sus pies.

«Observad, pues, que para nosotros, como para muchos espíritus selectos, la Academia Francesa —que ha dado a Leconte de Lisle el sillón del celebre Víctor Hugo, el cual, hablando francamente, fue un ejemplar de gran poeta— tiene en su seno lo bueno y lo mejor. Y ya que los Inmortales del otro lado del Puente de las Artes han consagrado la tradición de un gran poeta reemplazado por otro gran poeta después de un poeta considerable como Nepomuceno Lemercier, que reemplazaba no sabemos a quién, creemos que a la muerte del poeta clásico y bárbaro, que deseamos acaezca lo más tarde posible, llene su vacante el señor conde de Villiers de l’Isle Adam.

«Recordemos que la obra de Villiers va a publicarse y mucho esperamos que EL ÉXITO —¡sabéis!— el éxito, levante la maldición que pesa sobre el admirable poeta del que sentimos dejar de ocuparnos, si no fuera esperando la ocasión de enviarle la más cordial de las palabras de aliento».

Y despide a Verlaine de Villiers de l’Isle Adam con el poema “A orillas del mar” del que copio unos pocos versos:

»Con gusto vi el placer que bajo el arrebol

»encendía vuestra alma ya propicia al olvido

»y, al fin, prestaba luz al dolor distraído

»como un glaciar herido por un rayo de sol.»

En mí clavó su fúnebre mirada que me asombra

como la palidez de sus rasgos fatales

y dijo: «¿Soy como esos países boreales

»que han seis meses de luz y seis meses de sombra?

»Sabrás que las soberbias mutuamente cambiadas

»enturbian de los ojos la lectura precisa.

»Ámame, tú que sabes que bajo mi sonrisa

»soy semejante a esas tumbas abandonadas.»

«Y con estos versos que hay que calificar de sublimes nos despediremos definitivamente —¡maldito sea el poco espacio!— del amigo que los hizo».

 

Por último Verlaine se retrata a sí mismo bajo el título de “Pobre Lelian”. Oigámoslo:

“Este Maldito sí que ha tenido el más melancólico de los destinos, y esta dulce expresión puede, en definitiva, caracterizar las desventuras de su existencia, hijas del candor de su carácter y de su irremediable debilidad de corazón, que le hicieron decir de sí mismo, en su libro Sapientia:

Y de ti, sobre todo, no vayas a olvidarte,

a rastras con tu abulia y tu simplicidad

por doquiera haya luchas o promesas de amarte,

de manera tan triste y alocada en verdad.

…………………..

¿No estará aún castigada esta torpe inocencia?

 

«Y en su volumen Caridad, que acaba de salir:

Tienes furor de amar, corazón loco y débil.

…………………..

Del corazón no puedo ya contar las caídas.

 

«Versos que encierran los elementos únicos —sabedlo bien— de esa tormenta que ha sido su vida.

“Su infancia había sido feliz.

«Tuvo unos padres excepcionales: un padre delicado, una madre encantadora —¡ay, muertos ya!— que le mimaban como a un hijo único que era. No obstante, le pusieron muy pronto interno en un colegio, y allí empezó su derrota. Allí le vemos metido en su larga blusa negra, con la cabeza rapada, chupándose los dedos, de codos en la barrera que separaba en dos el patio de recreación, y que casi lloraba al jugar con los otros rapaces, ya empedernidos. Cuando fue de noche, huyó a su casa y fue reintegrado al colegio al día siguiente a fuerza de bollos y promesas. Después, en el bahut (colegio), se depravó y se hizo un endemoniado galopín, no muy malo, con muchas fantasías en la cabeza. Sus estudios fueron indiferentes, y terminó como pudo el bachillerato después de vagos éxitos, a pesar de su pereza, que no era más que precoz predisposición al ensueño.

«Ya desde la edad de catorce años había rimado con toda su alma y había hecho cosas verdaderamente graciosas en el género obsceno–macabro. Después de apresurarse a quemar y dar al olvido aquellos ensayos informes y divertidos, publicó Mala estrella, después de algunas composiciones que le hubieran reservado un sitio en el primer Parnaso de Lemerre. Esta colección de poemas —hablamos de Mala estrella— tuvo en la Prensa un bonito éxito de hostilidad.

«¿Podremos ser condenados de buena fe como poetas? No, cien veces no. Que la conciencia del católico razone de una manera o de otra, eso no debe importarnos.

“Ahora, ¿los versos católicos del Pobre Lelian alcanzan literalmente a los otros versos suyos? Sí, cien veces sí.

Termino copiando un poema titulado ‘El corazón robado'»:

 

Mi corazón babea y popa

de asco al cuartel y al caporal.

Le echan cucharadas de sopa.

Mi corazón babea y popa,

entre las chanzas de la tropa,

bajo una risa general.

Mi corazón babea y popa

de asco al cuartel y al caporal.

Itifálicos, soldadescos,

sus insultos le han depravado.

Por la tarde dibujan frescos

itifálicos, soldadescos.

¡Mares abracadabrantescos,

que el corazón sea salvado!

Itifálicos, soldadescos,

sus insultos le han depravado.

 

Espero que el lector disfrute de este texto y por ello mismo me perdone una reseña tan larga, pero el libro lo amerita.

 

También puedes leer:

Las flores del mal, de Charles Baudelaire: La fundación de la poesía moderna.

Una temporada en el infierno, de Arthur Rimbaud: La modernidad de un amor efímero.

 

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Sergio Inestrosa (San Salvador, 1957) es escritor y profesor de español y de asuntos latinoamericanos en el Endicott College, Beverly, de Massachusetts, Estados Unidos, además de redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Primera edición en francés de «Los poetas malditos» (1884)

 

 

Sergio Inestrosa

 

 

Imagen destacada: Un rincón de la mesa (Un coin de table), cuadro del pintor francés Henri Fantin–Latour presentado en el Salón de París de 1872.