Poemario «Bitácora», de Gladys González: La ciudad es una fiebre negra

El último título publicado por la autora chilena, galardonada con el Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2019, consigue conmover —en sus breves páginas— desde una impersonalidad susurrante, al desplegar aquella cualidad de dominar la pluma en un terreno reducido, y con una voz «distanciada» que se enuncia a través de un manejo soberbio.

Por Víctor Campos

Publicado el 22.2.2020

Despojamiento y regresión. Ambas acciones ejercidas sobre el lenguaje para dar con la escritura de la poesía, nos manifiesta Octavio Paz en El arco y la lira. Primero se le arrebata a la lengua sus comunes características para devenirla en materia otra, logrando así cerrar el ciclo de la acción con un retorno a la palabra: a su tiempo y vida originarios. Quizás parezca extraño que incida esta idea a la luz de un libro marcado por la presencia de una realidad cotidiana, abrumadora y, digámoslo, existente. Sin embargo, mantener la palabra empeñada en aquel ejercicio que hoy pareciera tan en boga, se resuelve en Gladys González con sumo virtuosismo. El poemario toma con creces distancia de la gratuita algarabía, permitiendo desarrollar una escritura que asume su complejidad en la austeridad de sus recursos: su virtud se define por ausencias.

Asomarse a Bitácora (2018), última entrega de la reciente Premio Pablo Neruda de Poesía Joven 2019, es asomarse a una escritura tejida desde una sustancia movible y por consiguiente mudable: hablamos de la realidad y de su aún posibilidad de transcender en grafía, de devenir en letra. Esa empresa, que no promueve sino problemas de mímesis y recursos (entre otras pugnas), aquí yace aprehendida en un lenguaje que sin depender de modismos o de contextos que con frecuencia amordazan a las palabras, concretiza todo el tiempo escenas que evocan inexorablemente la urbana vivencia diaria. Un bar, un cabaret, pasillos de cités, la casa paterna, un bus, una fuente de sodas, alcantarillados: todos escenarios dibujados para recrear la crudeza de un mundo refugiado en vicios, ambiciones, imposibilidades e imposiciones; la misión de encontrar belleza en el horror cotidiano de la carencia. Y nuevamente la huella se nos repite: la virtud de Bitácora es definida no por el exceso, sino por la tiza que dibuja vidas despojadas de sí mismas.

La palabra condensa, el adjetivo da vida a las imágenes que se van superponiendo y recreando con una exactitud que asombra, cuadros bautizados por la precariedad pero también —y de modo en apariencia contrapuesto— por la belleza de la palabra:

hace una hora

has apagado la luz

de la habitación

del último hotel abierto

 

una pequeña

casa de adobe

dividida con tabiques

un colchón de lana

cubierto con plástico

 

rezan las primeras líneas del poema “Todavía”. Comprendemos aquí una maqueta que irradia su confección reducida producto de versos breves empleados —algunos edificados con una sola partícula, sin embargo es construcción anegada de humanidad. Los cuadros se bosquejan en sotto voce: cada individuo ejerciendo su pequeña épica y he aquí el escenario de sus apariciones susurradas. La reducción de la vida a un pequeño relato que tiende al enmudecimiento coge forma.

Sorprende, aún más, que las imágenes arrojadas con una confección pulida, emanen de una voz tercera que, constantemente, adopta el rostro de la impersonalidad. Aquella distancia, acaso fría, acaso conmovedora, desarrolla minuciosa su conflicto, cediendo siempre el espacio a la construcción externa, a la aparición de lo ajeno. Ese sacrificio constante, patente en las palabras de Bitácora, gesta una lejanía de la hablante yoica de Gran Avenida (2004) y Hospicio (2011). De allí, el significado del titulo: “libro en que se apunta el rumbo, velocidad, maniobras y demás accidentes de la navegación”:

el papel mural

rosa

y floreado

como una escara

seca

rota

abierta

 

el recuerdo

de una cama de metal

en un galpón

donde la corriente inflama

y quema los poros

vapor de sudor

gritos

música

a todo volumen

canciones del verano del 73,

 

van tejiendo los versos del poema “Padre”. Asistimos al devenir de la voz en una operación de cámara fotográfica. A tal grado de construcción funciona el hablante casi anulado por la devoración indómita de lo externo. Sobre aquello, bastaría revisar la obra de poetas como Gonzalo Millán, para comprender una cercanía. Observación que no supone ningún asombro, Bitácora ahora se vincularía con el poemario La ciudad, ambos en el ejercicio de esbozar desde un efecto que denominaríamos fotográfico la debacle en las ciudades contemporáneas.

