[Novedad] «Caída silenciosa»: En un mundo pleno de fisuras

La novela del joven escritor chileno Joaquín Vera (Editorial Puerto de Escape, 2020) es un recorrido en sentido inverso a la propia vida, un aprendizaje en cada paso sobre dimensiones paralelas, extrañas e inhóspitas, los cuales regalan al lector un viaje irreal muy pocas veces apreciado en las letras nacionales.

Por Andrés Melis

Publicado el 12.1.2021

Nos encontramos con una intrigante historia fantástica que, al trasluz de su lectura, conmina a preguntarnos: ¿por qué llamar a esta obra Caída silenciosa? En la exploración del término caída se revelan auspiciosas respuestas desde el prisma de las ciencias humanas.

Si se hiciera el doble inventario de las metáforas de la caída y de las metáforas de la ascensión, invocando a Gastón Bachelard en El aire y los sueños, nos sorprendería el número mucho mayor de las primeras (las caídas).

Incluso sin referencia a la vida moral, parece que las metáforas de la caída, dice el autor, tienen un realismo psicológico innegable [pues] desarrollan una impresión psíquica que deja, en nuestro inconsciente, huellas imborrables, concluyendo que el miedo a caer es un miedo primitivo.

Y más adelante el propio Bachelard agrega:

“Por lo demás, comprobaremos que esta metáfora es solidaria de los símbolos de las tinieblas y la agitación […] también el sueño diurno pone de manifiesto el arcaísmo y la distancia del esquema de la caída en el inconsciente humano: las regresiones psíquicas frecuentemente traen aparejadas imágenes brutales de la caída, la cual es valorizada negativamente como pesadilla, que a menudo desemboca en la visión de escenas infernales” (p. 117).

En directa relación con lo anterior, el antropólogo Gilbert Durand señala que la caída es relacionada, como lo observa Bachelard, con la rapidez del movimiento, la aceleración y las tinieblas, [y bien] podría ser una experiencia dolorosa fundamental y constituir para la conciencia el componente dinámico de toda representación del movimiento y la temporalidad.

La caída resumiría y condensaría, nada más ni nada menos, que los aspectos temibles del tiempo. Finalmente, Durand nos recuerda que: “el vértigo es una evocación cruel de nuestra condición humana terrenal y presente” (p. 117).

De ese vértigo temporal pareciera que Joaquín Vera Sepúlveda (Concepción, 2001) quisiera hablarnos en clave de ficción, que es en cierto sentido la clave misma que organiza la vida social: nuestros mitos, nuestras creencias, nuestras instituciones y organización a veces tan racional y carente de aura como el presente autotélico que nos toca vivir.

La fantasía puede ser, nos recuerda Joaquín, en este exiguo mundo de trascendencia espiritual, una llave. ¿Qué fin puede haber entonces en este juego estético y axiológico al que nos invita la novela? Evocamos en relación a esta segunda pregunta las palabras de Rose Mary Jackson, para quien:

“(…) las fantasías imaginan la posibilidad de una transformación cultural radical, a partir de la disolución o la destrucción de las líneas de demarcación entre lo imaginario y lo simbólico. Se rechazan las categorías de lo real y sus unidades. Dar entrada a lo fantástico, dirá la autora, implica reemplazar lo familiar, lo conocido, Das Heimlich, por lo extraño, lo intranquilizador, lo misterioso. Supone introducir zonas oscuras formadas por algo completamente ‘otro’ y oculto: los espacios que están más allá de la estructura limitadora de lo humano y lo real, más allá del control de la palabra y de la mirada” (p. 151).

¿Cómo ingresa Caída silenciosa en esta discusión?

La novela despliega estrategias narrativas que buscan representar la confusión y la incertidumbre como espacios sensibles a las propias certidumbres del lector, como la doble operación de un extravío en el sentido fantástico de sus mecanismos, por cierto, incitada por la figura transpersonal del nigromante, fuerza que arrastra hacia una vertiginosa caída a nuestros personajes.

El joven Gabriel Green, primer protagonista de esta historia, experimenta la asfixia de una vida corriente y ordinaria. Vive con su madre y su padre, dos personas a las que ama y aparejadamente desconoce. Estudia. Es un buen chico, pero la vida en muchos sentidos carece de épica para él. Sobre esa base, en ese mar de aburrimientos, ocurre lo inaudito.

De pronto el hogar y los dominios de la realidad comienzan a sufrir trizaduras que lo invitarán a conocer un segundo tiempo de las cosas. Truman, encarnación fantasmagórica de la magia más oscura, espectro siniestro y vigilante, aparecerá en su vida para transformar el cosmos en caos, e incitar al joven más allá de toda lógica racional posible y, por cierto, más allá de todo consenso moral, más allá del bien y del mal.

De este modo, el joven Green no solo comenzará a sufrir desdoblamientos temporales, transgresiones de espacios y repetición circular de acciones, sino que comenzará la caída silenciosa a la que nos lleva la natural transmigración que subyace al orden oculto de esta historia:

“Las luces se apagan. No se oye un sonido de interruptor, ni algún ruido de un cortocircuito. Nada. Por un segundo queda todo absolutamente a oscuras. No esa clase de oscuridad que queda cuando uno apaga la lámpara del velador y decide dormir y cierra los ojos. Esto es peor. Más negrura, más oscuridad. Últimamente he pensado si habré muerto en aquel instante. Pero no. Fue demasiado repentino, demasiado errático. No era como la muerte en verdad se siente. Fue… hasta dulce, si lo pienso desde mi pensamiento actual” (p. 17).

