Este es un libro donde su autor consolida una propuesta lírica sólida, original, consistente, de una belleza estética innegable, humana, profunda, que engarza y extiende preclaramente el universo concebido ya en su obra anterior: «Un álbum de poesía» (Pequeño Dios Editores, 2014).
Por Juan Mihovilovich
Publicado el 29.12.2019
“El hombre nace, crece y se evapora.”
José Tomás Labarthe
Cómo estructurar un discurso poético a partir de la idea de un “perro verbal”? ¿Qué pretende decirnos José Tomás Labarthe (1984) con esa idea subyacente de que alguien o algo pretende mordernos por dentro y acicatear desde allí nuestro concepto de realidad, de sueños, de malestares, de agudas intoxicaciones mentales que nos trae el convulsionado mundo a diario?
Hay un espacio temporal que el poeta digiere a sorbos, que desmenuza con una destreza de orfebrería y nos enrostra lo doméstico en una seriación ininterrumpida que constituye parte o toda la cotidianeidad. Y es por esa cotidianeidad que nos obliga a mirarnos, a desentrañar fragmentos de lo que somos al vernos retratados sin misericordia en el espejo común que hemos (y han) re-construido en nuestros propios hogares, en la escuela, en las tareas laborales, en las relaciones de pareja, en fin, en el universo multifacético en que el hablante se mueve, establece pausas y arremete luego contra sí mismo un poco hastiado de no ser, de simplemente consignar hechos como si esa fuera la única alternativa posible.
Pero no. Detrás del verso (o concomitante con él) surge la verdadera necesidad de avizorar los acontecimientos que se afanan en paralelo hacia el supuesto o real desvanecimiento material:
«/Hacer de todo un poco/Subdividir el conjunto en partes iguales: /Dar clases/Traficar libros/ Acumular kilómetros/ Poner en pausa/ el mp3 de Enrique Lihn/ en el clímax del monólogo/ Nada se pierde con vivir/ Tenemos todo el tiempo por delante/ Para ser el vacío que somos en el fondo/…/Al último, no por eso menos importante: /ser poeta/ pero no huevón/». («Ser poeta, pero no huevón», pág. 22)
Reaparece a la sazón una conexión, un entretejido de lo superfluo con lo vital. Y lo vital está en ciertos actos de ternura inscrita en la imagen que se guarda del momento que sopla fugaz la felicidad:
«/Hay mañanas/ en que el único motivo para abandonar/ mi lado de la cama es la imagen/ de tu bandeja con el café y quesadillas/ al desayuno/ (Y las rodillas de los niños en mis costillas/ y la jaqueca siempre inoportuna/ y el reclamo sin épica alguna del despertador. /»(«Compañerismo», pág. 29)
Labarthe establece el verso con y a partir del instante en que se realiza la acción y ello conlleva el peso ineludible de incorporarla a la memoria, idea que se concreta de modo relevante en «Carta de ajuste» (pág. 24):
«…/Quisiera creer que en un futuro/ miraremos estos verbos en retrospectiva/ y los veremos alinearse, cual patrones de colores/ de una carta infinita de ajuste. /».
Y de lo Infinitivo a lo Imperfecto, es decir, a intentar ser nosotros mismos, a que los gestos, las actitudes corporales, las emociones y hasta los pensamientos más secretos se conjuguen de tal modo que la imperfección pueda hacer de la secuencia una realidad honesta, pura en su finitud, auténtica en su dimensión moldeable:
«/…Conversar con tu pareja/ Comunicarse honestamente/ No hablar del pronóstico del tiempo…/Preferible es leer los cuentos completos de Jonh Cheever/ o concentrarse en las notificaciones del Whatsapp/». («Asuntos de pareja». pág. 37)
El imperio renace al amparo de la noche, se reestablece al amanecer, comulga con ruedas que ya no son de carreta, sino de tiempos post-modernos donde el padre y el hijo son fruto de una compasión compartida, así el infante sólo crea o sienta que sigue siendo el centro y motor del mundo, que las tesis y antítesis tecnológicas ocupan sin quererlo un sitio privilegiado en sus nuevos cerebros condicionados por un registro disimulado que de pronto, y a contracorriente, se hace carne humana. Y la noche los hace descender hacia la cobija, al abrazo protector (todavía) de quien o quienes son capaces de envolverlos con una simple y enternecedora caricia:
«/ Noche por medio/ Borja y Teo/ cruzan la galería en tinieblas/ para recostarse sobre la cama de sus padres/…llorando/ hablando en lenguas/ en jerigonza/ balbuceando acerca de monstruosas y prehistóricas especies/ por lo general extintas o mitológicas/ avistadas por cierto en YouTube…/ Con mucho hype/ ya no dicen lobo marsupial/ ya no dicen araña de pollito/ pero igual uno se enternece/ y los acurruca entre los cojines y las sábanas/ y los abraza/ y sobre todo los entiende/ cuidándoles el sueño/ en este lugar, tan inseguro/ para niños y para adultos/». («Terrores nocturnos». pág. 51)
Y en los patrones irregulares del comportamiento humano, Labarthe juega con las imágenes incorrectas o inusuales ante una sociedad que tiende a anonadarnos. De ahí que hurgue en la duda y la incerteza de lo que ve, de lo que percibe, de lo que cree o advierte. Hay un ser nuevo y extraño que convive al interior del poeta, una suerte de diseccionador del entorno, de desmitificador de esa realidad que lo ha perseguido como una sencilla metáfora de la absurdidad del mundo y del sitio que en él ha ocupado. Por lo mismo intenta reconstruir ese escenario con trozos de supuestos, de imaginerías, de retazos de dimensiones (tal vez) análogas. En el poema «Mash-Up» (pág. 71) avizora este supuesto, lo insinúa, lo atesora, lo interroga:
«/He crecido y puedo constatarlo/ ahora sospecho nuevos prejuicios/ ya no repito las mismas rutinas/ Un extraño vive dentro de mí/…/Converso en continuo aleatorio/ innumerables mundos paralelos/ incontables nombres y direcciones: entremedio del dolor y lo bello/ soy solamente un muchacho triste/ ¿Y si esta vida es verdadera? / ¿Y si esto es pura fantasía? /».
José Tomás Labarthe ha proyectado y dividido el mundo que habitamos. Lo ha hecho a partir de realidades, supuestamente sencillas, en la elaboración sintomática de lo habitual, en la secuencia directa de lo vivido, más allá o más acá de las certidumbres que le parecen al fin de cuentas dudas, como rememorar hechos que no han ocurrido (y que después sí acontecieron) a partir de un simple partido de baloncesto en el año 1990, una metáfora del tiempo, del espacio, de la historia, de los sucesos que abarcan el velado encanto o pesadumbre de la contradicción de ser y estar habitando un lugar que resulta indistinguible, mimetizado en los conflictos que se deducen, que resultan siempre implícitos y que son una advertencia cautelosa, casi solapada, de la historia, de los mitos y de las ilusiones, así se transite conduciendo una camioneta 18 años después, rumbo al trabajo y mirando una cordillera recién nevada…
Un libro que consolida una propuesta poética sólida, original, consistente, de una belleza estética innegable, humana, profunda, que engarza y extiende preclaramente el universo concebido ya en su obra anterior Un álbum de poesía (Pequeño Dios Editores, 2014).
También puedes leer:
–Un álbum de poesía: Palabras que palpitan.
Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los 80 nacido en la zona austral de Magallanes. Entre sus obras destacan las novelas Yo mi hermano (Lom, 2015) y Grados de referencia (Lom, 2011). De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.
Crédito de la imagen destacada: Pequeño Dios Editores.