«Peso welter»: La tarde en que Arturo Godoy me tumbó de un manotazo

Ocurrió en el verano de 1966. Serían las 14:00 horas y yo regresaba a mi trabajo contable en Saavedra Benard S.A., caminando por la estrecha vereda norte de calle Compañía, de este a oeste, pasando frente a Librería Colón (sí, la de los cuadernos que hoy aterrorizan al senador de la UDI Iván Moreira).

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 24.2.2020

Sí, yo pesaba 63,5 kg en 1959. Tenía dieciocho años y me atraía el boxeo, además del fútbol, claro, que practicábamos a diario en nuestra cancha de futbolito de La Cisterna. Luego de perder por retiro, en una pelea callejera, me propuse aprender a boxear según los cánones del oficio. Pretensión equívoca, similar al empeño de los aprendices de escritores que carecen de talento con las palabras y buscan sustituirlo en talleres literarios o, incluso, en la academia. Pues, para pelear con cierta eficacia en un ring o en la calle o en el bar —además de tener manos rápidas y pararse bien sobre los pies en “ve” corta o en “ele” cerrada y poseer buena cintura, amén de  resistencia física— es preciso tener el estómago firme, pues allí radica, en el plexo solar, el reflejo y la irradiación del coraje —no entendido como rabia, a la mexicana, sino como disposición resuelta a la lucha—, una de las maneras de superar el miedo a la muerte, a que te dañen irremediablemente, transformando la adrenalina en incentivo de acción física. Porque nunca he dispuesto de ese arrojo, aun cuando quienes tuve ocasión de golpear con mis puños nunca regresaron por otra dosis.

Eran los tiempos dorados del estadounidense Sugar Ray Robinson, del cubano Kid Gavilán y de Jake Lamotta. Presencié las peleas de Robinson en los cortometrajes que exhibían en los cines. Para mí, fue el mejor boxeador de todos los tiempos, capaz de vencer a rivales de categorías superiores. Como amateur, logró 85 victorias, 69 de ellas por nocaut. Mantuvo la supremacía planetaria del peso welter, desde 1946 hasta 1951 y ganó el título del peso medio, también en 1951. Al año siguiente se retiró, pero volvió, para recuperar la corona del peso medio, en 1955, convirtiéndose luego en el primer boxeador de la historia en ganar por quinta vez un campeonato del mundo, al volver a obtener el título mediano, en 1958. Fue mi ídolo y mi paradigma.

A fines de 1959, cuando trabajaba en la ferretería de mi padre, adquirí un juego de guantes de box para la categoría welter y habilité una especie de gimnasio y ring en la bodega del negocio, con bolsa de arena y cuerda vertical de cinco metros, para fortalecer los brazos. Nos reuníamos, parientes y amigos del barrio, los miércoles, a las 20:00 horas, practicábamos algunos rudimentos y organizábamos breves combates a cuatro rounds de tres minutos cada uno. Una de aquellas tardes de verano, apareció por el local Alberto Reyes, apodado “Ventarrón”, peso gallo chileno, que fuera campeón latinoamericano de su categoría y que incursionó, con poco éxito, en el Madison Square Garden de Nueva York, en la primera mitad de la década del 50.

Alberto era vecino de la comuna y cliente de la ferretería. Viéndonos accionar, preguntó:

—¿Qué hacen cabritos?

—Estamos boxeando —le contesté.

