Volumen «Todo se derrumbó», de varios autores: Todo se deconstruyó

La antología de relatos sirve como una puerta de entrada al arte narrativo de un grupo de autores que están haciendo sus primeras armas en el mundo de la literatura (con uno o dos libros publicados cada uno, según señala el prólogo) y que, pese a la diversidad de miradas y de voces, logra situarse en conjunto como una apuesta interesante y bien lograda.

Por Julián Calvo Nimega

Publicado el 23.11.2018

Todo se derrumbó, relatos sobre el desastre (Santiago-Ander, 2018), se presenta en el prólogo como una jugarreta de amigos, más que como un verdadero ejercicio de reunir en un libro una muestra representativa de la literatura actual; sin embargo, el resultado es más que favorable.

Todo se derrumbó tiene un hilo conductor en el tema del desastre (de ahí su nombre). A pesar de la diversidad de estilos, voces, e incluso edades de los autores incluidos, el libro fluye entre relatos bien construidos y, en muchos casos, sobresalientes.

Pese a lo que podría esperarse al ver la portada (y claro, el título), en este libro no encontraremos terremotos, tornados ni pandemias mortales. El desastre es abordado desde perspectivas personales, en vidas que se derrumban en distintos espacios y contextos. Tal es el caso de “El color de la tierra sin plantar” de Carolina Brown, que nos sitúa de manera casi voyeur en la intimidad de una relación de pareja que se viene abajo debido a una situación imprevista y dolorosa que derriba al hombre, pero de cierta forma también a la mujer, todo en medio de una casa en medio del bosque, solitaria y metafóricamente viva. El bosque también se hace presente en el relato de Macarena Araya, titulado “La segunda casa”, donde se nos habla de dos familias que entran en conflicto debido a la oscura forma de hacer dinero de una de ellas en plena época de la Dictadura Militar (1973 – 1990). A través de los ojos de una niña nos internamos en una especie de bosque donde se ubican las casas, pero que también funciona como un bosque de mentiras y peligros, donde seres como la Fiura y la sombra de la Dictadura son posibles. En “Feriado”, de Carmen Galdames, también nos situamos en un bosque que actúa a la vez como refugio y como cárcel de dos amigos que, tras salir de paseo en la camioneta del padre de uno de ellos, terminan perdidos y atrapados en dicho bosque, donde comenzarán a desvelar secretos dolorosos e incómodos.

Existen también relatos situados en la ciudad y ligados a problemas sociales actuales, como en “Dónde jugarán los niños» de Francisco García Mendoza”, que trata del crecimiento desenfrenado de los edificios y de sus nefastas consecuencias en la vida de las familias que habitan lugares apetecibles para las grandes constructoras, capaces de derrumbar no solo una casa para levantar una torre, sino también a una familia completa. La vorágine del progreso y el consumo son de cierta manera abordados también por Francisco Marín-Naritelli, intercalando una historia familiar dolorosa con la superficialidad consumista del mall santiaguino, y graficando a través de una tormenta y de barcos que se hunden, cómo una vida se viene abajo en medio de carteles y avisos publicitarios.

También tenemos cuentos más intimistas, aunque con matices y colores diferentes, como “Nada duele todavía” de Amanda Teillery, y “De qué hablamos cuando hablamos de apocalipsis” de Emilio Ramón. En el texto de Teillery encontramos a una pareja de amigas viviendo de una manera cruda el paso a la adultez y viendo cómo los viejos refugios de su niñez se van desmoronando, todo dentro de las paredes de una habitación. Similar atmósfera encontramos en el cuento de Emilio Ramón, donde un grupo de amigos (dos parejas) se encuentra bebiendo a la espera del fin del mundo que los medios de comunicación han venido anunciando. El planeta entero parece estar hirviendo a la espera del apocalípsis, mientras los amigos van poco a poco creando uno propio dentro de las cuatro paredes de una casa, a través de discusiones y confesiones incómodas antes del fin del mundo.

Ricardo Elías apuesta por un relato donde un ser derrotado por una relación amorosa nefasta se obsesiona con caer “al fondo del abismo”, que él relaciona con el mundo de los cines porno del centro de la ciudad. A través de un humor negro y ácido Elías juega con su protagonista, exponiéndolo a situaciones ridículas y delirantes. Joaquín Escobar (“El cuerpo de los radares”) y Rodrigo Torres Quezada (“Tánatolandia”) nos ofrecen relatos no menos delirantes y construidos en base a imágenes, sucesivas y rápidas en el caso de Escobar, y escabrosas en el caso de Torres.

El cuadro lo completa un sólido cuento de Constanza Ternicier (“Una maleta mal hecha”) que aborda el tema del despojo y del suicidio; “El pozo” de Nina Avellaneda, un cuento con una temática tan fuerte y dolorosa como es el abuso infantil; “La condición hermana” de Luis Hachim, relato que trata acerca de los límites de la locura, y “Adiós y gracias por la carne” de Alejandro Rozas, texto que trata acerca del fracaso de un escritor que en medio de una fiesta es excluido, curiosamente, de una antología de cuentos.

Todo se derrumbó sirve como puerta de entrada a la literatura de un grupo de autores que están haciendo sus primeras armas en el mundo de la creación artística-narrativa (con uno o dos libros publicados cada uno, según señala el prólogo) y que, pese a la diversidad de miradas y voces, logra situarse en conjunto como una apuesta interesante y bien lograda del panorama editorial local.

 

«Todo se derrumbó», varios autores (Santiago-Ander Editorial, Santiago de Chile, 2018)

 

 

 

Crédito de la imagen destacada: Santiago-Ander Editorial.