“Reclamar el derecho a decirlo todo”, de Julieta Marchant: Pensar en borrarse detrás de las palabras

El volumen de la autora nacional pareciera decirnos que el poeta actualmente solo puede referirse a las sensibilidades mediante la reflexión de estas, y donde quebrantada la relación filial con el alrededor, ya no puede recuperar su condición de sujeto sensible, y por consiguiente, tampoco puede construir un poema como acontecer de lo inefable. Así, esta obra es justamente un reclamo y un llamado a recuperar aquel estado humano perdido que permitiría al hablante lírico poder decirlo todo.

Por Víctor Campos

Publicado el 3.7.2019

Publicado bajo la editorial Libros del Pez Espiral el año 2017, Reclamar el derecho a decirlo todo constituye el tercer poemario de la poeta santiaguina Julieta Marchant (1985). El libro que en total no excede las cuarenta páginas, y el poema que propiamente conforma solo quince páginas (puesto que las planas izquierdas se hallan vacías y el texto no se encuentra escindido por títulos o pausas), nos entrega una escritura que se mueve concienzudamente entre la estructura versificada y la estructura prosaica. Construyendo momentos de peculiar confesión, otros asimilados a una descripción de tintes objetivistas, e incluso otros de un fuerte cariz meditativo ante el fenómeno del lenguaje, el libro se desenvuelve en un zig-zag de tonos y formas de manera tal que nos ofrece un trabajo de constante progresión y oscilación.

Algo a tener en cuenta antes de comenzar la lectura de Reclamar el derecho a decirlo todo guarda relación con comprender que la poética presente en el poemario guarda un vínculo sumamente estrecho con las ideas, con el acto reflexivo. Si bien existe una apuesta estética, lo que primará a lo largo de la lectura son las ideas que rigen y se hallan presentes en el texto. En suma, nos enfrentamos a una poética de las ideas más que a una poética de las palabras en tanto concentración estética. La apuesta tiene sus nexos con la reflexión en torno al lenguaje, al acto enunciativo de la hablante, a la poesía y a diversos elementos que aparecen pensados. Por ello, la lectura aquí propuesta tendrá como motivo mencionar algunas de las ideas trazadas en el presente poemario.

Una idea sustancial, y que ya aparece expresada en el título, es la de comprender -de partida- que el derecho de decirlo todo se halla perdido; pérdida que por supuesto justificaría su reclamo contingente. Fundamental es aquí recordar al poema como habitualmente suele presentársenos: como una pieza que gracias a su característica condensación tiene como consecuencia el despliegue de diversas imágenes, reflexiones y/o visiones internas del poeta o del mundo, destinadas a construirse en la cabeza del lector. Así, un poema de Jorge Teillier –por ejemplo- nos dice mucho más que la mera cantidad de palabras que lo conforman: la palabra en el poema no lo cierra a este, sino más bien lo abre.

El conflicto sucede y es contingente en una época donde pareciera que ya todo se ha dicho, habiendo vislumbrado incluso poéticas del escepticismo o de un grotesco prosaísmo: la capacidad del poema como una pieza condensada en donde reside –al fin y al cabo- todo lo decible, hoy se encuentra en aprietos evidentes. Entonces, reclamar aquel derecho de decirlo todo constituye una tentativa necesaria para reabordar la escritura y al poema como un espacio en donde diciendo algo se puede decir todo.

Ingresando en el texto, nos encontramos con la siguiente idea también sustancial: reclamar aquel derecho de volver a decirlo todo supone una fijación y una preocupación necesaria por la materia inefable que es causa y consecuencia de todo poema. El epígrafe de Anne Carson al inicio del poema es esclarecedor y ya nos advierte sobre esta necesidad: “Quienes lo oyeron [a Hölderlin tocar el piano] decían que no podían distinguir, aunque escuchaban, qué lengua era”. Estas líneas son explícitas respecto de aquella dimensión inefable de todo poema y que constituye un elemento imprescindible para su creación estética.

El epígrafe proviene de un ensayo de la poeta canadiense que curiosamente se titula Variaciones sobre el derecho a guardar silencio. La figura jurídica del acto enunciativo (derecho a decirlo todo en Marchant, derecho a guardar silencio en Carson) nos refiere a su estado agónico, a una pasada enunciación perdida y que solo se la puede mirar con una nostalgia mediada por un signo de época: en este caso, la burocracia de las leyes.

Entonces, la lectura del poema comienza con aquellas dos ideas develadas que son nada más que pistas para alumbrar el camino de la lectura: por un lado, la condición actual que supone el no poder decirlo todo en el acto enunciativo de la hablante, su pérdida de poder conjurar versos que en potencia digan más que sí mismos; mientras que por otro lado –y como consecuencia de dicha pérdida- lo inefable del lenguaje poético que posibilitaría decirlo todo hoy se halla distante de ejercerse.