—¿Boxeando? —dijo, con tono socarrón. Pegando gualetazos están, porque eso nunca ha sido boxeo…

Enseguida, cruzó resuelto la portezuela del mesón, ofreciéndose para enseñarnos, una vez por semana, la técnica básica del deporte cuya fundación se atribuye al marqués de Queensberry, padre del célebre amante de Oscar Wilde. Así comenzamos el aprendizaje, desde la forma de pararse, con las rodillas semi flectadas, la guardia convenida al diestro o al zurdo, la trayectoria que debe imprimirse al golpe, a partir de la flexión del hombro, moviendo el brazo y luego el antebrazo, en ademán coordinado, la mano suelta dentro del guante en la retracción del puño y apretada en el momento del impacto, el movimiento de las piernas, el cuello y la cintura, los giros defensivos y las instancias de ataque, los golpes clásicos: jab, hook, uppercut, swing, recto, crochet…

Y vino entonces el detalle revelador de Alberto Reyes, que no aquilaté en el momento, pero que más tarde entendería:

—Más que con otras partes del cuerpo, el boxeador pelea con la guata (el estómago); si eso no está firme, todo lo demás se derrumba como torre puesta sobre arena movediza—. Era el secreto y la condición para ese tipo de lucha, requisitos que siempre me faltaron. Puedo agredir y hacer daño con las palabras, pero no con los puños, salvo que sea como respuesta a un ataque inminente. Y aun así, me cuesta.

Por aquellos días, un entrenador del Club de Box Uruguay, que funcionaba en la comuna y poseía un gimnasio bien habilitado, me ofreció “hacer guantes” como sparring de un peso welter, cuatro años mayor que yo, quien se preparaba para el Campeonato Nacional de los Barrios, justa amateur que se llevaba a cabo en todo Chile. Acudí, con el pretexto de que iba a estudiar donde un amigo. Trepé al ring, provisto de un protector que olía a humedad y alcanfor. Mi rival avanzó, resuelto, lanzándome tres jabs que logré eludir, hizo un amague con el guante derecho, alcé instintivamente los brazos y al bajarlos, quedé con la guardia al descubierto, recibiendo un certero gancho diestro en la oreja izquierda que me tumbó. Me levanté antes del conteo, me fui encima, enceguecido por la rabia, propinándole media docena de golpes. El campeón en ciernes puso una rodilla en tierra, mareado por completo.

Tres días más tarde, el entrenador me ofreció un cupo en el certamen de los barrios, partiendo con una pelea a tres rounds en el ring del famoso Club México. Inicié los entrenamientos, cuatro días por semana, con miras a mi ansiado debut. Una tarde, cuando golpeaba el saco de arena, escuché una voz inconfundible que pronunciaba mi nombre. Era mi padre. Me cogió por el cuello, con su enorme mano como tenaza inmovilizadora y me sacó del gimnasio. La reprimenda en casa fue memorable. No hubo conteo ni campana ni toalla para lanzar al piso… Perdí por nocaut técnico antes de subir al cuadrilátero como flamante amateur.

Con Poli Délano conversamos muchas veces de boxeo. Él recordaba sus días juveniles en las calles de Nueva York, donde se forjaron tantos campeones, entre afroamericanos e irlandeses o descendientes de italianos, como el peso pesado que destronó a Joe Louis y terminó invicto su carrera profesional, Rocky Marciano… Poli era welter en su época neoyorquina, pero los escritores suelen engordar en la madurez y cambian de categoría, aunque no peleen con los puños. (No conozco ningún escriba que se ubique en el peso mosca; ni siquiera en tiempos de la dictadura).

El admirado Ernest Hemingway boxeaba en París, en la década de 1920, como peso completo amateur. Cobraba diez francos por un round de cinco minutos, apostando a derribar al rival. Dicen que su gancho derecho equivalía a la coz de una mula. En su delicioso libro testimonial, París era una fiesta, especie de diario parisino, cuenta cómo entrenaba a Ezra Pound, a solicitud de éste, aunque con escasa fortuna, porque el controvertido poeta era tan hábil con la pluma como torpe en el ring.

