[Novedad] «Resistencias», de Alberto Cecereu: Contra el juego de máscaras, un corazón en bandolera

El último libro del poeta y licenciado en historia porteño corresponde a un conjunto de crónicas y de textos misceláneos —aparecidos en medios de comunicación independientes— y los cuales tienen como motivo estético y político la espacialidad temática del «mundo en crisis».

Por Francisco Marín–Naritelli

Publicado el 6.11.2020

“Quizás la belleza es la fealdad, la locura y la rebeldía. He ahí la estética del pueblo que no vemos y el arte es un vehículo de su liberación”.
Alberto Cecereu

Alberto, en este libro, constata hechos. La triste desigualdad, la polarización, el odio, la lógica de los adultos, la turbiedad del Mapocho como mierda, la hipocresía. Me detengo aquí. Sí, la hipocresía. Las máscaras. Salen a pasear las máscaras. Y lo que es peor: el lenguaje se empobrece, pierde sentido, valor.

Quizá nunca lo tuvo. Arbitrario y ahora neoliberal. Ya lo decía la Semiología y el señor Baudrillard. El tráfico de signos, su vaciamiento: el tipo con la polerita del Che que se cree revolucionario. El indie revisitando viejas canciones de protesta. Suma y sigue. La gran sociedad de consumo. El agotamiento disfrazado de levedad. La explotación de toda forma de vida. Allí, ¿la ven?

Cito: “Así es Chile. Es un país hipócrita. Un terruño encajonado de cerros y amenazado por mares. Una Capitanía del Reyno gobernada por unos pocos que piensan que la rubiedad de los cabellos, el apellido aleonado y el colegio arriba de los cerros y la nieve, es sinónimo de alcurnia, de sangres azules, de estatus aristocratizante” (pág. 21).

“Somos fariseos, expertos en ‘mirar la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio’” (pág. 28).

Una vez hablamos con Alberto, hicimos un juego, y en el fondo pensábamos en el lenguaje, el lenguaje y la política, una tarea siempre imprescindible para escritores y charlatanes. El lenguaje. Vuelvo al tema.

Una y otra vez. El desacople. Decir “A” como si dijeras “B”. O incluso lo contrario. Puro sofismo. Traigo a colación al pobre Rey Lear como metáfora de toda humanidad: el viejo soberano, torpe, vanidoso y obstinado, quien desprecia a Cordelia, la única hija honesta. Ella, austera de palabras, rehúsa rendir beneplácitos. Desterrada por no arrogarse la impostura.

Cito al Conde de Kent al interpelar al Rey Lear:

“Anciano ¿qué pretendes? ¿esperas que el miedo imponga silencio al deber, cuando, seducido por vanas palabras, inmolas tu poder a la lisonja? El honor debe la verdad a los reyes, cuando la majestad cae en demencia. Guarda tu soberanía. Enmienda, con más maduro juicio, tu monstruosa imprudencia. Te aseguro, bajo mi fe, que tu hija menor no es la menos te ama; un timbre de voz tímido y modesto no es, ordinariamente, eco de un corazón vacío e insensible” (Shakespeare, 2013: 236).

Sabemos cómo termina la obra. Y pienso en el presente. El lenguaje que ha sido torcido, llevado a la estúpida condición de forzar una realidad, que aparezca la realidad. ¿Cuál realidad? Ya saben. Las máscaras profitando de discursos anti hegemónicos, como si el que gritara más fuerte fuera, indefectiblemente, el único adalid de la justicia, con certeza absoluta y fe ciega.

Cito a Alberto: “Aunque todos hablamos y gritamos pareciera que nadie nos escucha” (pág. 24).

“Quizás nuestra visión de las cosas es imaginaria y nos falta mirar un poco más allá y preguntarnos ¿Cuál es nuestra realidad?” (pág. 83).

¿Cuánta secularidad posmoderna hoy devenida en religión? ¿Cuánto progresismo que juzga necesario nuevas inquisiciones? Cancelar, repetir. Repetir y cancelar. La mismicidad como panacea del único horizonte de sentido. La violencia decimonónica de nuevo transfigurada. La felicidad como esperpento del espectáculo virtual y multiplataforma. No.

Cito a Alberto: “¿Cómo vas a publicar en redes sociales que no eres feliz? ¿Cómo vas a comentar tus problemas y crisis personales en el trabajo y en la comunidad? ¿Cómo vas a renunciar a tu trabajo para optar por proyectos personales, o por otro estilo de vida o simplemente renunciar por renunciar? ¿Qué es eso de contravenir los convencionalismos de relaciones interpersonales?” (pág. 35).

