Aniversario de «Cine y Literatura»: «La caída de los dioses», la oscura ópera romántica de Luchino Visconti

Esta obra audiovisual debida al inmortal realizador italiano es una lección de arte fílmico, de historia y hasta de biología, y la cual nos reclama la creación de los anticuerpos sociales necesarios para que no se vuelvan a instalar las maquinarias psicóticas en nuestras mentes y corazones, invocadas por la muerte y la destrucción irracionales en el contexto de una sociedad de masas: los totalitarismos.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 15.8.2020

Una de las principales características de un virus es que no se trata, en sentido estricto, de un ser vivo. Para poder ser considerado así debe reunir dos condiciones que fueron definidas por el biólogo chileno Humberto Maturana como ecopoiesis y autopoiesis. La ecopoiesis prescribe que el organismo vivo debe formarse desde el entorno, mientras que la autopoiesis exige originarse desde sí mismo. Aquí es donde los virus fallan: un organismo vivo formaría su material genético a partir de proteínas que se codifican en su propio material genético, pero un virus carece de esta recursividad, de modo que debe proveerse de sus insumos genéticos a partir de las células que invade.

Quizás alguna vez fue un parásito que “degeneró” hasta perder la condición de ser vivo. Pero lo cierto es que se acopla de tal manera a la materia viva que tiene todos los aspectos de un organismo. Lo que sí es seguro es que tiene la propiedad inherente a todo parásito: la de crecer a expensas de una víctima a la que deberá destruir para poder sobrevivir… destrucción que llevará a la muerte también al parásito. Esta situación absurda equivale a un desastre biológico tanto para el parásito como para la víctima.

Pero la vida no termina en la piel: sus modelos de supervivencia se extienden más allá de los organismos. En el caso de los animales superiores, sus lazos, que son de materia y energía, están organizados siguiendo también relaciones de tipo social. Dicho en otros términos: una parte de la población podría parasitar a otra parte de la población sin acabar de entender que terminaría destruyendo tanto a su víctima como a sí mismo.

Todo está allí: la experiencia de casos anteriores; la lógica que pone de manifiesto la esterilidad de la conducta así como la evidencia palmaria, inmediata, de la autodestrucción… sin embargo, jamás cejará en su propósito. Se trata, en definitiva, de la naturaleza de la estupidez, que es la forma que adquiere un virus social para conseguir frustrar su propia existencia… y esto sucede aun en la especie humana, que es donde adquiere su mayor virulencia.

No resulta difícil comprender que es la voluntad del poder político, económico o burocrático lo que aumenta el potencial nocivo de una persona estúpida cuando ésta adquiere la forma de un virus social. Pero, ¿qué es lo que vuelve peligrosa a una persona estúpida en relación con el poder? En esencia, los estúpidos son peligrosos porque no pueden ser entendidos por las personas razonables. Una persona razonable puede entender la lógica del malvado: sus acciones seguirán un modelo racional… será un modelo perverso, pero que no dejará de manejarse como un mecanismo racional. De este modo, se pueden prever las acciones de un malvado y hasta sus maniobras y aspiraciones y esto lo sabe cualquier policía. Pero con una persona estúpida esto es absolutamente imposible.

Sobre la irracionalidad del poder como herramienta social para parasitar estructuras colectivas, el nazismo quizás sea uno de los ejemplos más devastadores de la Historia… aunque está lejos de ser el único, más allá de tanto ejemplo de estupidez social y política que viajó y aún merodea por el planeta. El asunto es que el poder del estúpido se mueve en paralelo a su número: son más de los que solemos creer.

Por eso no es raro que en muchas democracias imperen modelos estúpidos que se saben que van a fracasar porque siempre lo hicieron y porque no tienen una lógica básica que permita prever su supervivencia en el tiempo… Y es así como vemos surgir un gran peligro para una sociedad: que un estúpido ejerza poder sobre una mayoría estúpida. Expusimos el caso del nazismo: Hitler era un estúpido audaz, ambicioso, enfermo mental, dirigiendo a una multitud sencillamente estúpida.

