«Un relato premonitorio»: La realidad chilena en un cuento de Antón Chéjov

En la novela breve «La sala seis» encuentro el relato de ese médico genial –inigualable dramaturgo y cuentista nacido en Taganrog, villa costera del Mar de Azov– que reflexiona acerca de la situación hospitalaria de una pequeña ciudad rusa, circunstancia válida entonces para la política de salubridad de la más inmensa de todas las naciones del planeta. La descripción, realista y descarnada, escrita hace ciento cuarenta años, bien puede traslaparse al Chile de hoy, apenas reemplazando nombres, lugares y sustantivos.

Por Edmundo Moure Rojas

Publicado el 16.2.2020

La literatura no sólo nos regala esa maravillosa recuperación de la memoria, tal vez el mejor recurso para derrotar la muerte, sino también nos ofrece, a menudo, proyecciones notables del futuro. Si contamos con textos como 1984, de George Orwell o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, escritos con intención vaticinadora, que hoy, para ambas narraciones, son realidad o lo han sido, en buena medida, aplicados analógicamente a totalitarismos del siglo XX, también poseemos piezas literarias cuya estructura realista y estéticamente atemporal nos hacen experimentar una extraña sensación de lo contemporáneo. Es el atributo que otorga el gran arte, en su indiscutible universalidad.

Por eso, quizá sea positivo, en el sentido de la servidumbre del poder, que nuestros gobernantes y políticos del siglo XXI no lean, que desprecien la literatura y otras artes (política cultural de Evópoli), que se mantengan ignorantes ante esos móviles psíquicos y presupuestos esenciales de la condición humana que nos revelara Homero, que recrearan con singular maestría Chaucer, Shakespeare, Cervantes y Rabelais, mientras aquéllos sólo se abocan a lo inmediato y utilitario. De lo contrario, no serían en propiedad “servidores públicos”, según esta falacia lingüística devenida en contradicción, cuando lo público vale sólo para acrecentar su peculio privado en razón, precisamente, de no servir ni entregarse a una causa otrora estimada por el civismo como filantrópica e idealista.

Leyendo a Antón Chéjov, su novela breve La sala seis, encuentro el relato de ese médico genial –inigualable dramaturgo y cuentista nacido en Taganrog, villa costera del Mar de Azov– que reflexiona acerca de la situación hospitalaria de una pequeña ciudad rusa, circunstancia válida entonces para la política de salubridad de la más inmensa de todas las naciones del planeta. La descripción, realista y descarnada, escrita hace ciento cuarenta años, bien puede traslaparse al Chile de hoy, apenas reemplazando nombres, lugares y sustantivos.

Con el respeto que merece Chéjov y su buen personaje, el galeno Andrei Yefimych, me remito al médico chileno, ministro de salubridad, Jaime Mañalich, individuo de cinismo maquiavélico superlativo, que bien hubiese podido encarnar a uno de los más siniestros protagonistas de Shakespeare, aunque si de esperpentos se trata, mejor se lo asignamos a las Comedias bárbaras de Valle-Inclán.

Mañalich no será recordado por sus cualidades hipocráticas, ni por ninguna otra aleatoria, aunque sí por haber pertenecido a la cúpula de uno de los gobiernos más nefastos y corruptos en la historia de Chile, como es el que aún preside, tambaleante y dispéptico, Sebastián Piñera Echeñique.

Dejemos la palabra al mejor Antón Chéjov:

—En la ciudad se sabía la vergonzosa realidad del hospital, y quizá se exageraba ciertos detalles, pero nadie se revolvía y todo el mundo lo aceptaba con la mayor indiferencia. Eran muchos los que se disculpaban diciendo que en el hospital solamente internaban a campesinos y a míseros tenderos (pobladores y pequeños comerciantes) que en su casa vivían mucho peor aún y que, por consiguiente, no tenían el menor derecho a protestar. ¡Era absurdo que pretendieran comer faisanes! (cazuela de ave o de vacuno)… Aún había que darle gracias a Dios que por lo menos pudiesen tener un hospital. Y las autoridades (Piñera y Cía.) no pensaban invertir ni un miserable kopek (peso chileno) en la construcción de un hospital, puesto que si había uno, ¿para qué levantar otro?

Después de haber hecho la visita de inspección por el hospital y sus anexos, Andrei Yefimych (Jaime Mañalich) llegó a la conclusión de que era una institución inmoral y perjudicial (poco rentable) para todos los que trabajaban y para los internados (pacientes o padecientes) y para los que allí trabajaban (auxiliares, enfermeros (as) y paramédicos). Según él –(Yefimych-Mañalich)– lo mejor que se podía hacer era… dar de alta a todos los enfermos y cerrar el hospital.