Alberto relata viajes, pareciera que allí mejor se asienta. Con calidez y admiración. Pero también analiza películas y álbumes de música, para ligarnos a una reflexión mayor, más global y urgente: el arte y la política, lo bello y la fealdad. Piensa, con razón, que el artista no es pura inspiración divina de un genio peculiar, sino combustión y compromiso. Combustión creativa y compromiso inexcusable contra toda dominación. Y eso implica, ante todo, deshacernos del estreñimiento materialista y burgués. La arrogancia del “buen saber”. Venga de donde venga.

“El artista entonces debe ser un provocador, un rebelde, pero renunciando a toda iniciativa iluminista” (pág. 99).

Alberto rescata al sujeto porque rescata la diferencia. Todos los seres humanos somos pequeños universos, y como tal, debemos ser respetados en nuestra dignidad y en nuestros afectos. En nuestra libertad y en nuestra autonomía. No por nada el autor habla del “fuego individual” al mismo tiempo que reconoce la relevancia de los lazos comunitarios, pero no bajo el paraguas omnipresente de un Estado violento, sino en la libre asociatividad solidaria en que o nos salvamos todos o no se salva nadie.

Y aquí una pregunta que no les gustaría a algunos, los que glorifican al Estado, los que engordan en los puestos públicos, citando a Salvador Allende, los que transforman su propia vida en una asfixiante burocracia al postular, cada año, a las migajas estatales en cultura. ¿Acaso el Sename no es parte del Estado? ¿Acaso la policía no es parte del Estado? “El Estado también es el problema”, dice Alberto.

Cito: “Las sociedades particularmente son asentadas a partir de la violencia. Todos sus mitos, religiones, y paradigmas culturales se originan a partir de una violencia de una masa por sobre un individuo que representa lo indeseado, lo execrable, lo opositor a una moral concebida como ordenadora de una sociedad caótica” (pág. 25).

“Actualmente, el Estado ha generado tal nivel de destrucción de las relaciones de los individuos y las comunidades, que ha reorganizado el pensamiento y esa misma lucha por el poder” (pág. 32).

“Si realmente tenemos una idea de igualdad y libertad, este debe ser fuera del Estado. Es decir, despojando del Estado y su pesada carga normativa de toda capacidad de ‘garantizar las formas de vida’” (pág. 46).

Repito para mí y siento que represento a Alberto y su libro: no me gusta la literalidad. Me gusta la fantasía y la imaginación. Me gusta el juego y el devaneo. Me gustan las zonas grises, aquello que se niega a revelarse, lo inasible de una realidad siempre compleja que coquetea con su ocultamiento. ¿Una sociedad de los niños?, tal vez.

Alberto lo sabe. No estamos frente a crónicas proféticas, un corpus teórico de verdades impolutas. Alberto hace preguntas al constatar hechos. Alberto se interroga, da su opinión, con lucidez, concisión y honestidad, porque está advertido que la inquietud es sabiduría.

Alberto no se posiciona cual filósofo encumbrado en el Olimpo. Asume, en cambio, que está entre personas, en simetría, sumamente frágil, sumergido en este magma que es este Chile en crisis. Pura distopía.

Cito: “Estático. Hipoactivo. Cada día que salgo de su casa, lloro a mares. Parezco un niño. Pateo el mundo. Rompo los papeles. Grito hacia dentro. Me da rabia” (pág. 90).

“Nos sentimos derrotados. Y en esa derrota el paradigma de la resistencia tendrá que ser reformulado. Porque la resistencia, es el mecanismo por el cual, el ser humano, combate su infortunio” (pág. 134).

Chile como una costra. Sí. Y a Albero le duele. Y eso para mí es sabiduría. Alberto es sabio porque reconoce que habitar las zonas de confort de la racionalidad occidental es trampear las preguntas para arribar al puerto seguro de las respuestas.

El problema no son las respuestas. El problema son las preguntas. Volver a interrogarse sobre el mundo es volver a darle una posibilidad al mundo. Y Alberto Cecereu todavía cree; y aunque no lo crea, resiste.

 

«Resistencias», de Alberto Cecerei (Editorial Káhuil, 2020)

 

 

Francisco Marín-Naritelli

 

 

Imagen destacada: Alberto Cecereu.