“Trabajo sin autor» («La sombra del pasado»): Cómo despertar de tres pesadillas

El filme del realizador alemán Florian Henckel von Donnersmarck —todavía sin estrenarse en nuestra cartelera— examina el desarrollo emocional y existencial de un artista visual germano, mientras a sus espaldas se despliega la tumultuosa historia centroeuropea de la primera mitad del siglo XX.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 14.11.2019

No hace mucho tiempo —en enero de este año—, el filósofo y sociólogo Zygmunt Bauman brindó un reportaje para el diario El País de España, a fin de que se expresara acerca del fenómeno de las redes sociales. Su opinión apuntaba, directamente, al efecto social de este medio de comunicación entre las personas, que actuaba como igualador de las mentes, cancelando lo que podríamos llamar el “efecto conversación”. Para ejemplificar, Bauman usó como referencia al Papa Francisco quien otorgara su primera nota periodística al cronista y reconocido militante ateo Eugenio Scalfari: un líder eclesiástico y un ateo podían “conversar” porque eran “diferentes”.

La moraleja que Bauman extraía de este encuentro es que nadie participará de un verdadero diálogo con personas “que piensan lo mismo que tú”. Hagamos un alto provisorio en esta afirmación y pensemos la sentencia. Lo que Bauman dice es grave: afirma que dos personas pueden pensar “lo mismo”. Eso de creer que el pensamiento es una cosa (porque en nuestro lenguaje, el pensamiento es un sustantivo) y que, como tal, puede ser igual o diferente a otra cosa, es algo imposible: nadie puede pensar igual que nadie… somos demasiado libres y demasiado creativos como para que dos personas lleguen a pensar, en algún momento de sus vidas, lo mismo. Es más: nadie, en lo más hondo de su mismidad, puede pensar dos veces “lo mismo”…

Seguramente él se refería a que en las redes sociales buscamos, antes que dialogantes, espejos que reflejen nuestros sentires y decires, pero la raíz de ese problema es más profunda y, en gran medida, tiene que ver con el paralelismo entre las vidas de este autor con la del personaje central del filme Trabajo sin autor (Werk ohne Autor, 2018), del director alemán Florian Henckel von Donnersmarck.

En el filme, Kurt Barnert —interpretado por un correcto Tom Schilling— es un joven pintor que, tras la derrota del nazismo cayó bajo la influencia soviética de la que tuvo que huir con su recién formada familia. Bauman, por su parte, sufrió la persecución nazi y huyó a la Unión Soviética, de donde tuvo que también huir tras el conflicto árabe-israelí, ya que comenzaron las tristemente célebres purgas stalinianas antisemitas.

Su análisis de las redes sociales es muy acertado, pero cae en el error de cosificar el pensamiento. Las cosas pueden ser iguales o diferentes entre sí, pero no el pensamiento: somos —lo repetimos— demasiado libres y creativos como para que el pensamiento pueda ser tomado como una cosa que descanse, aunque sea por un instante, en algún “igual a algo”. La pretendida “igualación” del pensamiento ocurre no porque las personas podamos pensar “lo mismo” sino por causas, dijimos, de etiología más profunda —y siniestra—, las cuales se hallan históricamente relacionadas en estos dos ejemplos políticos tan dolorosos como lo fueron las experiencias nazis y soviéticas que tanto el pensador citado como el personaje del filme, tuvieron que vivir.

Cuando le tenemos miedo a la libertad y a la creatividad (y a la responsabilidad de ser dueños y responsables de nuestras propias vidas) solemos replegamos detrás de dos o tres eslóganes y ahí nos encontramos, por ejemplo, afiliados al partido nazi o vivando al primer líder que pase por delante y que nos haga el favor de pensar por nosotros… y eso no es lo mismo que «pensar igual», porque pensar igual es no pensar, ya que el pensamiento se nutre de la diferencia y no de la igualdad. Y en este contexto, “no pensar” es perder el poder del pensamiento crítico: se desvanecen las estructuras personales de valoración y, como decía Nietzsche: “si todo vale igual, entonces nada vale” y el pensamiento se vuelve inviable. Lo que Bauman critica es, valga el juego de palabras, el abandono del pensamiento crítico que es lo que se esconde, como un demonio difícil de distinguir, tras las redes sociales. Y de lo que él huía en su historia personal —y de lo que huía el personaje de Kurt Barnert— era del arrasamiento de la individualidad. Huían porque habían perdido el derecho a la diferencia… diferencia de donde abrevan la libertad y su expresión máxima: la creatividad… que no es otra cosa que generación de más diferencias para más libertades.

