Trece concierto de la 79° Temporada Artística de la Universidad Técnica Federico Santa María: Pasión y equilibrio

El sábado 18 de mayo fue el recital de la Orquesta de Cámara de Chile en el Aula Magna de la UTFSM en Valparaíso bajo la batuta del maestro venezolano Rodolfo Saglimbeni, quien por primera vez en su larga carrera profesional tomó a su cargo a este tradicional conjunto de nuestra escena musical, en un programa que abordó partituras de Beethoven, de Schumann y de Mozart.

Por Ismael Gavilán

Publicado el 26.5.2019

La idea convencional que se tiene del clasicismo -o lo “clásico” por antonomasia- es, en general, la de una noción artística que hace del equilibrio formal su razón de ser, del desapasionamiento representativo o distancia emocional de sus enunciados su modo de mostrarse al espectador u oyente y de lo predecible en la resolución de sus presupuestos de desarrollo temático la encarnación de ese prejuicio que hace de la reiteración lo que desemboca en cualquier cosa, menos asombro.

Por otro lado, lo clásico siempre se asocia a lo monumental, a lo ejemplar y, por ende, a lo que propone un modelo que deviene pedagogizante. Desde ahí, hacia lo útil y moralmente tranquilizador media solo un paso que, a grandes rasgos, solemos caracterizar con una palabra certera, injusta, pero bastante representativa: aburrido.

Herederos al fin y la cabo de esa sensibilidad romántica que ha perdido sus orígenes y ha entronizado la “expresión” como tabla de medición asentada en una sensibilidad a estas alturas desquiciada por su sobre explotación melodramática, pedirle al “arte clásico”, la resolución de esos conflictos que anidan, a fin de cuentas, en la erosión de nuestra subjetividad, es desmesurado y bastante ingenuo.

Por ello, como no hemos sido educados para oír o reconocer en lo “clásico” algo ajeno o distinto a esa expresión que siempre deseamos arrebatar a los hechos como justificación de nuestro escaso talante de asombro, quedamos perplejos frente a esas obras que nos traen a presencia lo que creemos de suyo sabido, pensando que es suficiente reconocerlo para gustarlo estéticamente. Cuando en verdad, no es así y esa perplejidad nos obliga a bajar la mirada en el rito social de la aprobación que otorga la sala de concierto.

El sábado 18 de mayo fue el concierto de la Orquesta de Cámara de Chile en el Aula Magna de la Universidad Técnica Federico Santa María bajo la batuta del maestro venezolano Rodolfo Saglimbeni quien, por primera vez en su larga carrera profesional, tomó a su cargo a esta tradicional agrupación de nuestra escena musical chilena.

Con un programa en apariencia bastante convencional -Beethoven, Schumann, Mozart-, la Orquesta de Cámara de Chile volvía al Aula Magna después de varios meses de ausencia, como pilar fundamental de los conciertos que se otorgan en la sala de la universidad porteña. Un programa sin duda, familiar, sin provocaciones, asimilable, sereno y, a fin de cuentas, satisfactorio para el nutrido público de fin de semana que hace un alto con el rito sabatino de oír la “mejor música” en una de las “mejores salas del país”.

En eso no hay menos exigencia: la batuta de Saglimbeni actuó a la altura de las circunstancias y su ejecución, limpia, sin estridencias, perfectamente sincronizada con la pequeña orquesta en sus detalles sonoros, fue sin duda una experiencia alejada de toda monumentalidad y altanería. Esa “familiaridad” incluso se hizo patente después del intermedio, donde antes de comenzar la segunda parte, el maestro venezolano tomó la palabra por breves minutos y de modo muy pedagógico, sencillo, pero exacto, otorgó una breve descripción de las obras que formaban parte del programa.

La primera parte de la velada fueron dos piezas escasamente oídas: la obertura del ballet Las criaturas de Prometeo de Ludwig van Beethoven y la Obertura-Scherzo-Final de Roberto Schumann. La obertura de Beethoven, una breve pieza que no dura más de 11 minutos, es una obra de juventud del maestro de Bonn. Compuesta para un ballet sobre el clásico mito de Prometeo en fecha tan temprana como 1801, sin duda el valor de esta música radica en que prefigura en su material temático tanto la Primera sinfonía como parte del material a desarrollar en la Tercera sinfonía Eroica un lustro después.

La obertura es una breve composición que privilegia las maderas en diálogo saltarín con las cuerdas, no hay intensidad dramática, más bien, un ritmo persistente, juguetón que va, paulatinamente, ensamblando a toda la orquesta con singular destreza en el equilibrio de las partes. Saglimbeni abordó directamente la obra: sin preámbulos, de modo seco, yendo al grano, sin ornamentos, una desnudez casi pictórica con el tejido sonoro que no dejó de llamar la atención.

Seguidamente, la obra de Robert Schumann, una especie de sinfonietta que se niega a sí misma desde su nominación, descriptiva y funcional- Obertura, Scherzo y Final- hace pensar en lo que podría ser la dilatación de la forma sonata hacia ámbitos emocionales donde las cuerdas poseen una privilegiada posición descriptiva y donde los metales -cornos sobre todo- adquieren razón de ser en esa proverbial manera que este músico romántico tenía de orquestar sus obras, haciendo de ese instrumento de viento espina dorsal de sus exploraciones sonoras.

Pero si bien es cierto, las modulaciones de esta pieza de Schumann pueden hacernos perder en la ensoñación, dada su prodigalidad tendiente hacia un cromatismo afectivo, sería iluso o inadecuado asociar esta pieza con música programática tal como aparece en otras composiciones de este músico.

