«Persona», de Ingmar Bergman: Descubriéndose en la otra

Considerada como una obra maestra, la película del mítico realizador sueco es un retrato psicológico y anímico de dos mujeres en crisis. Una gran actriz se queda sin habla mientras representa Electra —un guiño del director al contenido emocional subyacente— por lo que es internada en un sanatorio al cuidado de una enfermera que la admira. Dos excelentes intérpretes dan vida de forma sublime a esas mujeres: Liv Ullmann (Elisabeth, la artista) y Bibi Andersson (Alma, la asistenta médico).

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 27.8.2020

«Somos el dolor y la cura del dolor, ambos. Somos la dulce agua fría y la jarra que la derrama. Quiero abrazarte como un laúd, de manera que podamos clamar con afecto. ¿Prefieres lanzar piedras a un espejo? Yo soy tu espejo y aquí están las piedras».
Rumi

 

Invitación a sentir

Persona marcó un antes y un después en el séptimo arte, directores de prestigio como Robert Altman o David Lynch se confesaron influidos por su estética. Bergman nos muestra en un sobrio y bello blanco y negro el retrato psicológico y anímico de dos mujeres en crisis que han de convivir juntas. Ellas son las protagonistas de esta obra con aroma teatral, el paisaje —ya sea interior o exterior— es un fondo neutro minimalista en el que poder destacar esos personajes. A Bergman le importa realzar sus gestos corporales, en especial los de sus expresivos rostros.

Elisabeth es una gran actriz que queda sin habla mientras representa Electra —un guiño del director al contenido psicológico subyacente— por lo que es internada en un sanatorio al cuidado de Alma, una enfermera que la admira. Entre ellas se establece una relación muy estrecha, especialmente cuando ambas —por consejo médico— conviven juntas en una casa junto al mar.

Es una obra que invita a reflexionar sobre la naturaleza humana y que está abierta a distintas interpretaciones. Bergman comentó que tenía una idea de lo que significaba pero que no la compartía porque sentía que era su público quien debía sacar sus propias conclusiones, él esperaba que la película se sintiera en lugar de entenderse.

Pero me pregunto: ¿qué hacer entonces con el sentir si no se puede entender?, especialmente, ¿qué hacer con el dolor del alma que nos atormenta?; ese dolor que pesa e inmoviliza que visualizamos en el filme con la imagen de las manos de Cristo siendo clavadas en la cruz. Entiendo que el acercarse a comprender ese sentir de esas mujeres puede ayudarnos a abrazarlo en nosotros, puede ayudar a entendernos mejor y de este modo ir liberándonos de las cargas —de las cruces— que nos impiden vivir en paz. Esta es la voluntad del análisis que sigue, análisis que necesariamente contiene spoilers.

 

Bibi Andersson y Liv Ullmann en «Persona» (1966)

 

Espejos

El otro como espejo en el que poder descubrirse, ese es el tema central de la obra. Elisabeth como paciente a la que tratan la doctora y Alma es el gran espejo para ambas. La actriz en su mudez sobrevenida se convierte en involuntario espejo, ellas ven en esa mujer de silencio aspectos de sí mismas no reconocidos. La doctora —que no la considera enferma— dice entenderla y en ese entender parece hablar de sí misma: “El sueño imposible de ser. No de parecer sino ser consciente en cada momento. Y al mismo tiempo el abismo entre lo que eres para los otros y lo que eres para ti misma, el sentimiento de vértigo y el deseo constante de —al menos— estar expuesta, de ser analizada”.

Y le habla del sentirse falsa, que entiende que haya optado por encerrarse en su silencio para no mentir más. Y afirma que la admira por ello y que cree que debe mantenerse en ese papel —uno más, es actriz— hasta que deje de serle interesante. Una radiografía que podría también retratar a la propia psiquiatra, para los otros es un referente pero por dentro probablemente sienta abismos similares a los de sus pacientes. Y su admiración parece evidenciar que se identifica como intérprete en el teatro de la vida y que ella también quisiera aislarse —ni que fuera por un tiempo— en el protector silencio de la no implicación.