En las redes de Internet elegimos sin mayores especulaciones acerca de nuestras habilidades sociales, a quién nos escuchará o a quién escucharemos, y esa igualdad destructiva es buscada intencionalmente, impidiendo los mecanismos de valoración que son, en gran medida, el combustible del pensamiento. Tal la serpiente —muy tóxica en verdad— que anida en este entramado hipercomunicacional de la Internet.

Dejamos en claro, entonces, que es imposible “pensar igual”, y que lo intensamente negativo que se cierne sobre la inteligencia desde las ideologías predigeridas y, eventualmente, desde las redes sociales, es el “cese del pensamiento”. De hecho, cuando uno analiza el modo en que evoluciona, pongamos por caso, una cuenta de Facebook, lo que vemos es cómo los algoritmos informáticos van diseccionando aspectos puntuales de nuestra “impronta” mental para que sólo vayan acercándose a nuestra naturaleza en la red, decires y sentires cada vez más parecidos a los nuestros: si soy del partido A es muy difícil que a poco de andar por la red, se nos ofrezca una propuesta de “amistad” por parte de un simpatizante del partido Z. Y la red se nos va pareciendo cada vez más a nosotros mismos, hasta que el pensamiento ya no tiene dónde hacer pie y no puede empezar a trabajar en forma efectiva en alguna dirección nueva. Porque, ¿alguna vez nos preguntamos acerca de hacia dónde va la red social en la que podemos estar? Bauman afirma que la red “nos pertenece” ya que uno elige o deshecha interlocutores… a mí me parece, más bien, que la red nos va convirtiendo en parte de ella misma. Que nos volvemos estáticos. Equivalentes. Multidireccionales sin sentido propio ni originalidad alguna. Sin valores sobre los cuales construir pensamientos críticos. Nos convertimos, en definitiva, en una masa amorfa y autocomplaciente. La red es, entonces, una telaraña sin araña.

En el filme tenemos tres ejemplos de estos efectos deletéreos de cercenar el derecho a la diferencia: el nazismo, el comunismo soviético y la exagerada libertad creativa.

 

Saskia Rosendahl en «Trabajo sin autor» (2018)

 

Más allá de los títulos

La sombra del pasado, Nunca me dejes de ver, Nunca apartes la mirada, Never Look Away y el original Werk ohne Autor o Trabajo sin autor, son los títulos —o algunos de ellos— que ha recibido esta película, ya multipremiada, tanto en Europa como en América… Dos centavos aparte: nunca podremos saber el porqué de este encarnizamiento de los traductores con los títulos de algunas películas (o del agregado de subtextos muchas veces innecesarios a los títulos), especialmente cuando no se trata de juegos intraducibles de palabras o expresiones localistas, etcétera, sino aun en casos de algo simple que permite una traducción literal como lo es “Trabajo sin autor”… y lo que más irrita es que las distribuidoras no entienden que meterse con el título es, desde el vamos, meterse con la película… que la película empieza en su título, si no antes. Pero, bueno: es un mal que nos seguirá acosando a pesar de nuestros razonamientos. Vamos al filme, donde los títulos se explican a sí mismos.

Es larga: tres horas y ocho minutos. Pero su guión —también de Florian Henckel von Donnersmarck— es ágil, lo que permite sobrellevarla sin mucho esfuerzo de atención (aunque en Francia se la exhibe en dos partes). El libreto es ágil y quizás —y por esto se la ha criticado— lo es porque es simple. Sin embargo, no es raro que se confunda hondura conceptual con complejidad estructural y, he aquí que el fuerte del filme es, a nuestro entender, la excusa narrativa simple, directa y, a la vez, inductora en el público de planteos y replanteos profundos que se pueden hacer tras ver la cinta.