Esto permite, tal vez aventurar que esta breve obra fuera una especie de laboratorio o prueba sonora ante el desafío de obras de mayor envergadura como podrían ser sus sinfonías y, por otro lado, la sequedad camerística del tratamiento orquestal la sitúa alejada del lirismo de sus conciertos -ya para piano, ya para violín o violonchelo- haciendo que sin ser una obra mayormente célebre, resalte en su peculiaridad.

Quizás por ello, el tratamiento de Saglimbeni fuera en todo momento “a escala”, es decir, un asalto paulatino de sus partes, sin hacer notar en demasía la intensidad en alguna sección especifica: todo era necesario, desde la sombría presencia de los contrabajos, hasta el lirismo broncíneo de los cornos, pero tratando de otorgar una visión de conjunto, equilibrada y sin remilgos.

La segunda parte de la velada fue la Sinfonía n.º 41 Júpiter de Wolfgang Amadeus Mozart, la piece de résistence de todo el concierto. Sin duda una versión notable que electrizó al auditorio desde su primer acorde. Esta sinfonía es una de las últimas que compuso el genio de Salzburgo: junto a las n.º 39 y n.º 40, fue escrita en un lapsus brevísimo de menos de un mes en 1788. El adjetivo con el cual ha pasado a la posteridad no se lo dio Mozart. Fue el público y los editores en las interpretaciones póstumas de esta singular sinfonía las que le otorgaron ese sobrenombre. Uno muy pertinente y justo en todo caso.

Esta sinfonía de Mozart muestra un arte maduro: no es tanteo, ni exploración; no es tampoco música galante para la satisfacción de un público cortesano, menos una obra melodiosamente fácil como tantas otras de este compositor. Es, sin duda, una obra producto de una prolija técnica compositiva, donde se muestra con creces tanto la inspirada motivación lírica de sus modulaciones suaves y enérgicas a la vez, como asimismo una artesanía formal que hace de la forma sonata un receptáculo ideal para las exploraciones contrapuntísticas y las secciones fugadas, tal como evidencia el denso y maravilloso último movimiento.

Pero si bien, en esta obra, Mozart no le va en zaga a Haydn y está a las puertas del mejor Beethoven, es una obra que establece su propio límite. Acá, en esta sinfonía, la idea clásica de equilibrio formal se ve llevado a su frontera significante: todo en ella está trabado, concatenado y prolijamente cincelado como la más bella obra de arte.

Una escultura sonora repasada en sus últimos detalles, una obra musical que se vuelve modélica en su prestancia sonora y en su estructura que, no por rígida es menos flexible en su maravillosa puesta en sonido como parte de una sensibilidad que explora los recovecos de la imaginación y de la belleza.

Una obra así, Saglimbeni la interpretó de modo magistral con la Orquesta de Cámara de Chile: su fuerza, pero también su equilibrio, su pasión, pero simultáneamente su contención, su desborde imaginativo, pero su apego fidedigno al tempo y al ritmo, sin duda quedan como ejemplos significativos de lo que implica interpretar una obra clásica, haciendo de ese concepto, “lo clásico”, no algo monumental, ni distante, sino más bien, algo vívido, cercano, mostrándonos en la certera audición, la construcción sonora de sus materiales temáticos.

Porque la interpretación de Saglimbeni hizo algo que pocas veces se saca a relucir cuando se toca esta obra: el valor constructivo de sus partes, siendo tocadas como un ensamblaje de sonidos según las familias de instrumentos iban requiriéndolo: ya fueran las maderas o los metales, ya fueran las cuerdas, subdivididas en genial contrapunto para hacer resaltar por la mano del director venezolano, su textura a modo de densos y prolijos lienzos de sonidos organizados con inteligencia, pero sobre todo, con gracia.

En esta interpretación, se nos hizo presente que cuando encerramos a una obra de arte en el cliché de las nominaciones genéricas, estas mismas obras, siendo bien interpretadas, pues hacen volar por los aires toda la petulancia que hacemos en el lenguaje para intentar explicar algo que sólo oyéndolo, nos hace percatarnos que estábamos equivocados y que el sentido de las palabras, más que describir lo exacto de las experiencias estéticas, son en verdad una jaula llena de prejuicios que se desmoronan ante la vivencia intensa de la belleza.

El próximo concierto de carácter docto de la 79º Temporada Artística 2019 de la Universidad Técnica Federico Santa María en Valparaíso será el día sábado 8 de junio, cuando la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile aborde un programa dedicado a los compositores Martin Jaggi, Claude Debussy y Manuel de Falla.

 

Ismael Gavilán Muñoz (Valparaíso, 1973). Poeta, ensayista y crítico chileno. Entre sus últimas publicaciones están los libro de poemas Vendramin (2014) y Claro azar (2017) y el libro de crítica literaria Inscripcion de la deriva: Ensayos sobre poesía chilena contemporánea (2016). Ensayos, notas y reseñas suyas se han publicado en diversas revistas nacionales y extranjeras. Es colaborador de La Calle Passy 061 y de Latin American Literature Today. Ejerce como profesor en diversas universidades del país y es monitor del Taller de Poesía La Sebastiana de Valparaíso.

 

 

El maestro venezolano Rodolfo Saglimbeni

 

 

Ismael Gavilán Muñoz

 

 

Crédito de las fotografías utilizadas: Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio del Gobierno de Chile.