Y es en este sentido que quisimos rescatar una suerte de libro, de texto fundamental en el cine para entender lo torcida y perversa que puede llegar a ser la estupidez orientada por y hacia el poder: La caída de los dioses (La caduta degli dei) de 1969 de Luchino Visconti será nuestro libro de texto, el cual se erige al comienzo de su trilogía que incluyen Muerte en Venecia de 1971 y Ludwig de 1972. El poder, la eventual ausencia de sustancia en el ser humano y el consecuente derrumbe moral, son sus ingredientes principales.

 

Peligros mayores

Como dijimos, el poder no responde a un mecanismo mental inteligente y su racionalidad es tan básica que muy bien puede llegar a ser el deseo propio de un estúpido, de modo que un estúpido puede encontrar con astucia —no con inteligencia— el camino para formalizar estructuras de poder y con ellas liderar a un enorme número de sus pares que lo seguirán hasta el fanatismo… Incluso se podría hablar de dos subcategorías: los estúpidos astutos, que se hacen del poder como una psicopatología propia que propagan en la comunidad y los estúpidos estúpidos, que adhieren y hacen propia esa psicopatología del poder y la siguen como corderos… y más de una vez hasta las puertas mismas del matadero.

Hay sociedades que han logrado marginar a los estúpidos con mecanismos de autorregulación social, especialmente moderando los elementos de poder político con formas monárquicas o republicanas de control, pero lo que Visconti nos cuenta en La caída de los dioses es la médula del proceso monumental de autodestrucción de una sociedad nacida en el nazismo y sin control alguno.

La historia comienza en la misma noche en la que arde el Reichstag: el 27 de febrero de 1933. Casi un mes antes, Adolf Hitler había jurado como canciller y ya había instado al presidente Hindenburg a que firmara un decreto con el fin de establecer un estado de sitio para “contrarrestar la confrontación despiadada del Partido Comunista de Alemania”. Tras la firma de este decreto comenzaron los arrestos masivos de comunistas o sospechados de serlo, incluyendo a los diputados de ese partido a pesar de su inmunidad parlamentaria. El filme termina tras la tristemente célebre Noche de los cuchillos largos de junio de 1934, durante la cual tuvo lugar la matanza de los miembros de las “Sturmabteilung” o SA (“los camisas café”) por parte de las tropas de las SS.

Entre estos dos acontecimientos históricos, la película fluye como una metáfora del surgimiento nazi a través del devenir de la familia Essembeck, representante de la vieja aristocracia alemana, que terminó sirviendo abiertamente al régimen. Los Essembeck constituyeron la fundamental empresa siderúrgica durante el ascenso al poder de Hitler y del nacionalsocialismo, evadiendo ante todo el mundo lo pactado en el Tratado de Versalles. Los enfrentamientos internos de la familia, por su parte, reflejaban la feroz y asesina interna del partido. Esta familia de ficción estuvo evidentemente inspirada en la verdadera historia de la familia Krupp y especialmente en Gustav Krupp, quien recibiera la medalla de oro nazi en 1940.

La psicología del poder es clara en ese sentido: los Essenbeck no podrán ni querrán evitar trasladar a su mundo egolátrico las ambiciones de la creciente dominación nazi para encontrar recursos que acrecienten su poder social y su dinero. Sin alcanzar a ver que este poder será el que desencadene todas las patologías —en la misma lógica absurda de un virus— que irán minando la fortaleza moral del grupo familiar como la última argamasa que mantiene un edificio social en pie. El virus del poder comienza a corroer a su víctima: el monstruo, en su vertiginoso crecimiento, ya comienza a tambalearse: es la borrachera del poder.

Pero Visconti no sólo acude a la historia y a la ficción, sino que también apela a diferentes fuentes artísticas. Las imágenes de la cacería remedan los abismos catónicos de la mitología nórdica y a Wagner y su ópera El ocaso de los dioses (Götterdämmerung), dando pie, además, al título de la cinta. Del mismo modo, cuando Dostoievski explica el modo en que los diablos entran en los cerdos, en su novela Los demonios, nos acerca también al proceso general de autodestrucción que esgrime la película: el poder como una posesión satánica perniciosa desde el comienzo.

