Cine trascendental: «Canciones del segundo piso», de Roy Andersson: El mundo como un caos grotesco

El director sueco se vale en este filme de un surrealismo con toques de humor negro para hacer una contundente crítica social. Así, la película retrata un microcosmos caótico y grotesco en un momento histórico muy cercano al nuestro: el cambio de siglo (2000), instante en el que los vaticinios de un posible colapso informático preocupaban a muchos. Se nos muestran personas perdidas muy centradas en su propio drama que parecen no saber afrontar su difícil realidad ni la del caos social en el que se encuentran.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 19.2.2020

 

«Cuanto más profundo es el caos más cerca está la solución».
Proverbio chino

«Lo que llamamos caos no es más que un orden incomprendido».
Dokushó Villalba

 

Preliminar

Para aquellos lectores que no hayan visto este filme y quieran hacerlo: quizás sea mejor leer este artículo tras su visionado dado que en él se explican detalles esenciales de su argumento (incluido el final).

 

Frialdad

La película nos muestra un microcosmos de gran frialdad. Hay frialdad en las personas cuya actitud es generalmente distante, personas a las que vemos con poca implicación en lo que ocurre y que a menudo aparecen inmóviles, personas casi más muertas que vivas cuyos rostros maquillados en blanco asemejan muñecos o títeres de porcelana. Hay frialdad también en los espacios —interiores y exteriores— en los que dominan los tonos neutros con muy pocos objetos de color que les aporten mayor vida, ambientes duros en los que apenas existen elementos naturales, en definitiva ambientes fríos que están en consonancia con esas personas.

Andersson se vale de un surrealismo con toques de humor negro para hacer una contundente crítica social al Mundo en el que vivimos, un Mundo que —como el microcosmos de la obra— cada vez es más caótico y grotesco. Tanto los poderes económico, político, eclesiástico y militar como el mismo pueblo son puestos en evidencia en su co-responsabilidad. Pueblo y poderes en la obra uniformizados por el miedo al caos en un momento histórico muy cercano al nuestro: el cambio de siglo en el que los vaticinios de colapso informático preocupaban a muchos. Miedo al caos por el cambio de siglo que se entiende como miedo al caos por la pérdida de la falsa seguridad de un sistema que se desmorona. Lo dice uno de los personajes, un militar que se aferra a lo ya caduco: “Nuestra carta y nuestra brújula reside en nuestras tradiciones, nuestra herencia, nuestra historia. Si no comprendemos esto avanzamos perdidos en la oscuridad”.

Así están todos, perdidos; son personas perdidas muy centradas en su propio drama que parecen no saber afrontar su difícil realidad ya sea la pérdida de trabajo, el fracaso de sus negocios o de sus relaciones y en general el caos social en el que se encuentran. Personas que con su actitud acrecentan la sensación de caos general.

Una potente imagen de ese estar perdido, de esa incapacidad de afrontar el caos es el gran atasco en el que se ve envuelta la ciudad donde transcurre la obra. Calles y calles colapsadas de coches que no pueden avanzar; nadie sabe lo que está ocurriendo o simbólicamente nadie sabe lo que ocurre en esa sociedad, en sus individuos, en sí mismo. Por contraste un indigente y un joven al cual su chica ha echado de casa conversan en una calle cercana sin tráfico; el indigente le comenta: “Me pregunto dónde va la gente. ¿Sabes tú dónde van? ¿Hacia qué van?”. Sublime esa pregunta de los desarraigados, de los expulsados que en la distancia alcanzan la perspectiva que los sumisos amorrados a sus posesiones/miedos no tienen. ¿Quién está más perdido?

 

«Canciones del segundo piso» (2000)

 

De lo grotesco y la locura

Andersson nos muestra ese microcosmos caótico haciendo énfasis en lo grotesco. Lo hace con su habitual estructura de sketches concadenados donde lo absurdo refleja la realidad de este Mundo, el nuestro, cada día más grotesco.

Como el del inicio de la película en el que vemos a uno de los protagonistas, el comerciante Kalle —interpretado por Lars Nordh— trajeado con su cartera conversando con un magnate en un solárium, tras ellos desfilan hombres en albornoz que disfrutan de las instalaciones del club elitista en donde se encuentran. Una imagen de la sumisión y del desprecio al que “no pertenece”. Allí conversa el comerciante intranquilo con su uniforme de trabajo agachándose incómodo ante el señor del dinero en su relajada desnudez ociosa.