Así, el trabajo de Gladys González se sitúa en una estela inglesa, iniciada por Pound y Eliot, y que se propagó en la escritura de un George Oppen, de un Charles Reznikoff, o de un Louis Zukofsky.

La puesta en boga del estilo objetivista en la actualidad, incluso al grado de renombrar —en algunos casos— su nueva articulación como neobjetivismo, nos permite vislumbrar los siguientes bordes: el interés por la despersonalización —producto quizá sintomático de nuestra era, y el posible desafío de desaprehender la etiqueta que, en su rúbrica, ordena la aparición de la palabra absolutamente desnuda. Evidente es que esto no lo justifica todo y Gladys González, sin la necesidad de definirse como una poeta de la aludida casta, autoriza a su lapicero para impregnarse de los ya aludidos referentes y de cierto objetivismo. Es en vista de su trabajo que podemos constatar la vitalidad de un modo de escritura que al nacer en la impersonalidad, tiene el desafío casi obligatorio de adoptar sus propias tonalidades que la identifiquen; anulando la mera gratuidad del palimpsesto u ejercicio, de la vana copia de un estilo.

La carencia recursiva interpela: el panorama ilustrado, asimismo, es desolador y estéril. Como si para compartir la experiencia nihilista del sujeto contemporáneo ya no hiciera falta algún tipo de analogía, metáfora, canción o, más bien, estuvieran estas irremediablemente prohibidas por su desgaste.

Entonces, la imagen es sustancia. “La imagen es cifra de condición humana” (Octavio Paz), y aquí su limpia concreción habita espacios que fueron entregados solo a la metáfora y a sus hermanas. La tensión que nace de la agresión al lenguaje para dar con la palabra de condición poética aquí se presenta en su práctica nulidad: como si ya no fuese necesaria la violencia, la realidad solo traspasa la célula del papel y, poseyendo a la tinta, se evoca a sí misma:

guardias con traje negro

y micrófonos

 

un piso iluminado

en blanco frío

 

una chica bailando

en un caño

semidesnuda

 

un enano guía a otra

hacia el baño

para cambiar de vestuario,

 

son versos elocuentes al caso, tomados del poema “Cabaret”. Habría, al parecer, una simbólica rendición en pos de lo externo en Gladys González, por sobre una intención de crear un mundo “autosuficiente” y extraño de lenguaje agredido.

La evocación se ejecuta por el sustantivo y no mediante el verbo. El elemento per se nominado, nos invita a una recreación por su mera existencia como palabra; es decir, sin la necesidad de acontecer ante una acción determinada:

servilletas troqueladas

con la palabra bienvenidos

en una caja abollada

de lata roja

una máquina registradora

sin aceitar

las sandalias

de la mesera haitiana

en invierno,

 

dictan los primeros versos del poema “Fuente de soda Chile”. Enfrentados a imágenes a veces adjetivadas, a veces junto a preposiciones, es la exhibición de una fatalidad, de una muerte consagrada a una rutina más cierta que pedestre.

Lo que Bitácora nos pueda decir o no, queda en las plenas manos de los lectores. La autora nos arroja —de modo agudo cual aguja en el ritual de sacar sangre— imágenes que, pese a su ilusoria sencillez, conforman una evocación según la experiencia con que carguemos. El recuerdo entonces será una pieza que estimulará la lectura de este poemario que, en sus breves páginas, consigue conmover desde una impersonalidad susurrante. Aquella cualidad de dominar la pluma en un terreno reducido y con una voz distanciada, se despliega con un manejo soberbio.

 

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Víctor Campos (Iquique, 1999) es estudiante de tercer año en la carrera de pedagogía en castellano y comunicación con mención en literatura hispanoamericana de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso (PUCV). Y fue partícipe en el Taller de Poesía de «La Sebastiana», a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz realizado el año 2018. Actualmente cursa el Diplomado de Poesía Universal de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto «Poéticas postdictatoriales. Memoria y neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina», dirigido por el doctor Claudio Guerrero.

 

«Bitácora» (La Calabaza del Diablo, 2018)

 

 

Gladys González

 

 

Víctor Campos

 

 

Crédito de la imagen destacada: Libros La Calabaza del Diablo.