Cine de mundos en peligro: «Furia», de Fritz Lang: La lógica de los impulsos

Una vez instalado en los Estados Unidos, y luego de huir literalmente con lo puesto desde la Alemania nazi, el genial realizador de origen austriaco concibió este filme —protagonizado por Sylvia Sidney y Spencer Tracy—, y el cual puede ser fácilmente adscrito al género «noir», un formato artístico y audiovisual muy popular durante la década de 1930 y 1940.

Por Juan José Jordán Colzani

Publicado el 19.4.2020

Para cuando los nazis se hacen con el poder (1933), Fritz Lang ya tenía una reconocida trayectoria con películas que forman parte de diferentes historias del cine; Metrópolis (1927) y ya en la época sonora, M, el vampiro de Dusserdolf (1931), por mencionar algunas. El ambiente cada vez más opresivo de intolerancia y el hecho no menor de que su madre fuera judía, lo que a él lo convertía en miembro de dicha religión a ojos del nazismo, lo lleva a establecerse en Estados Unidos, al igual que muchos directores alemanes que trasladarían las innovaciones del expresionismo en cuanto a uso de la iluminación y ambientación se refiere, como herramientas para expresar la interioridad del personaje.

Furia (Fury, 1936) fue la primera película que Lang pudo grabar en los Estados Unidos de Norteamérica.

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El filme retrata a una sociedad que no premia al honesto ni castiga al culpable. Tan simple y terrible como la suerte. Como si todo el sistema judicial estuviera determinado por la lógica de la ruleta rusa y si te tocó, te tocó no más y aguanta. Pero también tiene que ver con algo tan ancestral como los impulsos y el dejarse arrastrar por ellos.

Joe Wilson tiene que despedirse de su novia. Consiguió empleo de profesora en otra parte del país, lo que les permitirá acercarse al gran objetivo: casarse y emprender una vida juntos. Cuando abandona la estación se encuentra a un perro callejero, solo en la noche lluviosa. Le cae en gracia y se lo lleva a la casa. Han transcurrido menos de diez minutos de película y el retrato que tenemos del personaje es consistente: un buen vecino, un buen chato, como se dice, y que incluso se lleva a un pobre perro a su casa.

Comparte departamento con sus dos hermanos. Uno de ellos constantemente es merecedor de sus reproches, por tener relación con un conocido mafioso de la ciudad, “no viviría tu vida por todo el dinero del mundo”, le dice mientras discuten. Pero logra que el buen camino sea más atractivo: instalan una bencinera y les comienza a ir bien. Así, al cabo de un tiempo se compra un auto y le manda una carta a su novia avisando que la espera terminó. Se despide y parte. Todo en orden, pero al día siguiente, luego de  acampar cerca del camino, es detenido y llevado a la comisaría: su perfil calza con el del criminal buscado por el secuestro de una joven de la localidad.

Luego que uno de los responsables de la detención va a la peluquería, el pueblo se entera rápidamente de la existencia del detenido. “Pero ningún inocente va a prisión”, “y vieron que lo primero que hizo fue pedir hablar con su abogado, ¿y quiénes sino los patos malos hacen eso?”. Con argumentos de ese tipo muy pronto se genera la convicción generalizada de que el tipo es culpable y no hay más vuelta que darle. Cuando se llega a este punto, dan lo mismo las evidencias: ni siquiera saber que no encontraron dinero en el auto logra poner paños fríos. De modo que deciden ir en masa a la comisaría, con la bestialidad propia de la masa enfervorecida. En este punto es necesario recordar que en aquel tiempo el KKK estaba en plena actividad y el linchamiento era una de sus prácticas.

Al comienzo mantienen un diálogo con el Sheriff, quien los insta a dejar el asunto, a no dejarse dominar por actitudes histéricas. Amenaza con la inmediata llegada de policías armados, pero luego nos enteramos que un alto mando ha ordenado a las fuerzas que no acudan; la irrupción de las fuerzas del orden incidiría en las encuestas y solo un demente podría querer eso antes de una elección. En la comisaría se protegen como pueden, pero es cosa de minutos para que la represa ceda ante tamaña presión.

Finalmente prenden fuego al no poder alcanzar las llaves para dialogar con el detenido. Y todos actúan como un único cuerpo. Un cuerpo maldito que busca causar infinito daño y dolor, donde la misericordia y el sufrimiento del otro simplemente dejan de existir. Cuando Joe se agarra a los barrotes de su celda intentando escapar, los contribuyentes que están afuera lo apedrean para que vuelva al fuego y se queme como la rata que es. La imagen es muy fuerte y es justamente la que alcanza a ver su novia cuando llega, luego de haber escuchado en un café lo que estaba sucediendo.

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Logra salvarse, pero sólo se lo hace saber a sus hermanos. ¿Cómo una persona víctima de algo tan atroz puede volver a confiar en la sociedad y sus leyes? La solución que encuentra no es menos terrible de lo que fue víctima: se propone acusarlos de homicidio y linchamiento, delito que se castiga con la muerte. No parece ser muy claro que el ajusticiamiento de los veintidós involucrados pueda apaciguar su ánimo.

En este sentido la película establece un juego de espejos en donde criminal y victimario comparten las mismas actitudes y, lo que es más inquietante, presenta una visión del mundo en la que nadie está libre. Porque si él, el bueno de Joe pudo ceder al impulso de la furia enceguecedora, ¿qué queda para uno, modesto espectador que probablemente no ande recogiendo perros abandonados en noches de lluvia, ni mucho menos?

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No existe consenso acerca de la pertenencia o no de la película al cine noir o negro, aquel que entre la década de los 40 y 50 gozara de gran popularidad, pero ciertamente comparte rasgos comunes con este género, en especial sobre la mirada escéptica de la sociedad. Se lo puede considerar una suerte de evolución al cine de gángsters, con películas como Enemigo público (1931), que giraron principalmente en torno a las mafias del alcohol durante la Ley Seca.

Quizás la gran diferencia es que acá la corrupción es generalizada. No hay escape. Ya no hay que temerle solo a los tipos de terno y sombreros de copa que pasan disparando a gran velocidad desde el auto en movimiento a la gente que sale de un restaurant. Ahora, por ejemplo, podría ser un político que decide no enviar a la policía para proteger sus miserables intereses. Es más difícíl establecer un límite entre los malos y quienes viven de acuerdo a la ley y el respeto a los demás.

La película tiene un ritmo ágil y economiza bien la información. Siguiendo una técnica propia del relato policial, van apareciendo pistas que tarde o temprano tendrán incidencia en el retrato que se está haciendo del personaje, como el gusto del protagonista por el maní, por ejemplo. Llama la atención especialmente la escena del motín y la tensión que se genera gracias a un espléndido uso de la cámara y un vertiginoso montaje.

 

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Juan José Jordán Colzani (1982) estudió literatura en la Universidad Diego Portales y es autor del libro Ahí va esa y otras crónicas (RIL editores, Santiago, 2014), una recopilación de textos pertenecientes al desparecido narrador y periodista talquino, Guillermo Blanco.

 

 

Tráiler:

 

 

Juan José Jordán

 

 

Imagen destacada: Los actores Spencer Tracy y Sylvia Sidney en Furia (1936).