«Yo mi hermano», de Juan Mihovilovich: El inapropiado sentido de vivir

Las páginas de esta novela nos conducen por los laberintos mentales del hermano sumido en el sueño de la locura, que también por ventura, alberga las islas de la lucidez, todo esto en una prosa rayana en el monólogo dramático. De hecho, parece un texto muy adaptable a la estructura teatral, pero que conserva ese ritmo atrapante que ha deambulado por la mente de todos nosotros: el puente −por momentos sólido, a veces inestable o inexistente, que separa lo que somos de quien creemos ser.

Por Óscar Barrientos Bradasic

Publicado el 30.8.2019

En la recurrida y siempre actual Historia de la locura (1964) de Foucault se cuenta cómo aquellos seres considerados orates fueron, en más de una oportunidad, disidentes, presos políticos, personajes que por un enrevesado camino llegaron a fragmentar estructuras de poder. Este −el poder− sería, en consecuencia, la plomada justiciera que decide quién está en lo cierto, quién es funcional a los engranajes de la vida. También se habla allí de la famosa Stultifera Navis donde los dementes eran embarcados para enfrentar sin piloto el destino incierto de las marejadas, un porvenir donde solo el azar podría entregar el veredicto último. Alusión a la obra de Sebastián Brant y, por cierto, al célebre cuadro de El Bosco.

Quizás navegar por ese rumbo es el que nos ofrece Juan Mihovilovich en esta nueva entrega titulada Yo mi hermano (2015), editada por LOM. Digo esto, porque sus páginas nos conducen por los laberintos mentales del hermano sumido en el sueño de la locura, que también por ventura, alberga las islas de la lucidez; todo esto en una prosa rayana en el monólogo dramático. De hecho, parece una novela muy adaptable a la estructura teatral, pero que conserva ese ritmo atrapante que ha deambulado por la mente de todos nosotros: el puente −por momentos sólido, a veces inestable o inexistente− que separa lo que somos de quien creemos ser.

El gran poeta alemán Heinrich Heine sostiene: “La verdadera locura quizá no sea otra cosa que la sabiduría misma que, cansada de descubrir las vergüenzas del mundo, ha tomado la inteligente resolución de volverse loca”. Y es que escribir requiere de una dosis de enajenamiento, apelando a la etimología: hacerse ajeno, dejar de ser uno, ser el otro. En este caso la novela alberga un grito, un diálogo con el abismo muy cercano a la caída libre y por supuesto, la apuesta por lo simbólico. Hay una larga tradición literaria donde la locura opera como sátira moral, pero en este caso, es la celda donde se encuentra encerrada la reflexión de un alma atormentada.

En Yo mi hermano, el relato divaga por la ciudad de la infancia, por la historia familiar, el hallazgo de una sexualidad desbocada y por el halo inconfundible de una crueldad primera, donde la muerte y el sufrimiento operan como circunstancias cotidianas. El decadente Río de las Minas con su lastimera lágrima negra, estancado en hielo, donde el protagonista casi muere congelado, debido a la tonta travesura del hermano. Juan ya nos había convencido en una anterior aventura novelesca que la locura es contagiosa, pero esta vez lo hace a través de un abordaje retrospectivo, anclado en una memoria para nada difusa, siempre presente, para quien el dolor es más grande que un océano, en la conciencia culpabilizadora del hermano que no ha crecido en el derrotero tradicional de las emociones: «Ya lo sé. No me critiques antes de tiempo. Te reitero: no hay peor intento que una definición personal. Sé que lo compartes. Decir que no soy ni esto ni aquello en una aproximación ridícula a la idea de Dios, de su negación, de su misterio, del mío, del tuyo, del nuestro, en suma. No tengo ninguna habilidad especial para enfrentarme con el inapropiado sentido de vivir. Podría jugar con las palabras, como lo hemos hecho hasta ahora. Jugar y proponer alguna media de lo que somos y pretendemos, pero ya imaginarlo me parece artificioso». (Mihovilovich, 2015, p.105)

De esta manera, los infiernos cotidianos que nos ofrece el recuerdo, son también una revisión accidentada y nerviosa a los espejismos que nos ofrece la memoria. ¿Y si toda la escritura de Juan Mihovilovich no partiera de esa premisa? ¿O toda la literatura es una especie de recuerdo encapsulado? ¿Una puñalada artera a cualquier andamiaje que se pueda edificar en torno a la verdad? Todo aquello que en formatos de escritura psicológica o por salidas absolutamente burlescas nos enseñó la literatura rusa desde Tolstoi hasta Gogol, desde Dostoyevski hasta Bulgarov o Piniak.

Kipling dice que el escritor está llamado a hacer la fábula, pero no la moraleja. Quizás la moraleja que nos plantea el novelista es la conciencia escritural derruida, la certeza de la caída de la condición humana, la necesidad de la redención. Un géminis o más bien la sublimación de su némesis, porque el narrador proyecta el holograma de su alma en su hermano, no a la manera de una reproducción mecánica sino como una marioneta esperpéntica de Valle Inclán.

Quizás sea la única novela del autor que he leído hasta ahora, donde la culpa se susurra como un río sigiloso que se desliza entre sus líneas, una especie de confesión, aunque sin dejar de lado las alegorías propias del histrión y del interrogador.

Estamos, ante todo, frente a una novela de impecable factura, asertiva, una eficaz revisión al rumor de las sombras, aquellas que deambulan presurosas por los mundos del sinsentido, trabajadas desde la polifonía y el desdoblamiento, porque cada vez que alzamos la voz queremos acallar voces interiores.

Quieran estas urgentes y fugitivas palabras ser una invitación a su lectura, aunque como dice Quevedo: “Dios te libre lector de los prólogos largos”. El navío de peregrinación, la Stultifera Navis que nos ofrece Juan Mihovilovich es nada menos que un fragmento de su propia historia como hombre y escritor, no a la manera de quien intenta diluir intencionadamente las fronteras sinuosas entre la biografía y la carretera de la ficción, sino abriendo la casa de su alma al eco de una voz profunda, la del hermano sumido entre la caverna y el precipicio, al recuerdo que asoma siempre entre los matorrales para comunicarnos aquella verdad desgarradora.

 

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Óscar Barrientos Bradasic nació en Punta Arenas, Chile, en 1974. Escritor magallánico, ha editado el conjunto de relatos La ira y la abundancia (1997) y los libros de poesía Égloga de los cántaros sucios (2004) y Rémoras en tinta (2014). Ha publicado una trilogía de cuentos basados en la ciudad ficticia de Puerto Peregrino, constituida por El diccionario de las veletas y otros relatos portuarios (2003), Cuentos para murciélagos tristes (2004) y Remoto navío con forma de ciudad (2007). Es autor de las novelas El viento es un país que se fue (2009), Quimera de nariz larga (2011) y Carabela portuguesa (2013). En 2013, la Fundación para la Emigración Croata publicó en Zagreb El viento es un país que se fue, con traducción de la académica Zeljka Lovrencic.

Entre los galardones obtenidos se encuentran el Premio Municipal de la Ilustre Municipalidad de Valdivia Fernando Santiván, versiones 1997 y 2013; el Premio Nacional de Narrativa y Crónica Francisco Coloane (2013); el año 2015, el Premio Iberoamericano Julio Cortázar y el Premio a la Trayectoria Poética Fundación Pablo Neruda (2018).

Pertenece al Colectivo Pueblos Abandonados.

 

«Yo mi hermano» (2015), de Juan Mihovilovich

 

 

Óscar Barrientos

 

 

Imagen destacada: Juan Mihovilovich.