Kurt, el héroe de Trabajo sin autor, es apenas un niño que ve cómo su tía Elisabeth —la bella y fresca Saskia Rosendahl— es llevada a la fuerza a un manicomio desde donde el villano, el profesor Carl Seeband —encarnado por un muy sólido Sebastian Koch—, fiel a los principios nazis del mejoramiento racial, no duda en incluirla en los grupos de exterminio como esquizofrénica, junto a tullidas, mogólicas, etcétera. El peligro del carácter hereditario de la esquizofrenia no es un tema menor, que brotará sobre el tercio final de la cinta. El Kurt adolescente debe ver cómo es bombardeado por los aliados su Dresden natal y cómo cae inmediatamente sobre él otro bestialismo moral que es el igualitarismo soviético. Mientras Seeband, médico ginecólogo, se granjea la amistad de sus captores rusos, Kurt asiste a la escuela de arte donde aprenderá las bondades sociales del “Realismo Soviético”.

Aquí podemos analizar los dos paralelismos iniciales que plantea el director. Por un lado, no hay derecho a la diferencia bajo la concepción nazi de que si no se es ario, y un ario sano, no se puede tener derecho a la existencia y por el otro lado, que todos son “pueblo” y si no se es “pueblo” tampoco hay derecho a la vida. Elisabeth comete el “error”, en su enfermedad, de implorar por su vida y de llamar “padre” al Dr. Seeband. Este “título” de padre es la gota que rebasa el vaso. La “cruz en lápiz rojo” sobre su expediente recomienda su exterminio en cámaras de gas. La otra gota que termina por condenarla es la lágrima que el ginecólogo ve sobre su zapato y que se quita con un pañuelo que luego arroja a la basura.

A pesar de que madre, hermanos y hasta el pequeño Kurt son disfrazados de “nazis” no pueden evitar que la joven Elisabeth termine muerta… Kurt crece y crece como proyecto de artista plástico, pero sometido al régimen ideológico del arte ario como única forma de arte válido (la película comienza con un recorrido que enseña acerca de la “higiene aria” que reclama el arte alemán). Tras la llegada de los rusos, deberá ajustar su pintura a un realismo donde sólo esté presente “el pueblo” como criterio primero y final sobre el que se debe estructurar su vida en lo personal y como artista. Ya estudiando, conoce a una joven, se pone de novio con ella, la embaraza y se comprometen en matrimonio… y es en esa etapa de su vida donde decide escapar, con su mujer, poco tiempo antes de que se levantara el muro de Berlín. No podemos adelantar más sin descubrir elementos claves del guión.

 

Un fotograma de «Trabajo sin autor»

 

Los vicios igualitaristas

 “La libertad sin orden es locura. El orden sin libertad es muerte”. Así resumía el pensador británico Gregory Bateson la delicada ecuación que señala la sensible balanza de la vida humana. Ya no respondemos, como los animales, sólo a nuestra realidad inmediata —de la que formaríamos parte— sino que nos comportamos en función de una autoconciencia que nos llena el mundo de cosas que mudarán de significado y hasta de existencia según las tensiones internas de nuestro pensamiento que elijamos privilegiar. “Un tigre es todos los tigres”, se dice en teoría del comportamiento animal, pero un Hombre no: es único… único y siempre diferente: de todos los demás seres humanos y de sí mismo a cada instante de su vida. Entendernos de esta forma nos permite acercarnos al funcionamiento de la realidad que nos genera y sostiene en el planeta. Un planeta que se ajusta a sí mismo a cada instante modificándose en cada ajuste y ajustándose a cada modificación.

