«Poema del cosmos», de Juan Pablo Riveros: El misterio de la poesía

El autor nos presenta, inicialmente, un itinerario apoteósico, si cabe el término. Un transito primigenio, una elucubración histórico-mítica sobre la creación del mundo que habitamos a través de un desciframiento de las diferentes culturas terrenales y que han estructurado de diverso modo la creación del hombre, las concepciones de Dios y el Universo, en implicancias cósmicas hasta ahora inéditas en la poética nacional.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 14.9.2019

“Si todo está inextricablemente unido/ por ilaciones sutiles. /Si no cae una hoja sin/ que se perturbe el ánimo del tirano. / Si cortar una flor en Andrómeda/ Entristece a alguien aquí en la tierra. / Si todo está ligado/ ¿por qué entonces me extravío?/ ¿por qué la golondrina/ no retornó a su hogar/ en el instante preciso?/».
Juan Pablo Riveros

¿De qué milagros o transformaciones nos habla este libro? ¿Sólo de las esencialmente divinas, o también de las metamorfosis humanas, distantes y próximas a un destino siempre incierto? ¿Qué nos propone este poema único y trascendente? ¿Sólo las preguntas arrojadas con certera lucidez a un infinito aterrador o es también una propuesta cercana? ¿Es parte de una advertencia para retomar el camino de los dioses y no seguir anclados a una miseria corrupta que nos invade desde una modernidad frívola y aún más desventurada?

Juan Pablo Riveros (1945) nos presenta, inicialmente, un itinerario apoteósico, si cabe el término. Un transito primigenio, una elucubración histórico-mítica sobre la creación del mundo que habitamos a través de un desciframiento de las diferentes culturas terrenales y que han estructurado de diverso modo la creación del hombre, las concepciones de Dios y el Universo. Un salto cualitativo hacia los mitos de los diferentes continentes. Pero, ello constituye apenas el iceberg, la parte visible de una composición épico-cósmica que trasciende las cosmogonías aprendidas (y olvidadas) por el ser humano actual.

Este texto portentoso trabaja después –o al mismo tiempo, aún cuando ésta palabra puede resultar peligrosa dicha al pasar-  los eternos dilemas del hombre y su implícita divinidad desde una perspectiva poco común: lo sitúa en el centro de una periferia espacial, lo apaña desde el borde una pequeña galaxia –nuestra vía láctea- que apenas sí constituye una mota de polvo en la vastedad del universo. Desde este microcosmos e instalado en un planeta disminuido y donde la vida física es innegable, el poeta distribuye su propuesta entre las sempiternas interrogantes del hombre, los dilemas permanentes de la ciencia, la espiritualidad y el misterio de la poesía, hasta las órbitas inconmensurables de la vida cósmica, allá, al extremo de lo incognoscible, desde que “la gran explosión” surgiera de una nada aparente y expandiera sus nebulosas, a la velocidad de la luz, por un espacio sin tiempo ni medida.

Ciertamente: coloca en parte importante del discurso los aportes señeros de los grandes hombres (Holderlin, el precursor personal; Kepler y la geometría divina; Mozart y su sinfonía sideral; etcétera) que vislumbraron que la existencia y sus enigmas no obedece nunca a los simples derroteros de los poderes fácticos, políticos, religiosos o  militares, que desde siempre asolan la vida planetaria de superficie. De ahí que si la tierra gira alrededor del sol, como lo aseguraba Galileo: “…debe ser tenida como una idea necia, absurda, filosófica y herética, porque contradice las sagradas escrituras.”  (La prohibición, pág. 118).  O bien, el proceso de Newton desde su nacimiento hasta su muerte: “Su ansia de saber/ una forma desesperada de defensa/ contra el oscurantismo/ cuya presión sentía en derredor.” Para decretar a través de sus propias palabras…: «Me he comportado como un niño/ que juega al borde del mar…mientras que el gran océano de la verdad/ se expandía ante mí/ completamente desconocido”. Y la doble sentencia del autor: “Peligroso jugar a la orilla del mar.”(pág. 158)

