«Sacrificio», de Andréi Tarkovski: La existencia trascendental

Una visión apocalíptica y hondamente espiritual, que roza con la religiosidad es el fundamento estético de la interpretación que se propone en este texto, y donde el filme del canónico realizador soviético reflexionaría -valiéndose de una especial retórica audiovisual- acerca del sentido de la vida, a través de paradigmas culturales como la filosofía de Nietzsche y la obra pictórica del renacentista Leonardo.

Por Carlos Pavez Montt

Publicado el 14.6.2019

En la galería de los Uffizi, en Florencia, descansa una de las obras más enigmáticas del polímata Leonardo. La Adorazione dei Magi –de 1481 o 1482–, retiene muchos mensajes bajo su efecto claroscuro. El centro del cuadro es María sosteniendo a Jesucristo. A su alrededor están los afectados o, desde otro punto de vista, los fructuosos. La epifanía o la manifestación divina consiste en eso; en una revelación espiritual destinada a los que no conocen la verdad absoluta, o simplemente lo absoluto. Sin embargo, el descubrimiento no significa únicamente el obsequio de la creencia cristiana. Una mirada más profunda nos revela que, detrás del nivel principal del cuadro, se esconden los otros. Los hombres peleando, y los obreros en la reconstrucción, que son aquellos que no han recibido el recado cristiano. Son quienes están enfrascados, todavía, en una vida de imponente materialismo. Los árboles que aparecen en el medio nos dan más pistas, incluso. El laurel entre los afectados simboliza la existencia del triunfo. La palmera, entre los guerreros y los obreros, de martirio. El espectador ve un mundo en constante decadencia espiritual que se rinde –o se rindió–, ante el progreso científico.

El tiempo juega, de hecho, un papel preponderante en la película. Horacio Ramírez escribió [1], analizando este filme, que: “La vida está hecha de tiempo. La vida es tiempo… y de él está hecho el arte porque el arte es una metáfora de la vida”. Así, la sucesión de fotogramas planteada por Tarkovski pareciera, por lo menos implícitamente, proponernos la aniquilación de los finales, de los ciclos. El enano que menciona el cartero, más o menos al inicio de la película, aparece en Así habló Zaratustra, de Nietzsche. En el capítulo De la visión y el enigma, el filósofo reflexiona sobre la concepción predominante del tiempo en Occidente. El eterno retorno se refiere a que, de alguna u otra manera, la existencia trascendental del ser –o de una vida– está enfocada en una finalidad más importante que sus momentos particulares. La tranquilidad y el silencio de la película genera, a veces, un poco de desconcierto. La densidad filosófica del guión y la emocionalidad de las acciones provoca, desviste. El filme se vuelve reflexión, obliga al espectador a una meditación constante sobre lo que se está esperando. Las escenas, si bien contribuyen a un todo, no se destruyen con el tiempo. Funcionan, al parecer, alrededor de una existencia propia y posible.

Lo peor es que sobre el tiempo se construyen dos pilares que, hasta el día de hoy, parecen irrompibles. Ante la sensación aniquiladora del paso de los segundos se antepone, digámoslo así, una ansia de aprovechamiento. La finitud de él/la ser humano lo arrastra, como se ha demostrado en este hemisferio, a querer desarrollarse entre los límites de su tiempo. Se vuelve necesario, entonces, un progreso. En otras palabras, se aspira a mejorar, acomodar, tecnologizar, tecnificar… no sé, a ganar en el transcurso del ser existente. Esto acarrea, lamentablemente, una valoración jerárquica –y propia– de la condición humana sobre lo otro. Conlleva, como dice el protagonista, a una: “civilización construida sobre fuerza, poder, miedo, dependencia”; elementos que son, a lo menos, indispensables para asegurar la sobrevivencia de nuestra especie. Una estancia milenaria que generó –y genera– un proceso destructor del planeta, camuflado bajo el nombre de desarrollo científico o, lo que es peor, capitalismo –o neoliberalismo, ahora–. “Usamos el microscopio como un garrote”, dice Alexander; en una alusión que, por lo menos simbólicamente, nos recuerda a los guerreros representados por Leonardo en la Adoración de los Magos.

La supremacía de la existencia humana por sobre lo demás –o lo otro–, es claramente cuestionada por el cineasta soviético. La cultura en retroceso, es decir, específicamente material, técnica y progresista, llegará al fin de su estado trascendente. La guerra nuclear se ha desatado, lo anuncian por televisión. Todos los personajes son testigos y reaccionan diferente a ello. La epifanía, o la revelación, ésta vez es material: son las bombas nucleares que acabarán con todo. Hay, en la película, una única esperanza: el espiritualismo. Otto le revela a Alexander uno de sus secretos, uno de los casos inexplicables que ha coleccionado: la criada que abandonó el lugar, María, es una bruja.

En su conversación previa, en el famoso relato sobre el jardín con malezas de su madre, Alexander, quien había arreglado el espacio natural, reflexiona: “¿A dónde se había ido toda la belleza? Fue repugnante”. Después de consumar el acto levitatorio, Alexander vuelve a la casa, pero idea un plan para sacarlos de ahí. El sacrificio es un hecho. Lo había prometido. Se aprisionó, eso sí, debajo de un ente tan invisible como menesteroso. Una entidad espiritual que el/la ser humano abandonó y no había –y no ha– recuperado hasta entonces.

 

La cultura defectuosa

El sacrificio es realizado, efectivamente. Se quema la casa, la propiedad; el hogar que hospedaba a los personajes ficticios. Alexander corre sin un motivo aparente. Los demás lo persiguen. Llega la ambulancia de súbito y se unen. Corren tras el único ser que trató de cultivar el espíritu, o que cayó en la locura –para ellos–. Aparece María y Alexander se arrodilla ante ella. El/la ser humano tangible se rinde ante lo espiritual, mientras lo material sigue quemándose. La casa representa el progreso de un hombre –por ser el protagonista, digo– que sucumbió en la civilización, o en la nueva barbarie tecnificada.

 

El eterno retorno y el fin trascendente

María va a ver al niño. El mismo que no habló ni una sola palabra hasta el final del filme. Riega su árbol. Un símbolo de esperanza. Un SÍ al momento trascendente y un NO a la finalidad definitiva que se roba el tiempo. María va en su bicicleta y aparece la ambulancia, de nuevo. Un ser humano que vivió el instante, que hizo de sus segundos algo eterno. Se lo llevan para encerrarlo. El niño mira, quizás entiende mucho más que nosotros. O tal vez nada. María lo deja tranquilo. Se acuesta en la sombra de su árbol y reflexiona, duda, dice: “En el principio estaba la Palabra, ¿Por qué es eso, papá?”

Esperanza. Ahí la tenemos.

 

Citas:

[1] En «Sacrificio», de Andréi Tarkovski: La esencia poética del tiempo. Diario Cine y Literatura.

 

También puedes leer:

Sacrificio, de Andrei Tarkovski: La esencia poética del tiempo.

 

Carlos Pavez Montt (1997) es, en la actualidad, un estudiante de licenciatura en literatura hispánica en la Universidad de Chile. Sus intereses están relacionados con ella, utilizándola como una herramienta de constante destrucción y reconstrucción; por la reflexión que, el arte en general, provoca en los individuos.

 

Una escena de «Sacrificio» (1986) de Andréi Tarkovski

 

 

 

 

Carlos Pavez Montt

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Un fotograma del filme Sacrificio (1986), de Andréi Tarkovski.