Otros momentos reflotan las instancias más críticas del Macbeth de Shakespeare, especialmente en cómo se trabaja la seducción para incitar a todo tipo de crimen y conseguir más poder. Asimismo se destaca el futuro espíritu burlón —y diabólico— de Joel Grey en el Cabaret de Bob Fosse (1972) así como una reedición de El ángel azul de Josef von Sternberg (1930), en la frustrada representación inicial al estilo Marlene Dietrich en manos —y piernas— de Helmut Berger —uno de los “niños mimados” de Visconti en su debut— en el personaje del siniestro Martin Von Essenbeck.

Un rol que transita por la homosexualidad, el travestismo, el incesto y una muy cuidada pedofilia: se sabe y se “siente” todo pero no se ve nada directamente, aunque la perturbación está siempre presente y vibra en el discreto, provocador e inquietante manejo de las escenas de Martin buscando el contacto con niños.

 

Dirk Bogarde y Ingrid Thulin en «La caída de los dioses»

 

Surgimiento y caída

El parásito avanza devorando a los personajes desde dentro, por lo que prácticamente todo transcurre en una materia densa y oscura, tanto en lo visual como en el contexto del guión (de Nicola Badalucco, Enrico Medioli y el propio Visconti)… Es un tejido que se gangrena a sí mismo progresivamente y donde los protagonistas parecen atrapados no sólo por la oscuridad moral sino por una parálisis progresiva que los suspende en el tiempo, que los detiene en sus progresos biológicos y donde la quietud es muerte.

Con el acercamiento incestuoso de Martin a su madre, la descompone hasta cadaverizarla en vida. Las desmedidas ambiciones de Friedrich Bruckmann —un magnífico Dick Bogarde— lo llevan a una boda mortuoria bajo las exigencias de pureza racial del Reich y el gigantesco manto de la bandera roja y blanca del partido.

De hecho, quizás estemos frente a una de las películas donde Visconti más experimenta acerca de cancelar en parte el cine con momentos de una puesta teatral, pero no en el sentido de Tarkovski —con cámara estática y un marco— sino dándole a la pose teatral una dimensión más abstracta —por indefinida—, volviendo al cine a través de los claroscuros y los diálogos. Es un filme crudelísimo —que difícilmente encontrará paralelo aun en el propio Visconti—, contenido por ese universo de muros, escaleras y pasadizos indescifrables que es la mansión de los Essembeck.

El encuadre de las escenas tiene momentos de un soberbio terreno pictórico renacentista, iluminado con una profundidad de campo que desdibuja, con tétrico preciosismo, la oscuridad reinante en los momentos más íntimos de la trama, mérito de los directores de fotografía Pasqualino De Santis y Armando Nannuzzi. La banda sonora, a cargo de Maurice Jarre, habla de personajes y de situaciones para que el conjunto no se aleje de aquellos abismos donde, infatigables, luchan los clanes de los dioses nórdicos para que el universo permanezca estable más allá de los tortuosos corazones humanos.

En cuanto a la actuación, es excelente en todos los protagonistas: el abandono a la belleza de la baronesa Sophie von Essenbeck (Ingrid Thulin) cae de manera increíble hasta el escalón de lo espectral en la escena final de la boda. Un Bogarde como gran actor que parece nacido para el cine, con microgestos que revelan sus cálculos internos con precisión de relojería y, finalmente, el abominable Martin de Helmut Berger, son los que se llevan los melancólicos laureles de esta oscura ópera romántica. Una historia violenta y triste que culmina con un par de cadáveres como títeres con los hilos rotos y el infierno ascendiendo para devorarlos.

La caída de los dioses es una deprimente apisonadora que alecciona acerca de la voluntad de autodestrucción que los estúpidos de nuestra Historia como especie, se han encargado de repetir una y otra vez. Una lección de cine, de historia y hasta de biología que nos reclama la creación de los anticuerpos sociales necesarios para que no se vuelvan a instalar estas maquinarias psicóticas en nuestras mentes y corazones, invocando a la muerte y la destrucción. Un reclamo de anticuerpos que esta vez nos entrega Visconti a través del arte, pero que es una cosa que —y esto resulta tristemente evidente— estamos muy lejos todavía de alcanzar.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Charlotte Rampling y Umberto Orsini en La caduta degli dei (Götterdämmerung) (1969).