El protagonista, Gabriel Greene, lucha con el desdoblamiento del tiempo y el espacio, pero también los personajes que forman parte de ese extraño devenir de la caída, por ejemplo, el Lazarillo, la certidumbre de esa línea apolínea de la realidad que sucumbe paulatinamente antes, signos que poco a poco se van develando en dionisíacas acciones cotidianas: «Significa que la bolsa que aferro en mi diestra la tenía desde antes. Mi mano derecha convulsiona, y está cubierta por una capa de sangre seca. ¿De dónde salió este pan? Lo observo, lo huelo. No cuadra. Es igual al otro» (p. 20).

Además, en cuanto a la disposición del relato, se presentan momentos cinematográficos donde la operación es precisamente crear desde el paralelismo esa respuesta tácita y omnipresente que finalmente elude todo desciframiento, y a la hora que se muestra en sus fragmentos representa golpes de realidad que reclaman y a la vez liberan a GG de su continuum de vida sin épica ni heroísmos:

«De algún lugar emana olor a pan. No me extraña que aquel olor me cause semejante dolor de cabeza. Todo lo vivido se me viene de sopetón a la cabeza. Quiero creer que es un sueño, pero sé que si veo mi mano… Me quedo helado. Mi mano derecha está sana Incluso más limpia e impecable que hace dos días atrás. Es imposible, yo… la vi ayer en esta misma pieza, vi la herida que tenía. Sangraba. Me dolía. Una parte de mí se siente horrorizada por lo ilógico de lo sucedido: “¿Cómo pasó? ¿Pasó siquiera?”; esta parte de mí, claro está, se ve contrarrestada con la otra parte, más persuasiva. Nadie puede juzgarme por una herida que no tengo» (p. 25).

Joaquín presenta una prosa preocupada de construir fielmente la planificación de los espacios, los diálogos, las emociones suspendidas en la atmósfera enrarecida de la novela. Una voz cadenciosa con destellos poéticos abre el juego de las apariciones y las desapariciones en una dialéctica que nos transporta, a ratos, a grandes obras de la contradicción:

«Pienso en todo lo que ha sucedido desde el día uno; en el miedo tras descubrir las dos bolsas de pan, en la exaltación de poder aprender, en la desesperación ante la demora hacia el bus, en la decepción frente a las plantas muertas, en mi furia al enfrentarme a una madre que quería hundirme y a un padre indolente, en mi indiferencia y consternación al bajarme de aquel auto en el que yacía junto a mi padre, en el odio, la satisfacción y la justicia que sentí al aplastar aquel cráneo entre contenedor y su tapa, y en mi tristeza frente al llanto de mi madre. Abro los ojos con fuerza y mi cabeza tiembla. Mi rabia aumenta hasta tal punto que debo darle un manotazo al agua» (p. 80).

Es en este intrincado espejismo de realidad y ficción donde se eleva la figura de Truman, el maestro desconocido, el nigromante primigenio y probablemente el hilo conductor de esta historia, pues finalmente “Truman intercambia conmigo una parte… de él”, diría el joven Green.

Como en el arquetípico juego del maestro y el discípulo, la relación que se inicia con estos dos personajes devendrá en una sucesiva construcción de aprendizajes que irán transmigrando capítulo a capítulo, discípulo tras discípulo, que nos permitirá proponer algunas influencias interesantes:

«—No tienes ni idea de todo lo que puedes lograr, Gabriel. El ser humano está tan confinado en sus propias barreras, que no tienen idea de los límites de sus capacidades. No te hablaré del potencial del cerebro. El cerebro es inútil. Quiero enseñarte cómo controlar las energías de las cosas que te rodean» (p. 60).

¿Borges, Philip K. Dick, Stephen King, Chuck Palahniuk?

¿Serán estas algunas de sus resonancias?

Ruido de fondo que, consciente o no, el autor ha invitado a formar parte de su imaginario narrativo y poético, esa tradición en la que se enlista precozmente Caída silenciosa, y que inevitablemente revela en nosotros una serie de interrogantes y conexiones.

¿Por qué me acuerdo de esa escena de El resplandor donde Jack Torrance se encuentra, en tiempo real, con el fallecido asesino Charles Grady, precisamente ese personaje al que nuestro protagonista sin desearlo reemplaza dentro del hotel?

Ver y no ver esa subrepticia realidad es el desafío que Joaquín propone al lector, la posibilidad de —sin desear hacer una prolepsis imprudente de esta historia— salir de la Histeria Transmisora:

“—La gente que ve nuestros poderes sin estar preparada es susceptible a algo llamado Histeria Transmisora. Las imágenes que vio irán pasando de mente en mente, enloqueciendo a todo el mundo.

—Llevaba meses queriendo contar esa mentira” (p. 292).

En definitiva, quisiera invitarles a la lectura de una novela nigromante dentro y fuera de su propia historia: esa magia latente y oscura de la muerte que puede servir de umbral para interrogar en clave circular, vital y subversiva los lindes de nuestro reino y sus espejismos paradigmáticos en que se reproduce, pese a todo, la vida.

 

Referencias bibliográficas:

Bachelard, Gastón. El aire y los sueños. México D.F, Fondo de Cultura Económica, 2006.

Durand, Gilbert. Las estructuras antropológicas del imaginario. México D.F, Fondo de Cltura Económica, 2004.

Jackson, Rosemary. Lo oculto de la cultura. En: Roa, David, ed. Teorías de lo fantástico. Madrid: Arco/Libros, Serie Lecturas, 2002.

Vera, Joaquín. Caída silenciosa. Valparaíso, Editorial Puerto de Escape, 2020

 

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Andrés Melis J. es profesor de lenguaje y doctor en literatura de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

 

«Caída silenciosa», de J. Vera (Editorial Puerto de Escape, 2020)

 

 

Joaquín Vera

 

 

Imagen destacada: Editorial Puerto de Escape.