Respecto de lo último, el exordio del poema es explícito, aquí lo cito completo: “Alguien dice: ‘¿cómo hacer memoria con aquello que no se recuerda?, ¿cómo oír eso que se presenta como imposible de ser escuchado?’, y yo anoto como si fueran poemas esperando ser escritos”. La mención de aquella materia inefable manifiesta en las preguntas que “alguien dice”, nos sitúa afuera, nos sitúa desde la duda y no en la certeza de que aquella materia ha construido la escritura del poemario. Además, estas líneas que son presentadoras del resto del poema, nos advierten que la posibilidad de reclamar el derecho a decirlo todo se ve reducida a la mera capacidad de articular una escritura dentro de otra. Dentro del libro yace otro libro, y desde allí recién existe la posibilidad de tejer el reclamo.

Avanzando con Reclamar el derecho a decirlo todo, su escritura –como ya se dijo- es, en primer término, oscilante. El poema se presenta como un solo gran poema, sin pausas ni títulos que escindan al texto. El poema se halla arrojado a lo largo del libro, mas tan solo en el espacio de las páginas derechas: en las izquierdas yace el silencio (la página en blanco) quizá como el reflejo mismo y último de toda escritura, o como si en ella se tejiera lo no decible o imposible de decir perdidos: en el silencio. Aquel espacio vacío reconoce a una tradición del silencio que siempre permanece oculto en el rincón de todo poema, en su reverso.

El bordado del texto toma a veces la forma del verso, y en otros momentos adopta la forma de la prosa. Así también, la hablante adopta eventualmente un tono de cariz objetivista, en otros pasajes adopta un tono metarreflexivo, y en otros un tono confesional. Ahora bien, ninguno de estos talantes son estacionarios o separados unos de otros, puesto que suelen confluir. Ejemplo es el último tono aludido: el grado de lo confesional se halla desplazado, al punto de no poder ser clasificado o limitado a dicha categoría. La nula mención de lugares o nombres en concreto lo permitiría: “Mi abuelo, el zapatero, tenía una pierna menos. En el armario guardaba los zapatos izquierdos”.

Un texto no ensamblado sino más bien presentado en sus partes que adoptan formatos distintos se nos muestra y nos constata la pérdida de los elementos que anteriormente y en otra época conjuraron al poema. El vaivén de la forma asume y exhibe dicha pérdida, pero no siendo lo suficientemente escéptico hace aparecer cada tanto versos de evidente evocación, aunque naturalmente mediada por la reflexión sobre la poesía y los elementos que circundan el lenguaje: “Tu palabra favorita –algarabía-/ suena tan diferente de lo que significa”.

Y es que la reflexión en torno al lenguaje es uno de los ejes fundamentales de Reclamar el derecho a decirlo todo. Sin ir más lejos, el momento que da fuga a la enunciación del poema es la desaparición de una lengua. Cito los primeros cuatro versos al caso: “Una niña teje un canasto/ abraza su nombre al borde de un río/ imita con los dedos la lengua materna./ Desaparece una lengua”. Este último verso aparecerá con frecuencia a lo largo del poema, como recuerdo de la fragilidad y vulnerabilidad del acto enunciador mismo. En este sentido, la hablante no demuestra ingenuidad y comprende a la lengua en toda su natural condición: la lengua está hecha de vaivenes. Por un lado está ahí, siempre para ser utilizada, pero por otro supone grandes vulnerabilidades y complejidades. La hablante entiende e interioriza su estado frágil y se aferra a sus palabras: “Mi oído retiene las palabras que escoge para nombrar cada cosa, me aferro a ellas, aletean en mi cabeza como abejas o mariposas”. Los primeros versos del poema ya citados también posibilitan el asimilar como lectores una cercanía aún presente entre la hablante y la lengua entendida en su calidad de fenómeno: “Una niña teje un canasto/ abraza su nombre al borde de un río”.

A medida que la lectura avanza, asistimos a un desenvolvimiento de una reflexión y consciencia respecto del lenguaje sumamente particular. Es el caso cuando la hablante sentencia: “El sonido del habla permea lo vivo”. No refiere al habla en sí, sino a su sonido, a su testimonio. En otro momento también nos dice: “La voz de aquella que ya no está/ aunque su modo de nombrar/ no desaparece”. La hablante muestra lucidez frente al fenómeno de la lengua; lo mide, lo pesa, trabaja con él, y en aquella pasada guarda un asombro primigenio en el sentido de ser una hablante que al deslumbrarse primeramente por la materialidad de la lengua da cuenta de un sometimiento inmediato a esta: “Leer y rendirse al llamado de las palabras”, nos manifiesta. La lengua se presenta en su calidad de sucesiones de sonidos primitivos, antes de derivar a profundas significaciones. Así, la ingenuidad del asombro y la extrema lucidez en el manejo y consciencia de la lengua son dos características hermanas en la voz enunciadora.

