Vigilar y castigar en el miedo: La efectividad de una pandemia postmoderna

Todo ciudadano de la República de Chile —al ser susceptible de contagio y de muerte por el Covid-19— es controlado en todas sus esferas, lo enumeran, lo restringen, es deportado a residencias sanitarias, observado y un largo etcétera y pierde así virtualmente sus derechos fundamentales y materialmente su libertad personal.

Por Alberto Cecereu

Publicado el 12.6.2020

El poder político sucesivamente encuentra formas para materializar su coacción. Hizo del terrorismo a partir del 11 de septiembre de 2001, el lenguaje del miedo como argumento para implementar una agenda temeraria. Casi 19 años después, han utilizado la amenaza pandémica para instalar un estado de excepción de nivel global.

El logos, una y otra vez, intenta ser un elemento material como dispositivo inteligible y aceptado por la sociedad. El logos se ve, se palpa, se transmite. Y ante el miedo a la muerte, el logos se vuelve acción. ¿Cómo? No sólo a través de la acción del Estado, sino a través la promoción de la vigilancia de los cuerpos por intermedio de los agentes civiles. Estos agentes no son otros que los vecinos, los colegas de trabajo y la misma familia. Este mecanismo —que no es otro, que de control y poder— tiene éxito, ya que como lo estableció Aristóteles, el hombre accede a su naturaleza a través del lenguaje.

La sociedad moderna ha utilizado la excepcionalidad como estado común. La guerra, el terrorismo, la amenaza nuclear, el enemigo invisible, los virus, los hackers, etcétera. De esa forma el ciudadano a la vez que legitima a través de la adquisición del miedo, si no se acopla al discurso se transforma no sólo en disidente, sino también en virtual terrorista.

Hoy, ¿qué es sino un criminal que atenta con la salud pública alguien que ejerce su libertad en medio de una pandemia?, ¿es el disidente al discurso oficial de emergencia un terrorista del pensamiento?, ¿quién se atrevería a cuestionar que coartar las libertades es una medida razonable? Así las cosas, el estado de excepción es una normalidad para ejercer el poder y el Gobierno. Si antes, a través de la delincuencia, se procuraba instalar una vigilancia perpetua de la población, en la actualidad, para ser más efectiva esa vigilancia, se masificó el miedo de la pandemia y a la muerte.

Las pandemias son efectivas. Permiten generar una sistematización de la vigilancia. Esa sistematización, tiene como metodología:  caracterizar, dividir, clasificar y separar. La pandemia es orden. La enfermedad es caos y muerte. En efecto, si antes el poder era un logos simbólico, con la pandemia, el logos es regulación omnipresente, que lleva a determinar la vida entera del individuo.

El Estado necesita del terrorismo. Se define así, el sistema de gobierno. La pandemia es consustancial a la extensión del ejercicio policíaco. De esta forma, todo ciudadano, al ser susceptible de contagio y muerte, es controlado en todas sus esferas. El ciudadano, lo enumeran, lo controlan, es deportado a residencias sanitarias, vigilado y un largo etcétera.

El contagiado, que pierde virtualmente su ciudadanía y materialmente su libertad, es excluido y se transforma en el chivo expiatorio de la comunidad cercana y el barrio. Residen en él, el descrédito, el linchamiento moral, en una especie de pogromo verbal. Los vecinos así pueden obtener un barrio puro. El Estado, una sociedad ordenada.

La clase política promueve el discurso del miedo, con tal de ampliar el poder como la determinación de un orden que establece fronteras de actuación del miedo. Es decir, como se sabe que, a través del miedo, puede provocar una violencia generalizada y sin medida a los individuos, el poder cobra legitimidad ya que es el único que permite crear distinciones y límites. Por tanto, la violencia se resignifica. La violencia viene de un otro enfermo o de un otro que expone la salud pública. Ese otro, penetra en el campo higiénico, que no es otra cosa, que el campo del poder político y de los dispositivos que controla. El poder político se vuelve en sentido inmunológico, el único que puede salvarnos de la muerte.

Estamos viviendo un sentido de emergencia establecido y masificado a nivel global que ha coartado las libertades civiles, minado el pensamiento crítico y categorizado a los ciudadanos, no sólo en sanos y enfermos, sino que obedientes o desobedientes. Nunca habíamos visto, tanta cohesión ante ese lenguaje opresivo. Los que antes estaban en contra de la extensión del Estado, reconocen en ahora, al salvador de los mundos, a los rescatistas de empresas quebradas, en solucionar la miseria. Los que antes clamaban por la extensión estatista, ahora los vemos imbuidos por encontrar muertos con tal de extender aún más el poder estatal.

¿Se atreve a usted cuestionarlo? Hágalo. Entrará así, en alguna categoría del lenguaje binario. Lenguaje pobre de las sociedades opresoras. Lo normal y lo anormal, en toda la extensión, y que en definitiva es la concreción de un conjunto de técnicas y mecanismos para controlar, dominar y manipular los cuerpos.

La pandemia actual es el poder. Poder que estimula el desarrollo de una sociedad higienista. La creación de la emergencia sanitaria —en base a una enfermedad que sólo ha matado el 0,01 % de la población mundial—, demuestra el desplazamiento de lo simbólico del logos y su poder hacia lo material: coercitivo siempre, coactivo en todo momento. El SARS-Cov-2 ha sido el mecanismo sofisticado para crear un sistema para ampliar el poder y ejercer la racionalización de la violencia hasta la vida privada de los individuos.

 

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Alberto Cecereu (1986) es poeta y escritor, licenciado en historia, licenciado en educación, y magíster en gerencia educacional, además de redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

Alberto Cecereu

 

 

Crédito de la imagen destacada: The Associated Press.