En el caso de Alma —quien se relaciona por más tiempo con la actriz— el reflejo es mucho más intenso. Ante el silencio, la enfermera habla de sus vivencias y de sus sentimientos. Alma siempre había escuchado a los demás, es una cualidad innata en ella el escuchar. Pero nunca —tampoco en su vida privada— había tenido la oportunidad de hablar de ella misma y tener a alguien que le escuche sin interrumpirla.

Alma le cuenta a Elisabeth lo que nunca ha contado a nadie, lo más íntimo de sí misma. Como su vivencia junto a otra chica en una playa solitaria, allí cuando tomando el sol desnudas son observadas por dos jóvenes. Y su compañera que invita al más atrevido a hacer el amor provocando que Alma pase de sentir vergüenza —la de mostrarse desnuda— a arder en deseo y tener sexo también con ese joven.

Entiendo que esa mujer osada fue otro espejo para la enfermera, en ella vio la Alma salvaje que se asfixia en su rol de “buena chica”. Ese mismo día también estuvo con su pareja y quedó embarazada sin saber de quién por lo que abortó. Sigue sintiéndose culpable, no puede trascender la culpabilidad sumida como está en ese rol que la atenaza. Alma decidió abortar y Elisabeth también pensó hacerlo cuando quedó embarazada aunque finalmente tuvo un hijo con el cual mantiene una relación muy difícil.

 

Bibi Andersson en «Persona» (1966)

 

Con-fusión

En ese compartir tan intenso en el que Alma se desnuda ante Elisabeth, la enfermera experimenta aspectos de sí misma que la sorprenden y la confunden. Alma tiene dificultades para saber quién es ella más allá del rol autoimpuesto y siente atracción correspondida por esa mujer a la que cuida y a la que cree afín. Se nos muestra cómo se tocan y acarician sus caras, cómo se atraen en las miradas. Y también cómo Alma en su admiración por la actriz se cree inferior a ella, hasta el punto de afirmar que la actriz es más empática que ella por el sólo hecho de escucharla.

Un afirmar que choca con la realidad cuando la enfermera lee lo que la paciente escribe a la doctora. Elisabeth comenta con fría distancia que le resulta divertido estudiar el entusiasmo inconsciente de Alma, asegurando que: “Se queja de que sus conceptos de la vida no concuerdan con sus acciones”.

Para Alma —al igual que ocurriera en su desnudez corporal aquel día de playa— ese mostrarse sin tapujos ante Elisabeth es vivenciado como vulnerabilidad e incluso exhibicionismo reprochable, entiendo que a la “buena chica” le falta el necesario “aquí estoy” que a tantos les sobra.

Todo cambia al conocer lo que Elisabeth piensa, en Alma aflora la rabia por lo que considera afrenta a su entrega y por tanto acumulado en su vida. Así la enfermera deja que la paciente en su caminar descalza por el jardín se corte con un pedazo de cristal, Alma le observa a distancia. Distancia por distancia.

Alma al sacar su rabia le espeta verdades a esa mujer antes admirada. Ahora es ella el espejo y Elisabeth la reflejada. La actriz se ve retratada en sus duras palabras, Alma afirma que es inaccesible y que carece de sentimientos maternales hablándole de su hijo abandonado. Un hijo que Elisabeth no quería porque le suponía estar atada a él —triste ese entender sin amor— y tener que dejar en segundo plano su oficio. Un niño que nació como disgusto para su madre —intentó abortar— y del que se hicieron cargo unos parientes.