Otra reflexión que permite la progresiva escritura oscilante de Reclamar el derecho a decirlo todo es la aparición del fantasma del escepticismo: genera movimientos del lápiz hacia la prosa, lo que permite “decir más”, o más bien, decir de manera más explícita: “Digo ‘mi lengua’ aunque ninguna lengua soporte esa confianza”. Una resolución que aparece a la mitad del poema nos dice frente a esto: “Oír que todo habla, que lo que hay que hacer es oír”. No escribir, no hablar, sino oír. El escepticismo sería más bien hijo de todas las capacidades acomplejadas del acto enunciativo, síntoma y espíritu de época ya aludidos. Ahora bien, el escepticismo se resolvería en el poemario mediante un retorno a ciertas actividades sensibles previas al acto escritural: si bien ya no se las puede recrear, sí se las puede pensar. Reflexionar sobre el oído y su percibir el sonido (valorarlos incluso por sobre el habla en sí), es entonces paliativo ante el gran escepticismo con el que carga la escritura en tanto acción, en tanto acto enunciativo.

Y es que otra de las fijaciones que la hablante presenta, es la que guarda relación con el sonido de la lengua y no con la lengua en sí: en un momento en donde la prosa se presenta, la hablante sentencia: “Cuál es el sonido del amor. Si pudieras darle un sonido y describirlo, cuál sería”. En otra página sugiere: “El poema estrecha la lengua materna. La escucho como quien se abandona a la vibración de la música. El oído se acopla a los vocablos que le parecen familiares y deja que implosionen los que no reconoce”.

Lo que resulta mucho más llamativo, es la manera explícita que posee Marchant para referirse a los sentidos. Se los menciona de tal manera que si somos suspicaces, se reflexiona en torno a lo sensible no comprometiendo una necesaria relación con la sensibilidad de la hablante: reflexionar en torno al oído y su materia perceptible –el sonido- no implica necesariamente que la hablante esté oyendo.

A lo largo del poemario yacen pequeños textos en prosa centrados, en donde mediante el uso de la anáfora se trabaja esta reflexión en torno a los aspectos sensibles. Si pensamos que hoy lo sensible parece irrecuperable, ya no necesariamente la hablante oye, lee, piensa, sino que dichas sensibilidades se hallan mediadas por la reflexión. Una señal clara con respecto a esto, es la conjunción del verbo en infinitivo. El verbo petrificado que no posibilita filiación ni con la hablante ni con el receptor nos habla de un estado de la sensibilidad obligatoriamente mediada por el ejercicio meditativo. La hablante contemporánea, mutilada de sus variadas facultades, solo puede expresarse en su ensimismamiento último, o al decir de Enrique Lihn, como un tahúr en su prisión.

En consecuencia, Reclamar el derecho a decirlo todo apuesta por hacer de la elucubración escritura misma como única salida. Dice de manera clara y a propósito del uso de la anáfora de los textos centrados: “Pensar en borrarse detrás de las palabras. Pensar en aprender a morir. Pensar en la muerte presente en cada palabra, en el habla que hace efectiva la muerte” o “Socavar el enmudecimiento del mundo en su totalidad. Socavar la represión que ejecuta el nombre propio. Socavar el impoder y el desastre del pensamiento. Socavar realidades que acaban haciendo el amor”.

Finalmente el derecho a decirlo todo, Julieta Marchant sugiere reclamarlo, volver a sus posibilidades: el poema extenso finaliza preguntando: “¿Y si reclamáramos el derecho a decirlo todo?”. Así y no en vano, el poema que por momentos se ve seducido por la prosa gestando una hibridación sumamente sugerente, supone ser un producto de la pérdida del valor de lo inefable como materia que constituye todo poema. Su construcción de una escritura hondamente pensada pone en evidencia y se enfrenta a un discurso desarmado que yace bajo el alero de una época en donde la poesía parece más algo efímero y vacuo. Aún así, lo llamativo de este trabajo es que el poema pese a mostrar una distancia del hecho sensible, logra construir imágenes de peculiar evocación.

Por último, el poemario pareciera finalmente decirnos que el poeta actualmente solo puede referirse a las sensibilidades mediante la reflexión de estas. Quebrantada la relación filial con el alrededor, ya no puede recuperar su condición de sujeto sensible, y por consiguiente, no puede construir un poema como acontecer de lo sensible e inefable. Reclamar el derecho a decirlo todo es justamente un reclamo y un llamado a recuperar aquel estado humano perdido que permitiría al poeta poder decirlo todo, otra vez.

 

Víctor Campos (Iquique, 1999) es estudiante de segundo año en la carrera de pedagogía en castellano y comunicación con mención en literatura hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso. Fue partícipe en el Taller de Poesía de La Sebastiana, a cargo de los poetas Ismael Gavilán y Sergio Muñoz realizado el año 2018. Actualmente, cursa el Diplomado de Poesía Universal de la ya mencionada universidad y es ayudante del proyecto «Poéticas Postdictatoriales. Memoria y Neoliberalismo en el Cono Sur: Chile y Argentina», dirigido por el doctor Claudio Guerrero.

 

Julieta Marchant

 

 

«Reclamar el derecho a decirlo todo», publicado por Libros del Pez Espiral durante 2017

 

 

Víctor Campos

 

 

Imagen destacada: Portada de Reclamar el derecho a decirlo todo, de Julieta Marchant.