«The Game», de David Fincher: Más allá del personaje elegido

El filme del realizador estadounidense —protagonizado por los actores Michael Douglas, Deborah Kara Unger y Sean Penn— es una obra audiovisual que esconde un gran significado simbólico en el desarrollo de su trepidante argumento dramático.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 9.9.2020

«Antes era ciego y ahora puedo ver».
Juan 9:25 (Citado en la obra)

 

Evasiones

Nicholas (Michael Douglas) es un magnate que encarna el arquetipo del frío y distante hombre de negocios. Lo vemos siempre pendiente de las noticias económicas en su “vivir” solitario y casi inaccesible, es un tipo pulcro y ordenado hasta lo maniático que se cree más allá de todo y todos en su falsa seguridad de posesiones que le hace sentirse poderoso, algo así como un dios.

Desafortunadamente es común que muchos millonarios confundan tener con ser, creyendo que el acumular propiedades y dineros les convierte en grandes. Triste pensar que los aleja de la gente en general y especialmente de sus amigos y familia. Ese tipo de hombres —y mujeres— no quieren verse más allá de su personaje elegido por propia voluntad, de su disfraz de “brillantez” y “éxito” que esconde una persona tan humana como cualquier otra.

El magnate vive solo en la gran finca familiar ubicada en el mejor barrio de San Francisco, allí se crió junto a Conrad (Sean Penn) su hermano menor y allí siendo niño vio morir a su padre —al que se sentía muy unido— quien se lanzó al vacío desde el tejado de la mansión, una imagen impactante que le acompaña siempre.

La acción se sitúa en el día de su aniversario, cumple la misma edad que tenía el padre cuando se suicidó. Conrad le regala un juego a ese hermano que lo “tiene todo” pero no disfruta para nada de la vida. Un juego de la empresa CRS (Centro de Recreo y Servicios) que él ya ha experimentado y que asegura le ha cambiado radicalmente hasta el punto de que ya no necesita consumir sustancias alucinógenas.

Un hermano que decidió evadirse en las drogas y el otro en el trabajo, un evadirse está mal visto y existen centros de desintoxicación mientras que el otro en general es elogiado y no es común que sea motivo de atención terapéutica. Pero ambas evasiones dañan a los que se enganchan a ellas y crean abismos a su alrededor.

 

Michael Douglas en «The Game» (1997)

 

El juego, la terapia

A pesar de sus reticencias iniciales, Nicholas acepta jugar. Y se sorprenderá de lo que conllevará ese juego del que casi nada sabe, sólo tiene —además del entusiasmo de su hermano— lo que le comenta un responsable de la empresa quien asegura que ofrecen: “un juego diseñado específicamente para cada participante, proporcionamos todo lo que le falta (en su vida)” y lo que le cuenta con satisfacción —citando el evangelio de Juan— un desconocido que dice haber jugado: “antes era ciego y ahora puedo ver”. Aun así, el calculador millonario se arriesga a jugar.

Hablando de riesgos, para quien no haya visto esta excelente película advertir que este análisis inevitablemente contiene spoilers.

El juego lleva paulatinamente al caos a ese hombre que cree que lo puede todo. En un principio parece controlar las situaciones comprometidas en las que se le sumerge. Situaciones que lo convierten en algo así como un héroe de acción que tiene que enfrentarse a una aventura. Lo vemos relacionándose con gentes con las que antes nunca hubiera compartido nada y haciendo cosas inimaginables para un hombre como él. Y visitando lugares que en circunstancias normales jamás pisaría.

Se ve envuelto —él siempre tan formal— en un asunto de drogas y sexo, ve cómo su mansión aparece hecha un caos con las paredes llena de grafittis y una nota inquietante: “elegí el sueño eterno de mi padre”… El hombre seguro e imperturbable empieza a estar nervioso ante tanto impacto. Más aún cuando un Conrad visiblemente alterado le asegura que CRS no es lo que parece. Y al estar a punto de morir ahogado decide personarse con su abogado y la policía en esa empresa del juego pero las oficinas que visitó antes de decidirse a participar ahora están vacías.

Nicholas se toma el asunto muy en serio. Averigua la dirección de Christine, una joven camarera de su restaurante favorito con la que compartió situaciones riesgosas, ella le explica lo que sabe de CRS: que su hermano está implicado, que tienen acceso a su ordenador y que por tanto debería comprobar sus cuentas.