Un hijo que Bergman nos muestra recurrentemente con el torso desnudo —desprotegido— queriendo acariciar el rostro desenfocado de la actriz proyectado en una pantalla. Un desamparo que expresa con dureza Alma al comentar que el niño ama a su madre pero que sus encuentros son crueles: “Él te mira con amor y tú quieres pegarle porque no te deja en paz, lo miras y te parece repugnante”.

A pesar del gran abismo que se ha abierto entre ellas, sigue la atracción. Se nos muestra como Alma observa a Elisabeth durmiendo en una erótica mezcolanza de amor y odio describiendo cómo la ve ahora: detalla todo lo feo de su cara y expresa un poético repudio: “hueles a sueño y a lágrimas”.

La con–fusión entre ambas es máxima, el realizador lo muestra fundiendo sus personajes y sus rostros. Lo hace en la visita del esposo de Elisabeth en la que la actriz empuja a Alma a suplantarla y besarle. Entiendo que tras esa acción está el deseo o la necesidad de Elisabeth por mostrarse amorosa, algo natural en la enfermera y una artificial interpretación en ella.

Y la con–fusión también en la Alma rabiosa hablando de ese hijo despreciado a su distante madre, la con–fusión que vemos en sus caras desdobladas. Alma rechaza esa frialdad egoísta de la no madre y busca identificar quién es ella realmente: “yo no soy como tú, yo no siento como tú, yo soy Alma y estoy aquí para ayudarte”. Una afirmación que entiendo como un podría llegar a ser como tú pero elijo que no me dejaré llevar allí. Gracias a la rabia Alma ha encontrado su “aquí estoy”, aunque vacilante.

Vacilante porque sigue queriendo agredirla, sigue reaccionando con nerviosismo ante la —aparente, entiendo— imperturbabilidad de Elisabeth que le lleva a agredirse a sí misma. Alma necesitaría a alguien que empatizara como ella hace y en ese amor le ayudara a abrazar y comprender su dolor. De nada sirve ya el beso de Elisabeth a la herida auto–infligida que ella rechaza con una bofetada.

De nuevo en el sanatorio se nos muestra como Alma se abraza a Elisabeth y le pide que repita “nada” y cómo ella lo hace —por fin habla— mientras vemos las imágenes de sus caricias iniciales. Esa es su despedida, nada queda de lo que pudo haber sido una relación muy íntima. Y ese nada puede entenderse también como un afirmar que nada quiere saber ni ser de esa distante frialdad que la diva encarna.

Alma –a pesar de su inestabilidad- cree que podrá encontrar una salida a su dolor, Elisabeth por el contrario parece estar convencida de que ella no. Así queda patente cuando la enfermera lee un texto a esa mujer que le escuchaba y creía próxima: “Toda la ansiedad que llevamos con nosotros, nuestros sueños frustrados, la imposible crueldad, nuestro temor a la extinción, la dolorosa mirada interior a nuestra condición terrenal han erosionado lentamente nuestra esperanza y cualquier otra salvación. El bramido de nuestra fe y la duda contra la oscuridad y el silencio es una de las pruebas más terribles de nuestro abandono y de nuestro aterrorizado e indescriptible conocimiento”. Alma le preguntó entonces si creía que es así, Elisabeth asintió sonriendo y la enfermera afirmó —y reafirma ahora más que nunca— que ella para nada lo entiende así.

La sonrisa de la diva, la misma sonrisa que acompañó a su repentino silencio aquella noche en el teatro, la sonrisa del que interpreta y tiende a eludir ser. Alma se ha desnudado y se ha quitado —ni que sea parcialmente— la máscara de “buena”, la enfermera está en el proceso de ser ella misma. Pero Elisabeth parece más lejos de llegar a serlo porque entiendo que su condición de actriz le ha alejado demasiado de sí misma. Ambas han sido espejo para la otra, ambas se han visto en la otra, ambas se han con–fundido pero da la impresión de que sólo Alma ha aprovechado ese potente encuentro.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: Bibi Andersson y Liv Ullmann en Persona (1966).