O el del propio Kalle en su tienda tras un sospechoso incendio conversando con unos hombres de la compañía de seguros. Les habla de que hay catástrofes peores, de su hijo mayor quien está internado en un psiquiátrico: “gravemente enfermo. Escribió tantos poemas que se volvió majareta. Es espantoso”. Mientras, en la calle, se observan personas “normales” desfilando, flagelándose mutuamente cual procesión religiosa, al verlos el comerciante comenta: “Toda esta gente lucha por días mejores”, genial.

Ese: “Escribió tantos poemas que se volvió majareta. Es espantoso”, lo repite el hombre una y otra vez, la supuesta locura del hijo que no ha podido con la locura colectiva aceptada. Lo vemos apático en el centro donde está internado; le visitan su hermano —empático, quizás el único en el filme— que le cita poemas y le anima: “llegará tu momento, no es verdad que la gente se burle de los poemas. Fingen” (ojalá sólo fingieran, pienso yo). Y el padre quien insiste en su retahíla poniéndose cada vez más nervioso, finalmente es a él a quien tienen que calmar los enfermeros. ¿Quién está más majareta?, ¿quiénes son los locos, los de “fuera” o los de “dentro”?, ¿o lo somos todos?

Y es ya una locura total el sacrificio de la niña Anna. Se nos muestra como es conducida —vestida de blanco impoluto y con una venda en los ojos— a un precipicio donde la arrojan. Representantes de los poderes civiles, eclesiásticos y militares asisten solemnes al “acto”. Tras el cual los vemos en un bar borrachos preguntándose qué más podían hacer. Cáustico y negrísimo sketche a propósito de la insensatez humana de tantos que prefieren sacrificar al inocente, al puro antes que asumir las propias responsabilidades y observarse en sus miserias. Triste realidad desafortunadamente muy común, especialmente entre los que ostentan el poder en todos los ámbitos de nuestro Mundo.

 

«Canciones del segundo piso» (2000)

 

Muertos y vivos

Esa niña inocente y otros muertos se le aparecen a Kalle en su búsqueda desesperada de alternativas de negocio. Unos muertos que dialogan con él incluso más que lo hacen los vivos, unos vivos que —como se ha dicho ya— más bien parecen muertos.

El comerciante acaba aceptando la propuesta de Uffe, un hombre que le ofrece participar en un negocio: la venta de grandes crucifijos ya que están a punto de entrar en el año 2000, el gran cumpleaños de Jesús. Mordaz crítica a la sociedad capitalista siempre aprovechando cualquier coyuntura para intentar hacer ganancia, crítica también al enriquecimiento de tantas iglesias —en especial la Católica— en torno a personajes para nada interesados como el propio Cristo. Y el “toque” simbólico del crucifijo que preside su conversación al que le falta un clavo por lo que él se balancea, la imagen de la inestabilidad de ese negocio, de esas gentes perdidas, de ese caos suyo, de este caos nuestro.

Y la escena final en un vertedero donde vemos a Uffe descargando con violencia sus crucifijos confesando a Kalle que fue la peor idea de su vida, despotricando de Jesús al que tilda de fracasado. Un discurso del no verse, del preferir eximir la propio responsabilidad en el “otro” (quien sea, en este caso Cristo). Kalle hace lo propio con sus crucifijos mientras se le acercan esos muertos cada vez más familiares, entre ellos un amigo que se suicidó y al que le debía dinero lo que para él fue un alivio (lo mío, el egoísmo como modo de ser). Se queja a todos (los demás que no son ni él y ni los pocos suyos) de su insistencia. “¿No podríamos parar de hacernos daño? Es el pasado, hay que mirar al futuro. Ponte en mi lugar, no puedo más. Hacemos lo que podemos. Luchamos para ganarnos el pan, para vivir algunos buenos momentos”.

Nuevamente —como en el sketche del bar tras el sacrificio de la niña— la afirmación exculpatoria: “hacemos lo que podemos”. Una afirmación que para nada parece ser cierta en ninguno de los dos momentos. Ahí están los muertos haciéndose ver, buscando ser oídos, queriendo ser comprendidos; y del mismo modo ahí (aquí en nuestro ahora también) está el caos haciéndose ver, buscando ser oído, queriendo ser comprendido. Entiendo que es necesario atender a sus llamadas “a pesar” de nuestros miedos y darse cuenta de que en el caos —en el revolverlo todo— a menudo radica la solución como advierte el proverbio chino citado al inicio.

 

Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Canciones del segundo piso (2000), de Roy Andersson.