El magnate lo hace y averigua que está sin una blanca por lo que llama a su abogado quien le asegura que sus cuentas están intactas pero Christine le hace dudar afirmando que él también debe estar metido en la estafa. La seguridad del todopoderoso dinero se ha perdido, Nicholas está noqueado sin saber si puede confiar en sus allegados y acabara k.o., inconsciente al ser drogado por esa desconcertante joven.

Despierta en un ataúd de un cementerio mejicano, él sin documentación ni dinero ni teléfono móvil deambulando por las calles de un lugar desconocido —para nada lujoso— con aspecto de vagabundo. Un despertar muy simbólico el suyo, renace sin ser o interpretar el personaje que le definía. Ahora es uno más entre la gente común con la que ha de convivir y a la que tiene que pedir ayuda.

Y finalmente logra llegar a San Francisco gracias a la venta de su único bien: un también simbólico reloj que perteneció a su padre y que la madre le regaló el día que cumplió los dieciocho, el día en que se convirtió en mayor de edad. Hacía demasiados años que cargaba con ese reloj y con lo que significa, cargaba con ese personaje obsesivamente responsable y trabajador que pretendía restaurar el vacío paterno en él y en todos, especialmente en su inestable hermano.

Tras comprobar que su mansión está cerrada y en venta, intenta contactar con Conrad pero le aseguran que está internado por un colapso nervioso. Así que va a ver a su ex-mujer, le pide prestado el coche y le comenta que es la única persona en la que puede confiar. Su ex-mujer a quien antes trataba con arrogante distancia en su caracterización y que ahora en su mayor autenticidad dice entender.

Nicholas le explica que entiende por qué le dejó, reconociendo así mismo el haber estado resentido con ella por esa decisión e incluso le pide perdón por haberla descuidado y abandonado siempre. Pero ella le libera —cuánto amor en ese acto— con un “no hay nada que perdonar”, o te entiendo también yo a ti, sé de tu sufrimiento, sé de tu trauma.

Nicholas acude al edificio de CRS y allí ve a todos los actores que han intervenido en el engaño, ve a Christine a quien lleva a la azotea amenazándola con una pistola. El hombre quiere saber quién está al mando de todo para destapar la estafa no por él sino para evitar que otros puedan ser estafados. Pensar en los otros, algo que para nada hacía el personaje que fue.

Y en esa azotea concluirá espectacularmente el juego. Nicholas en su confusión no sabe qué creer cuando Christine le explica que todo ha sido y es ficción de apariencia real excepto la pistola con la que la amenaza. Esa pistola que apunta contra los que forcejean la puerta para acceder a la azotea, él no puede verlos y cree que son una seria amenaza de ahí que dispare sobre su sorprendido hermano causándole la muerte. Desesperado por su pérdida se lanza al vacío rememorando el salto del padre

Pero afortunadamente todo ha sido una grandiosa y elaboradísima ficción con el fin de acabar con el personaje que le atenazaba. Cae en una gran colchoneta de un restaurante en el que todos le esperan para celebrar su cumpleaños, especialmente le espera Conrad quien le abraza expresando la verdad que ahora Nicholas entiende: “tenía que hacer algo, eras un verdadero gilipollas”.

El magnate le agradece ese gran regalo que le ha permitido liberarse de sus cargas impostadas. El nuevo Nicholas saluda a todos los presentes desde el sentir auténtico y le propone una cita a esa joven que le acompañó en la muerte de su personaje. Y renovado, por fin le pregunta a Christine cuál es su verdadero nombre, ella sonríe al confesarle que es Claire. Este Nicholas puede ser feliz y en consecuencia puede hacer feliz a muchos

Una terapia tan potente como la planteada en la obra sería buena para tantas personas que son personajes cegados por el tener egoísta (tener posesiones, tener saber, tener gente… en definitiva personajes que pretenden tener poder sobre los demás).

Lástima que un juego terapia como este sólo estaría al alcance de unos pocos que podrían costeárselo (paradojas de la vida), en todo caso qué bueno sería que un hermano de Trump o de Putin —por poner dos ejemplos actuales— le hiciera semejante regalo a esos patéticos “poderosos” del tener, todos se lo agradeceríamos.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Ingresar por aquí: Michael Douglas y Deborah Kara Unger en The Game (1997).