Pero después de mucho reflexionar, (Yefimych-Mañalich) se dijo que a pesar de todas las medidas que pudiera adoptar, no conducirían a ningún resultado positivo. Si lograba eliminar momentáneamente la suciedad física y moral, al cabo de algún tiempo se repetiría con la misma intensidad. Se dijo, además, que si los habitantes de la ciudad (los ciudadanos contribuyentes) habían sufragado la construcción del hospital, era porque reconocían su necesidad y su importancia, y que hay muchos males que con el tiempo llegan a ser algo bueno, como, por ejemplo, el estiércol que se convierte en abono. No había nada bueno en el mundo que en su origen no hubiese sido nefasto.

Después de tomar posesión de su cargo, (Yefimych-Mañalich) vio casi con indiferencia aquella situación y aquel estado de cosas. Sólo exigió que los criados (funcionarios) y las enfermeras no durmieran en la misma sala con los enfermos, y consiguió que se ordenara el instrumental quirúrgico. Respecto a los enfermos, a las enfermeras, a los practicantes y a las enfermedades que se derivaban al pabellón, todo siguió como antes.

Las estadísticas dicen (reflexionaba Yefimych-Mañalich) que han sido atendidos doce mil enfermos… lo que viene a significar que han sido engañadas doce mil personas. Internar a los gravemente enfermos en el hospital es imposible, pues no contamos con los medios necesarios.

¿Y por qué impedir que la gente se muera si la muerte es su fin lógico y justo? ¿Qué importancia tiene que un comerciante o un profesional o un funcionario vivan cinco o diez años más? Si el objetivo del médico es aliviar los dolores por medio de medicamentos, involuntariamente nos planteamos esta pregunta: ‘¿Para qué aliviarlos?’ En primer lugar, afirman que los dolores ayudan al ser humano en conseguir su perfeccionamiento (Papa Francisco dixit), y, en segundo lugar, cuando la humanidad llegue realmente al extremo de cuidar sus dolencias por medio de grageas y de píldoras, podremos arrojar por la borda la filosofía y la religión, que hasta el presente nos han protegido contra tantos tormentos, y en la religión hemos hallado siempre un seguro refugio. Puschkin padeció terribles torturas antes de su muerte; el pobre Heine vivió paralítico durante muchos años; pues, ¿por qué motivo un Andrei Yefimych (Jaime Mañalich) o una Matriona Savishna (María González), cuya vida no tiene significación ni importancia alguna… no habrían de enfermar, sufrir y morir también.

Abatido por estos pensamientos, Andrei Yefimych fue perdiendo el valor, y acabó por no ir todos los días al hospital.

 

Hasta aquí el gran Chéjov. Jaime Mañalich también va hoy en día mucho menos a los hospitales, desde noviembre pasado, pero no por decepción escéptica ni remordimiento casuístico, sino porque allí lo funan, le pintarrajean su automóvil nuevo, le amenazan con matarlo, le gritan que no es digno de Hipócrates, sino un burdo mercachifle de la salud; tampoco va a renunciar el ministro, porque está aferrado a su puesto, como los tristes y temerosos habitantes de La Moneda, esperando el turno del enemigo marxista que irrumpirá para devorar los frutos postizos del Patio de los Naranjos.

No sé si Antón Chéjov habrá intuido también la existencia de otros ministros chilenos que hubiesen recomendado a ciudadanos de escasos recursos que rezaran a Jehová para que mejorase la economía, o promovieran el uso de las salas de espera en los servicios hospitalarios como lugares de tertulia o feliz vida social.

Hay quien dijo que: “la realidad siempre supera la ficción”. Quizá acierta, aunque todo realismo, por crudo que fuere, necesita del trabajo estético para que no devenga en simple reportaje o nota periodística. Lo prueba con creces Antón Chéjov. Menos mal que tenemos sus libros como la mejor de las compañías posibles, incluso en antesalas y mesones de espera, donde aguardan monstruos semejantes a los que acechaban a Franz Kafka, ahora con los rostros agrios de Mañalich y de Piñera.

¡Vade retro, Satana!

 

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Edmundo Rafael Moure Rojas nació en Santiago de Chile, en febrero de 1941. Hijo de padre gallego y de madre chilena, conoció a temprana edad el sabor de los libros, y se familiarizó con la poesía española y la literatura celta en la lengua campesina y marinera de Galicia, en la cual su abuela Elena le narraba viejas historias de la aldea remota. Fue presidente de la Sociedad de Escritores de Chile (Sech) en 1989, y director cultural de Lar Gallego en 1994. Contador de profesión y escritor de oficio y de vida fue también el creador del Centro de Estudios Gallegos en la Universidad de Santiago de Chile (Usach), Casa de Estudios donde ejerció durante once años la cátedra de «Lingua e Cultura Galegas».

Ha publicado veinticuatro libros, dieciocho en Chile y seis en Europa. En 1997 obtuvo en España un primer premio por su ensayo Chiloé y Galicia, confines mágicos. Su último título puesto en circulación es el volumen de crónicas Memorias transeúntes (Editorial Etnika, 2017).

Asimismo, es redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

Edmundo Moure Rojas

 

 

Imagen destacada: Olga Knipper y Antón Chéjov.