Así lo recuerda Hem:

“Ezra quiso que yo le enseñara a boxear, y un día que le daba una lección en su estudio, a última hora de la tarde, conocí allí a Wyndham Lewis. Ezra boxeaba desde hacía muy poco tiempo, y me avergonzaba que se mostrara torpe ante un amigo suyo, y procuré que diera la mejor impresión posible. Pero no podía darla muy buena, porque la práctica de la esgrima le había perjudicado, y yo estaba todavía intentando lograr que concentrara su boxeo en la mano izquierda y que evitara retroceder demasiado el pie izquierdo, y que cuando adelantara el pie derecho, lo hiciera paralelamente al izquierdo. O sea que estábamos todavía en lo básico. No lograba enseñarle nunca cómo se lanza un gancho de izquierda, y en cuanto a instruirlo en el hábito de retirar su derecha, eso lo reservaba yo para el futuro…”.

Parece común, entre poetas, distraerse en aficiones para las cuales no se posee mayor talento. (Recuerdo que mi querida Stella Díaz Varín ostentaba un recto de derecha letal, aunque nunca mostrara inclinación por el boxeo como deporte).

Debo contar aquí que fui “noqueado” por el notable peso pesado chileno Arturo Godoy (1912-1986, quien peleó en dos oportunidades con Joe Louis (1914-1981), el extraordinario pugilista nacido en Detroit y campeón mundial por entonces; el primer enfrentamiento fue el 9 de febrero de 1940, hace ochenta años. Godoy perdió la pelea por puntos, en fallo dividido, pero consiguió una pronta revancha, en la que el chileno recibió el nocaut en el octavo round.

Preguntarás, estimado (a) lector (a), cómo fue aquello de mi propia derrota a manos del formidable iquiqueño, hijo de la “tierra de campeones”.

Ocurrió en el verano de 1966. Serían las dos de la tarde y yo regresaba a mi trabajo contable en Saavedra Benard S.A., caminando por la estrecha vereda norte de calle Compañía, de este a oeste, pasando frente a Librería Colón (sí, la de los cuadernos que hoy aterrorizan al zafio rastacueros Iván Moreira). Pues bien, advertí que en sentido contrario caminaba un enorme sujeto, vestido con chaqueta blanca, abierta… Venía zigzagueando, mientras los peatones se hacían a un lado para dejarlo pasar. Sí, era el gran Arturo Godoy. Reaccioné tarde o no lo hice:

—Hazte a un lado, conchetumadre, me espetó, propinándome un terrible manotazo en el hombre izquierdo, que me lanzó en medio de la calle. Afortunadamente, no transitaba por la rúa, en ese instante ningún vehículo, porque, de lo contrario, en vez de “nocaut técnico” hubiese sido “homicidio simple”. Venía el tremendo Arturo en estado de absoluta intemperancia, asunto que un escritor no podría reprochar, por aquello de “no predicar la moral con el pecado a cuestas”. Después de todo, no son muchos los que se enfrentaron a Godoy y pudieron contar el cuento…

Gonzalo Contreras Loyola es también aficionado al pugilismo. De su experiencia en el gimnasio rescató un texto notable, que editó como novela, el año 2016, de un malogrado deportista que perdió con esa pugilista de guadaña que llamamos Parca, a la que nadie ha podido vencer… A Gonzalo le corresponde la categoría “crucero”, o “pesado junior” (más de 81 kilos y menos de 91). En este mismo rango estaría José María Memet, quien acaba de dar a conocer un certero poema sobre Muhamed Alí (Casius Clay), que arrancó entusiastas aplausos en la presentación de su más reciente poemario.

Para Memet y algunos otros, Alí el Grande sería el mejor pugilista de todos los tiempos. Yo le porfío que es Robinson, pero cuando la discusión se enciende, opto por callar, considerando que José María me aventaja por más de diez kilogramos, pues yo sigo siendo, en cuerpo y espíritu, un entusiasta peso welter.

 

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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994.

Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el gestor y fundador del Centro de Estudios Gallegos en el Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios superiores donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: La pelea por el título mundial de los pesados entre Arturo Godoy (a la izquierda) frente al estadounidense Joe Louis el 9 de febrero de 1940, en el Madison Square Garden de Nueva York.