Sin embargo, esta visión es muy difícil de aplicar en el pensamiento humano: tendemos a ver una realidad más o menos fija, igual a sí misma a lo largo del tiempo: el sol, la luna y las estrellas nos parecen siempre quietos en el cielo; el árbol de la calle parece siempre el mismo y hasta nosotros nos vemos iguales día tras día… hasta que repasamos un viejo álbum de fotos. Esta “estabilidad” aparente de lo real es muy útil, pero es falsa. En la mayor parte de los casos, también es inofensiva. Sin embargo, el devenir intelectual de una persona expresado en sus manifestaciones sociales y culturales puede llegar a tener un dinamismo más activo. Y esto es muy bueno porque —como dijimos— crear es crear diferencias y crear es consecuencia de la libertad. El problema surge en las estructuras sociales de autocontrol con los gobiernos que, en su perfil político, buscan forzar las conductas destructivas de las personas con el loable fin de mantener al conjunto razonablemente estabilizado y asegurar su supervivencia y progreso. No obstante, esta estrategia de autocontrol social tiene un serio inconveniente: siempre va a la saga de los cambios culturales y para poder controlar a una sociedad hay que simplificar la vida humana en buenos, malos, sanos, enfermos, indoctos, doctos, etcétera, sin mayor sensibilidad para con los matices. Simplificar de este modo puede tener costos muy elevados. Nuestro personaje Kurt pasó por tres estrategias de simplificación: la nazi, la soviética y la obligación de la libertad sin ajuste alguno, en el caso de su integración a la vanguardia artística de los 60 en la Alemania libre. Alemania libre, arte libre y gente libre… y ahí caemos en uno de los dos lados que señalaba Bateson: “La libertad sin orden es locura”.

La libertad que ahora rodeaba a Kurt lo anulaba, porque lo que lo rodeaba más se parecía a un manicomio de caricatura que a una búsqueda orgánica —ordenada— de la libertad… Es que todavía está presente en nuestra civilización aquel viejo hábito “romanticista” de asociar la creación artística a alguna clase de adicción tales como al opio o a la absenta y más actualmente —pero no más modernamente— a la marihuana. También las enfermedades se asociaban a los creadores románticos y a sus personajes, especialmente la tuberculosis. Hoy, tildar de demente a un artista y a su obra es —bajo el mote eufemístico de “locura”— algo así como un elogio. Pero asociar la creación a la locura (evidentemente, sin tomar consciencia de lo terrible de la enfermedad en sí), es un “juego” metafórico que en la nueva escuela de arte a la que asiste nuestro Kurt, le caía a la perfección: pasear por la escuela de arte (donde “pintar ya había quedado atrás”) parecía circular por un neurosiquiátrico en plena efervescencia caótica.

Su profesor de arte, Antonius van Verten —como sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial e interpretado por el ya mítico Oliver Masucci— ve en Kurt una posibilidad de verdadera creatividad, especialmente porque le expone la necesidad del orden en la libertad a través de un ejemplo que resulta a todos insólito: una secuencia numérica aleatoria puede no significar nada, pero si esa misma secuencia resulta ser la de los números ganadores de la lotería, serán números que se llenarán “hasta de cierta belleza…”.

Kurt quiere escapar de esa tercera pesadilla que es la del abandono a la deriva de la mente cuando no asume su pertenencia a órdenes superiores, determinantes, justificadores y redentores. La inesperada visita del profesor para ver su atelier —quien se confiesa ante él (nunca veía lo que sus alumnos hacían así como nunca se quitaba el sombrero) desencadena en Kurt la epifanía: era necesaria la sinceridad del alumno consigo mismo. El surgimiento de una integración creativa: ordenó —y hasta más allá de su conocimiento— al mundo en sus nuevas pinturas. Espanta al mal (en un excelente momento del filme), dándole cabida a la luz de la memoria humana y genera en sí mismo la libertad del individuo… y esa misma individualidad lo libera hacia lo absoluto y lo macrocósmico que hay en él. Es arte sin autor.

Hay algo sagrado en todo y hay que apoderarse con uñas y dientes de ese tesoro sin dueño que, paradójicamente, no puede tener dueño porque es de todos. Una parafrenia que se ordena a sí misma. Un artista y su arte. El yo que se hace la humanidad como un todo. El rasero igualitarista forzado desde el poder político —por acción violenta o violenta omisión— deja su lugar a la diferencia y a la igualdad (al orden y a la libertad) como anécdotas en la dinámica mental y cordial del hombre libre.

Nuestro personaje logró despertar de estas tres pesadillas (de las muchas que hay y hubo siempre en el mundo) a través del amor y de la identidad, que no son cosas opuestas ni enemigas, sino complementos que se vuelven uno en el verdadero arte.

 

Sebastian Koch en «Trabajo sin autor»

 

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Un fotograma del filme Trabajo sin autor (2018), del realizador alemán Florian Henckel von Donnersmarck.