«Cabros de mierda»: La política en los intersticios

El filme de Gonzalo Justiniano nos estremece precisamente por eso, porque nos recuerda lo que fuimos, lo que todavía somos, el recuerdo de nuestros muertos, de nuestros desaparecidos, la huella imborrable de toda la violencia autoritaria sobre la cual se construyó el Chile moderno, pero también como advertencia de futuro, por qué no, de espacio de acción y posibilidad de lo público, y que bien podría reflejar las palabras de Marshall Berman (1998): ¿Qué pasaría si la multitud de hombres y mujeres aterrorizados por el tráfico moderno pudiesen aprender a afrontarlo juntos?

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado el 4.09.2017

«Donde quiera que los hombres viven juntos, existe una trama de relaciones humanas que está, por así decirlo, urdida por los actos y las palabras de innumerables personas”.
Hannah Arendt

Chile, 1983, población La Victoria. Se cumplen diez años del golpe de Estado, diez largos años de dictadura militar. Samuel, joven misionero estadounidense, viene a predicar la palabra de Dios en medio de balazos, redadas, torturas, desapariciones, silencios tácitos, barricadas, rayados en las murallas. Allí conoce a Gladys, con todo el simbolismo de llamarse Gladys en nuestro país, una joven luchadora, pero también cálida, sensual, quien tiene a cargo un grupo de niños cuyos padres están detenidos o relegados desaparecidos.

Más allá del atendible análisis fílmico y narrativo de “Cabros de mierda” (Gonzalo Justiniano, 2017) que balancea aciertos y desaciertos, la película, para efectos de este escrito, nos plantea una interrogante principal: ¿Dónde está y cómo se ejerce la política en un contexto autoritario? En el Chile opaco de la dictadura, bajo el yugo del miedo, del terrorismo de Estado, de la CNI, la política, sin lugar a dudas, no se realiza en el Congreso, porque está clausurado, no transcurre en la Alameda, porque está vedada a las multitudes, no así a los vehículos o el comercio, menos se transmite a través de la televisión, donde abundan los programas musicales, los dibujos animados, Don Francisco, más aún, los discursos oficiales con la presencia omnipresente de Augusto Pinochet. La política, confiscada en 1973, peligrosa para el “Supremo Gobierno”, porque significa disenso, palabra, discurso, reducida a pecado, heterotopía (si aplicamos Foucault), ocurre en la calle, en la periferia, en la protesta, en los murales. Que sea en la población La Victoria y no en los barrios altos o céntricos, no es casualidad; La Victoria es el espacio por antonomasia de resistencia popular contra el orden autoritario, bajo los acordes de «Sol y Lluvia».

Un símbolo innegable de los ’80, que bien sabe reflejar el largometraje, es la olla común. Contra los valores propugnados por la dictadura: el exitismo económico, la individualidad, la sospecha, la muda vida confinada al espacio privado de la casa, como metástasis propias de una sociedad neoliberal, profundamente dislocada, la olla común representa un espacio de encuentro, de solidaridad, un ejercicio propiamente político, y que es objeto de recelo, claro está, porque todo lo que huela a comunitarismo es “tufo marxista”.

En el juego siempre cómplice de los pequeños gestos, la política se hace en los intersticios, en los papelitos escondidos bajo las cajas de frutas, en las miradas cómplices, en los abrazos sentidos dentro de la casa, fuera de la casa, en las calles empolvadas y sin pavimentar, en los spray, en los neumáticos amontonados para cortar el tránsito y quemar una y otra vez la opresión, aun de la violencia aciaga, casi inaprensible para nuestra actualidad, aun del cuerpo castigado por las armas y torturado en oscuros centros de detención… aun de los helicópteros sobrevolando el mar. La política, de pronto devenida en heroico ejercicio, busca restituir la democracia, la polis, donde se afinca realmente la libertad del ciudadano, tal como lo entiende Hannah Arendt (1997), puesto que: «Un hombre que solo viviera su vida privada, a quien, al igual que al esclavo, no solo se le permitiera entrar en la esfera pública, o que, a semejanza del bárbaro, no hubiera elegido tal esfera, no sería plenamente humano».

“Cabros de mierda” nos estremece precisamente por eso, porque nos recuerda lo que fuimos, lo que todavía somos, el recuerdo de nuestros muertos, de nuestros desaparecidos, la huella imborrable de toda la violencia autoritaria sobre la cual se construyó el Chile moderno, pero también como advertencia de futuro, por qué no, de espacio de acción y posibilidad de lo público, y que bien podría reflejar las palabras de Marshall Berman (1998): ¿Qué pasaría si la multitud de hombres y mujeres aterrorizados por el tráfico moderno pudiesen aprender a afrontarlo juntos?

El filme del director chileno Gonzalo Justiniano se puede apreciar, entre otras salas del país, en el Cine Arte Normandie de la capital.

Tráiler: