Cine de mundos en peligro: «Brazil», de Terry Gilliam: La estúpida búsqueda del Poder

Filme de culto en el género de la distopía y de la ciencia ficción audiovisual, en esta cinta del realizador estadounidense –protagonizada por los actores Jonathan Pryce y Robert De Niro— se evidencian los nudos estéticos y argumentales más caros a su original filmografía: la figura de una autoridad política omnipotente y represora, y el consuelo y la liberación, concedidos a través de la persecución de un amor utópico e imposible.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 30.3.2020

“Siempre he tenido la necesidad de ver qué hay más allá, qué hay al dar vuelta la esquina. El mundo trata de decirte: esto es lo que hay y no te aventures más lejos… porque ahí afuera hay monstruos…”.
Terry Gilliam

Cuenta la leyenda que su título iba a ser 1984 y medio, intentando recordar y homenajear tanto a George Orwell como a Federico Fellini, pero resultaba ser que menos de un año antes había sido 1984 y en todo el mundo se recordaba la inevitable coincidencia de fechas con la célebre novela de Orwell, y el director inglés Michael Radford la había llevado al cine como homenaje: “…y el muy maldito le puso de título 1984… ”, así se expresaba irónicamente Terry Gilliam al verse obligado a cambiar el nombre de su proyecto. Y sigue contando la leyenda que estando cierta vez mirando desde un punto panorámico una playa de Gales toda cubierta de cenizas, se imaginó a un hombre solitario en ese páramo escuchando una radio donde sonaría el clásico tema Brasil de Ary Barroso… y entonces se decidió por ese título: “Brazil” con la insólita “z” del idioma inglés. Armonía y contraste son las dos grandes herramientas de la creación artística y mientras el primer título era consonante, el segundo era totalmente disonante porque, literalmente, el guión no tenía nada que ver con el país y su nombre… pero sí el tema de Barroso, que invadiría en múltiples versiones toda la extensión de la película.

¿Cuál es el tema central de Brazil? El poder. Nadie sabe a ciencia cierta de dónde viene o a dónde va… cuál es su sentido y su razón de ser. ¿Para qué sirve? ¿Qué soluciona? ¿En qué ayuda a los que lo asumen como propio o como fuerza exógena ineludible? ¿Beneficia en algo a alguien? En la Naturaleza el poder pareciera existir cuando un león caza y devora a una cebra. Sin embargo, apenas esta situación se extiende en el tiempo, la progresiva falta de cebras comienza a diezmar la población de leones. A las cebras se las mata con dientes y a los leones con hambre… y de ambas formas de morir es que nace la vida de ambos organismos sin que haya supremacía de una especie sobre otra en un sistema que es cerrado y donde cualquier forma de supremacía es una versión fatal de tontería que acabará, de una u otra forma, con el conjunto.

Gregory Bateson proponía esta situación: “A le pide un vaso de agua a B. B se lo alcanza. A lo toma y dice: ‘Gracias’…”. ¿Quién tiene el poder en esa situación? ¿A, porque B le obedece, o B porque A lo necesita para conseguir el agua? El poder no es algo que “esté ahí” para que alguien lo tome sino que depende de la descripción que uno hace de la situación. Cualquiera de los dos puede decirse que tiene el poder —A o B— dependiendo de cómo recortemos la secuencia. Dicho de otra manera, el poder nace de nuestra forma de ver las cosas, de pensarlas y de decirlas. El poder nace de quien ve a las personas como objetos, como entidades neutras que se pueden —de alguna manera— poseer y de quien tiene el estómago lo suficientemente fuerte como para dedicar (o sacrificar) su vida a sentir la necesidad inagotable de imponer su voluntad por sobre la de los demás. ¿Qué otra cosa se obtiene fuera de la homogeneización de la estructura social? Nada, salvo más ganas de tener más poder… un deseo inagotable, como todo deseo (que no se puede ver satisfecho porque dejaría de serlo).

Y en cuanto a la víctima del poder, ¿qué gana aceptando cumplir el rol de dominado? Muchas veces, el premio es la mera simplificación de su vida; su retroceso a estados minerales de la existencia donde sólo hace lo que el poderoso desea que haga. Se ha dicho, con justicia, que ninguna persona en su sano juicio ni aceptaría la menor cuota de poder ni aceptaría ser asumido como un objeto a poseer por otro, precisamente porque en ambas situaciones perdería la oportunidad de vivir una vida libre: tanto siendo poderoso como siendo el sometido. De hecho, el poder conlleva —en ambos extremos de la relación— una pérdida neta de libertad de significar y de ser significado. No obstante, hay factores externos que estabilizan la relación entre los que quieren perder libertad ejerciendo poder y quienes creen ser libres aun siendo manifiestamente dominados, y es por esta causa que los esquemas de poder nacen y se mantienen a lo largo de la historia humana.

La propuesta de Gilliam en Brazil para explicar esta estabilización de una situación de mutua derrota (porque la víctima —para no dejar de serlo— necesita esclavizar al poderoso como tal) es, por un lado, a través de la burocracia. Una vocación política de poder que se expresa en un encadenamiento infinito de oficinas, de formularios y de reglamentaciones y a través de la cual la Humanidad es controlada por medio de la división entre amigos y enemigos del Estado. Por el otro lado —por el lado del inmolado del poder— la banalidad y el consumismo constituyen la estructura central del pensamiento y sentir de la víctima. De modo que la sociedad de Brazil se estabiliza en un mundo sin libertad, enclaustrado en el poder y sujeto entre los grilletes de la burocracia y del consumismo.

Pero también está presente un fantasma en ese edificio abstracto e inaccesible, y es el terrorismo. Aunque los terroristas, muy a pesar de ellos mismos, no son verdaderamente ajenos al poder sino que funcionan en favor de la estabilidad del conjunto: años poniendo bombas y sembrando el caos le da la entidad que el poder necesita para justificar su existencia, bajo la premisa —no entendida siempre— de que atacar un sistema es informarlo y que al ser informado es consecuentemente mejorado. El terrorismo, así entendido, es un enemigo aliado que vuelve innecesaria la efigie del “Gran Hermano” de Orwell y sus omnipresentes “telepantallas” para vigilar a los miembros del partido: el poder armado —con sus arrestos, golpes, armas y hasta ejecuciones— es, de últimas, el aceite que lubrica los engranajes del poder. Una situación absurda, loca, inútil, estéril… y el filme busca, precisamente, armonizar visual y retóricamente con ese aparato de ideas y sensaciones.

 

Un afiche promocional de «Brazil» (1985)

 

Excesos y defectos

El poder es, entonces, una forma enferma de relación social. El poder, para serlo realmente, debe estar presente en todos lados, en todos los niveles de organización, comenzando en los más profundos del psiquismo, generando los deseos para el consumismo, y expandiéndose hacia las abstracciones más inasibles de la sociedad allí donde el objeto-talismán de la vidriera atrae la mirada, la voluntad y el corazón. La aplastante sociedad sin nombre ni objetivo de Brazil, su televisión monotemática, sus cirugías estéticas que oscilan entre juventudes recuperadas y amasijos de carne y de huesos, lo tiene todo controlado hasta la periferia de un centro de oquedad recóndita donde el principio activo del psiquismo puede tomar dos formas: o el de una monomanía por el orden que arrastra a un funcionario a matar un insecto con cuyo cuerpo inicia un error en la maquinaria que desencadena una tragedia; o un estado de libertad totalmente inocuo e impredecible que no afecta al conjunto ni siquiera estadísticamente. Desde esa oquedad (que se revela en el final del filme) hasta el universo social global, todo se vuelve equivalente: las decisiones de los funcionarios se resuelven con una maquinita muy simple, donde un péndulo cae sobre el filo de un prisma de metal y el azar lo hará caer hacia un “sí” o un “no” quitando del medio el esfuerzo anímico de la decisión y el sentido espiritual de la responsabilidad.

Brazil literalmente estalla desde el principio, en una vorágine inagotable de violenta imaginación y de variados recursos técnicos y toques de humor. El uso de lentes de 14 mm (el gran angular que muchos llaman “la Gilliam”) o por lo menos no superiores a los 28 mm, le permite al director exagerar espacios aun en escenas íntimas o ampliando hasta la vastedad, espacios que no son realmente tan grandes, dándole a todo un ambiente de irrealidad y onirismo y donde la mente del espectador no dispone de asideros empíricos de gravedad visual, por lo que comienza a flotar en el espacio fílmico. Y Brazil impresiona, asimismo, por una imaginación desbordante donde, por ejemplo, el personaje de De Niro —un paladín del espacio incontrolado por el Estado— es atrapado por documentos y expedientes y termina desapareciendo hecho una montaña de papeles y basura o un escritorio que se mueve solo, generando un sketch tan absurdo como hilarante.

Sam Lowry (Jonathan Pryce) es el héroe que tiene un sueño recurrente que lo atormenta y lo moviliza profundamente: sueña con un amor guerrero, heroico, una especie de Ícaro de armadura, rubio y espléndido que no le teme al sol y que debe rescatar a su amada Jill Leyton (Kim Greist) desde las garras mismas del Estado y llevarla hacia allí donde, por lo visto, el Estado no tiene autoridad completa. Él no está contaminado del todo por el sistema y es libre con esa mujer que aún no existe, en medio de fantasías iconoclastas pero que remedan a su vez la iconografía del expresionismo alemán de un Fritz Lang. Y todo bañado de un humor agridulce que permite reconocer a Gilliam como el único americano que encajó de lleno entre los insolentes y muy ingleses Monty Python y el único que se atrevió a producir un guión tan problemático como el de La vida de Brian de 1979.

Gilliam es el desaforado que apela a la imaginación pura y dura y al sentido del humor pendulante entre lo negro y lo absurdo, jaqueando en forma permanente lo formalmente correcto y supuesto, resumido, por ejemplo, en un pequeño toque de los Hermanos Marx. Buscando siempre shockear con mundos inesperados a la vuelta de cada esquina de la trama, apabullando con su tonelaje visual, apelando a planos holandeses (en contrapicado, apartado de la vertical), a planos cenitales y largos travellings. Y tubos y caños y ductos intestinales de la maquinaria estatal que sobrevuelan la vida interior del sistema tras las paredes, entre oficinas, detrás de los armarios, y archivos y más archivos que cansan la vista o kafkianos edificios que recuerdan los terribles “ministerios” de 1984, a fuerza de puro cemento, siempre cúbicos, grises y de perspectiva infinita y donde los funcionarios —como el propio Sam— parecen todos un Joseph Cotten de El tercer hombre de Reed (1949): todas siluetas anónimas e idénticas en macabros claroscuros.

Para poder rescatar su amor, tras encontrar a la mujer de sus sueños, decide aceptar una propuesta de ascenso bajo la influencia de la madre —que es cada vez más joven a fuerza de cirugías— y allí comienza su enredo más serio con la maquinaria del poder. En Sam, tras el encuentro con Jill, ha comenzado el vuelo personal hacia la conquista de su espacio interior. Todo en un marco de sci-fi entre retro y noir; con un perfume a la Casablanca de Curtiz de 1942 y un dejo a Humphrey Bogart o al cine de Eisenstein y su reconocida escena de las escaleras de Odessa de El acorazado Potemkin (1925).

El conjunto se encamina a un final donde comienza el peregrinar del espectador entre pesadillas, sueños y realidades fatales que se barajan en una mezcla de expectativas siempre frustradas que animan y descorazonan el ánimo del público. El Poder, efectivamente, está en todos lados y controla todos los niveles de la realidad. Funciona mal, todo hace chispazos, cortocircuitos y por todos lados proliferan los tubos con borborigmos intestinales (digiriendo humanos). Pero es que así debe ser el poder (especialmente si está entrelazado con la política pública): debe entorpecer, complicar, molestar, debe funcionar mal y de esa manera asegurarse de estar siempre presente, lo que es, ante todo, su objetivo… lo único que quiere y puede. La lucha de Sam es infructuosa y choca con nuestra expectativa acostumbrada —vamos a confesarlo— a los finales felices, donde el muchacho siempre se queda con la chica y derrota al villano.

 

Un fotograma de «Brazil»

 

Héroes dentro y fuera de la pantalla

Esta situación del guión llevó a Gilliam a una feroz lucha contra la Universal —en especial contra su cabeza: Sidney Sheinberg— que literalmente comenzó a atacar la estética total de la cinta. Hasta se prohibió su reproducción completa en todo el territorio de los EE.UU. en su formato original. La ficción del guión de Brazil estaba invadiendo el mundo real del director y como Gilliam sabía que por la vía judicial no podría contra la armada de abogados de la Universal, se decidió por el ataque lateral: comenzó por “invitar” a los periodistas de espectáculos a pagarles un viaje en avión a Inglaterra o un ómnibus hasta Tijuana para que pudieran verla entera.

Sheinberg, por su lado, estaba decidido a llevar al filme a los estándares de duración de la productora: no más de 125 minutos (cuando el original era de ‘142). Y no contento con cambiarle el final para que fuera al “uso Hollywood”, también le iba a modificar la banda sonora para hacerla menos “conflictiva” y más comercial. Una mañana le alcanzan a Sheinberg la revista Variety: Gilliam había pagado una página entera para escribir: “Querido Sid Sheinberg: ¿Cuándo tienes pensado estrenar mi película BRAZIL? —Terry Gilliam”. En una entrevista televisiva en Good Morning America, junto a Robert de Niro quien estaba lanzado a defender a Gilliam, le preguntan si era cierto que tenía problemas con la productora y respondió: “No. Estoy teniendo problemas con Sidney Sheinberg. Aquí está él en una foto de 8×10” y expuso la imagen a la cámara. A los pocos días lo invitan a dar una charla a una Universidad con la condición —tras largas discusiones telefónicas— de que sólo exhibiera un clip de pocos minutos de la cinta… clip que terminó siendo la película entera.

De hecho, a poco de ese episodio, Brazil se estaba exhibiendo completa a escondidas en diferentes ámbitos… y un crítico debió haber pasado por uno de esos ámbitos porque se anunció con bombos y platillos que Gilliam había sido galardonado por Brazil con los premios a mejor película, mejor director y mejor guión por el Círculo de Críticos de Los Angeles. Sheinberg no pudo soportar este último embate y la Universal autorizó su proyección sin el final tontuelo y con 132 minutos, aunque pronto volvió a sus ‘142 originales en todo el mundo. Antes de desaparecer Sheinberg de la Universal, Brazil y su director habían ingresado por derecho propio, y todo el merecido glamour, al “hall of fame” del cine de culto y con el tiempo recaudó una buena suma de dinero que justificó ampliamente lo sufrido.

Así terminó la lucha contra el poder que tuvo el legendario Monty Python y su desmadre visual de Brazil. Llegó a sintetizar su lucha con esta observación: “Lo primero que querían era un final feliz. Después decidieron que la temática de la película sería ‘el amor lo puede todo’. Entonces empezaron a cortar todo el metraje fantástico. Una cosa es discutir sobre si necesitas o no una escena o si ésta debería de ser algo más breve… pero otra cosa es cuando te dicen: ‘vamos a contar una historia diferente’. En ese punto yo dije: ‘Whoa! ¡Es hora de entrar en guerra!’. La mentalidad del estudio de Hollywood es que los americanos son estúpidos. Ellos tratan de bajar el listón tanto como se pueda hasta alcanzar a los que creen que son un público idiota. Y yo siempre he creído en la inteligencia de la audiencia. Pero si alimentas a la gente durante el tiempo suficiente con comida para bebés a ellos les acabará gustando”.

Bajo esta idea, nuestra definición de poder decía que su misión era entorpecer, molestar, descomponer para poder decir: “aquí estoy”. Que el poder no sirve: que su esencia es ser inservible. ¿Es el dinero el motor del poder? No: apenas si es una excusa para entorpecer, molestar y descomponer. No es, escuchando a George Orwell en 1984, querer: “c y se lo explica bien O’Brien a Winston Smith (el héroe de 1984): “No queremos convencerlo. Sólo queremos hacerlo uno de nosotros…y lo hacemos uno de nosotros antes de matarlo”. El objeto de la perversión del poder es el poder: no tiene otro fin ni quiere nada más que el poder, aunque generalmente se vista de ambición guerrera o económica. A Winston lo hicieron uno de ellos antes de matarlo, pero Sam Lowry había logrado huir: “Ya se nos escapó…”, dice resignadamente el líder local de la estructura, el Dr. Helpman (Peter Vaughan) al ver el rostro de Sam absorto en una fantasía perpetua que sólo yacía en lo más hondo de su mente. Sin embargo, su derrota era su victoria: se había ido antes de “ser uno de ellos”. El poder es un error fatal en todo sistema de comunicación: cuando se cae en su lógica, la derrota está asegurada desde el vamos y ese es el triunfo del poderoso: echar a perder la vida de todos, no sólo la propia: incapaz de suicidarse lo hace cancelando la libertad ajena…, y esto Brazil lo explica acabadamente, convirtiendo a una película estéticamente violenta e interesante en un violento e interesante texto de consulta acerca de cómo ninguna persona medianamente inteligente se acercaría jamás a la estúpida búsqueda del poder.

 

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Cine de mundos en peligro: Doce monos, de Terry Gilliam: El bucle de la vida.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Brazil (1985), de Terry Gilliam.