Quizás, si desde una óptica abreviada al máximo, esta idea o apreciación clarividente, esgrimida con cierta pesadumbre por Newton, refleje uno de los significados vitales de este poema único. El peregrinaje humano mimetizado en un océano eterno de luces y de sombras. Pero, al contrario de lo que pudiera pensarse, más allá de las innegables atrocidades del hombre y sus recorridos históricos; más allá incluso, de la bomba de Hiroshima que desvirtúa o destruye luego las ansias de saber de Einstein y su fórmula mágica (“…la ecuación /es un hermoso trozo de matemáticas/ con una de las visiones más profundas/ del funcionamiento del Universo.” – pág. 338); más allá de  la euforia de Truman al saber la noticia que superaba todas las previsiones militares; en fin, más allá de las presencias de Hitler o de Stalin, de las instituciones formales u ocultas que gobiernan los sentidos y los moldean de acuerdo a sus exigencias mundanas, perecederas o finitas; más allá de la propia humanidad, este libro nos ilusiona con la trascendencia, pero una trascendencia que excede los exiguos límites de nuestra perspicacia, y que, ¡ oh maravilla de las paradojas! nos sitúa en el centro mismo de un desamparo que se intuye potente, decidor, que supera la simple idea de la resignación circunstancial o el peso innegable de la muerte. (O, probablemente, de que el tiempo no es otra cosa que materia corruptible contenida en el espacio).

Pero claro, un texto tan vasto, de tantas manifestaciones verbales, lingüísticas, de variadas incursiones matemáticas y físicas, no puede resumirse en pocas palabras. Las aproximaciones a la vida natural que recrean las percepciones inmediatas y las trasladan al ámbito de las especulaciones sobre el misterio primero y último de existir, nos colocan, a menudo, en una encrucijada: por un lado, las afirmaciones que hasta hoy surgen de la ciencia y que procuran descifrar lo indescifrable; y por otro, el indudable intento de “sentir” las vibraciones energéticas que este poema trasluce entrelineas, y que, al fin de cuentas, no es otra cosa que el milagro de sabernos vivos y conscientes de que el misterio de la poesía es el único –o al menos, el más cercano- al propio espíritu de las cosas, los seres, el hombre y el universo.

Sin embargo, y aún cuando pudiera parecer un contrasentido, no estamos únicamente en presencia de una obra monumental que introduce per se las eternas interrogantes del individuo. Por cierto. Ellas constituyen uno de los leit motiv de su basamento. Pero, es a partir de los implícitos cuestionamientos, certezas y dudas permanentes, que el poeta descorre con inusitada seriedad un velo –por supuesto, es otro intento, al que el lector coadyuva- de implicancias cósmicas hasta ahora inéditos en la poética nacional. Y esta afirmación, que nada tiene de desmesurada, alcanza ribetes homéricos modernos; la obra procura fusionar ciencia y espiritualidad e incursiona en el verbo con la intencionalidad de que el mensaje y el mensajero sean igualmente importantes, y que cuando la poesía abre las puertas de lo insondable lo hace con la cautela de quien sabe –a ciencia cierta-  que el misterio perdurará, aunque las visitas estelares emerjan de la naturaleza misma de las flores o las plantas, de un río o una mantis religiosa, hasta un amenazante e ignorado agujero negro o uno de gusano, o el nacimiento y muerte de miles de estrellas y galaxias; o, por último, hasta la percepción intuitiva de múltiples dimensiones o universos paralelos.

Y entonces sí que resulta válida y premonitoria una de las frases finales de este libro cautivante y perturbador: “No puedo resignarme/ ni puedo admitir/ que desde el primer fulgor/ todo haya ocurrido/ sólo para dar paso al hombre».

 

Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante poeta, cuentista y novelista chileno de la generación de los ’80 nacido en la zona austral de Magallanes. De profesión abogado, se desempeña también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén. Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«Poema del cosmos», de Juan Pablo Riveros (Editorial Cosmigonon, 2011)

 

 

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Crédito de la imagen destacada: Editorial Cosmigonon.