«Piedad», de Kim Ki-duk: Madre hay una sola

Uno de los mayores largometrajes (que data de 2012) del famoso realizador surcoreano -vencedor en los certámenes de Occidente más importantes de la industria cinematográfica- es analizado en sus vertientes dramática y simbólica, a través de una perspectiva que no descarta los parámetros morales a fin de concluir la articulación de una compleja trama y de sus velados significados estéticos.

Por Carlos Pavez

Publicado el 9.6.2019

La primera escena, podría decirse, es una anticipación de lo que va a interponerse entre el espectador y lo fílmico. El gancho, el suicidio, el paralítico, la silla de ruedas, todo forma parte de un misterio que, gracias al desajuste moral de los acontecimientos, se olvida, hasta que es recordado en un tono de imprevisto. El desconcierto por el accionar de los personajes es, de alguna manera, lo que engancha –o indigna– al auditorio. El director surcoreano logra mantener el suspenso de una historia que, lamentablemente, no logra mantenerse por sus propios cimientos. El ataque constante a la sensibilidad se torna monótono y, algunas situaciones, por lo menos, forzadas. «Pieta allows that expiation of one’s sins is within the realm of the possible»[1], escribe Baumgarten, quien comprende, al parecer, que el largo camino de sangre dejado por el protagonista es, en realidad, un símbolo de perdón por lo cometido.

Los personajes principales están construidos para representar dos posiciones extremas: la transgresión absoluta y el perdón altivo. Lee Jung-jin interpreta a un cobrador empleado por un prestamista; y Jo Min-su a su madre, quien vuelve a buscarlo tras el abandono. Treinta años han pasado desde aquél acontecimiento. Kang-do se ha convertido en un hombre sin afectaciones morales, sexuales o emocionales posibles. Esto lo demuestra a través de la violencia, pero, sobretodo, con la indiferencia que expresa en el un ánimo distendido. Son clave las situaciones que presentan los deudores, las cuales, a pesar de inspirar piedad al espectador, parecen no afectar al protagonista en absoluto. Podemos desentrañar, entonces, el cambio más significativo del filme: la sensibilización de Kang-do, producto del amor –materno–.

La figura de la madre, que no termina por comprenderse del todo, aparece de súbito. Ella representa el perdón altivo; es decir, el que, con una mezcolanza de culpa, arrepentimiento y sinceridad, termina erigiéndose sobre todas las sensaciones de el/la ser humano. Es un perdón que no considera códigos sociales, morales ni éticos. Qué mejor manera de representarlo, y de involucrar al espectador al mismo tiempo, que un amor hegemónico de nuestros días: el familiar o, para ser específico, el materno. Dicha emoción será el causante de la evolución o, mejor dicho, la sensibilización de Kang-do al final. Es interesante que, a pesar de la relevancia del hecho mencionado, la mujer quede como anónima. El hijo le cree, eso es verdad, pero lo hace tras someterla a pruebas que configuran, a modo de opinión, el clímax de incomodidad sensible y moral de la película.

La transformación del personaje principal está sujeta a una ingenuidad implícita en el ámbito narrativo. Es decir, puede sonar poco convincente que, después de treinta años, un protagonista tan despiadado, por el mero hecho de encontrar el amor familiar, quiera salirse de todo. O sea, si creemos que las normas sociales inherentes –y construidas– del individuo están sujetas al cambio temporal, y no repentino. Pero también es posible que haya sido representado de esa forma para enfatizar el inicio del cambio. En fin, Kang-do realiza un último trabajo y demuestra que el amor materno lo motiva a alejarse de sus métodos crueles. Lo que conlleva a una respuesta notable o, por lo menos, un anticipo. Un deudor se obsesiona con sacrificar su propio cuerpo, y termina implorando, a cambio de dinero, que el cobrador prosiga con sus amenazas; y la amenaza, en efecto, sucede.

Cerca del final, la madre se da cuenta de un acontecimiento, o mejor, de una coincidencia que marcará radicalmente el desenredo narrativo. La maldad de su hijo, es decir, la maldad provocada por el abandono, llega a su terreno sensible. Prosigue a esto una una inversión de los roles representados: el perdón altivo, ahora, está en el hijo; la transgresión absoluta, o no tan absoluta, en la madre. Jo Min-su llevará a cabo un plan para devolverle todo el daño que ha hecho. Las víctimas, o los personajes secundarios, no dejan el segundo plano para consumar su venganza –a pesar de sus intentos–. El desenlace es notable. La contradicción expresada por la madre obtiene un doble momento de arrepentimiento. De él, porque se compunge de las atrocidades que ha realizado; y de ella, que, al final, encuentra un desenlace que los afectados, o la secundariedad, no iba a evitar de todos modos.

 

Moral, ataques y desazón

A través de diferentes transgresiones morales, el director nos presenta una situación que incomoda o, por lo menos, evita dejar indiferente al auditorio. Mediante ella nos introduce en un ambiente de distintas facciones: transgresión, perdón y víctimas. Ninguno de los tres prevalece. El primero, como se dijo, termina transformándose en el segundo. El segundo, por lo menos por un rato, en el primero. El tercero –y más interesante–, es el único que se mantiene dentro de los códigos; y pese a intentarlo, no logran consolidar sus propias transgresiones. Son víctimas del sistema y de él/la humano, pero no pueden responderles. Ya sea por el infractor o por lo cotidiano, la masa siempre queda desazonada.

 

Expiación inhumana, pero posible

El final nos lleva a la interpretación libre. El largo camino que deja la sangre de Kang-do en la carretera es el proceso, lento y doloroso, que conlleva la expiación, el perdón o el equilibrio en la naturaleza. Pero se hace en forma viviente. El dolor y los sentimientos que provocan las transgresiones tienen efectos inevitables. La/el ser humano tiene el poder o, mejor dicho, la posibilidad de redimirse hasta sus últimos momentos. La señora, otra poseedora del amor materno, no alcanza a acometer contra su objetivo. Los afectados, las víctimas, los otros, no alcanzaron a consumar la venganza. La condición humana no posee la capacidad de compensación; el equilibrio, aunque posible, no está en las manos de los heridos. La expiación es posible, pero, al parecer, es inhumana.

 

Citas:

[1] En Pieta – Movie Review – The Austin Chronicles.

 

Carlos Pavez (1997) es, en la actualidad, un estudiante de licenciatura en literatura hispánica en la Universidad de Chile. Sus intereses están relacionados con ella, utilizándola como una herramienta de constante destrucción y reconstrucción; por la reflexión que, el arte en general, provoca en los individuos.

 

El actor Jung-Jin Lee en una escena de «Piedad» (2012), de Kim Ki-duk

 

 

 

 

Carlos Pavez

 

 

Tráiler:

 

 

 

Imagen destacada: Los actores Jung-Jin Lee and Min-soo Jo en Piedad (2012), del realizador surcoreano Kim Ki-duk.