«Cine y literatura»: La palabra que falta

El cine no ha logrado generar un término lingüístico que defina lo que hace, y quizás por eso, por no tener la palabra que lo distancie del uso de la escritura, es que todavía no ha podido desarrollar su total independencia expresiva. En castellano no tenemos un significante exacto en equivalencia a “filmar” (“cinematografiar” suena demasiado forzado), y filmar es un anglicismo que no suena semejante a “pintar” o a “esculpir” y menos aún a “escribir”, vocablo que etimológicamente se vincula con creer, con crecer, cereal, cerebro, con la diosa de la fertilidad Ceres, con el “script” y, por supuesto y nada menos, que con el verbo crear.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 18.5.2018

El cine, ¿cuenta historias? Pareciera que la respuesta es un automático “sí”. Esta afirmación nos lleva a la inevitable pregunta: ¿es, por eso, una forma de la literatura? Si cuenta historias, pareciera que sí aunque no use palabras. ¿No las usa? No en la obra (considerando los diálogos como dependientes de la imagen visual), pero de hecho, hay un guión, esto es: una ‘guía grande’ y ese guión o gran guía está hecho de palabras.

A la pregunta acerca de qué cosas hacen falta para hacer una buena película tenemos la mejor respuesta (que disputan su autoría Alfred Hitchcock y Howard Hawks) en esta célebre frase y receta: Hacen falta tres cosas para hacer un gran largometraje: “script, script and script…”. De ser así, si el guión es la base de un filme perfecto, y el cine se transforma en el resultado casi directo de la palabra. Por esto mismo, la intertextualidad entre literatura y el cine es casi inevitable… después de todo, una novela o un cuento son guiones en potencia. Esta intertextualidad entre el texto cinematográfico y el texto literario da origen a un problema de interpretación cuando se hace la adaptación: ¿en la película está de alguna forma entretejida la obra literaria o son dos tejidos independientes a pesar de contar, más o menos, la misma historia?

La idea de tejido remite a problemas de expresión lingüística que tuvo durante mucho tiempo el ámbito de la Física, resumidos en la idea de ‘campo’. Originariamente, el concepto de campo en Ciencias Físicas servía para entender de alguna manera la interacción a distancia entre dos sistemas cuyas independencias eran manifiestas, como la Tierra atraída por el sol a pesar de estar separados por millones de kilómetros (el “campo gravitacional”). Bajo esta idea, el tejido -el texto- y la intertextualidad entre cine y literatura pareciera ser un campo de interacción entre dos universos artísticos independientes. Sus ligazones, en todo caso, residen (se dan, se vuelven necesarias) en un universo de abstracción superior que contiene a distintas formas expresivas del arte: al arte literario por un lado y el arte cinematográfico por el otro, embebidos ambos en un con/texto, en un campo de interacciones que los abarca. Sin embargo, pareciera que el flujo de influencias se da en forma unidireccional: no se trata de la Tierra equiparada al Sol sino del Sol dándole orientación, sentido, contenido a la Tierra. Destrabando la metáfora: la literatura cubre el rol de la estrella y el cine es un planeta muy lindo, con atributos muy propios, con características estéticas exclusivas… pero que orbita alrededor de la literatura.

El hecho es que existen muy honrosas, por pocas, excepciones a este fenómeno, de las que se extrae el recuerdo de la novela de ciencia ficción de Arthur C. Clarke “2001: A Space Odyssey” nacida en paralelo e interdependiente del filme homónimo de Stanley Kubrick, de ya medio siglo de hechura… aunque aun en este caso, la idea original del guión estaba basada en un cuento breve del propio Clarke: “The Sentinel”. Como sea, las adaptaciones de los textos literarios al cine han marcado, desde el principio mismo de la historia, esta dependencia del cine respecto de lo literario: los hermanos Lumière adaptaban “Fausto” en 1896, y George Méliès, en 1899, presenta la primera versión de “La cenicienta” de los hermanos Grimm y “King John” de Shakespeare. Esta tendencia natural en la relación literatura-cine, ha seguido distintas suertes, incluso haciendo favores a la literatura como en el caso de algunas novelas mediocres: ‘El Padrino’ de Mario Puzzo, saltó a la fama tras el filme de Francis Ford Coppola (“El Padrino” -1972-).

Otra instancia intermedia en esta dirección literatura-cine, es la cinta “Adaptation” de Spike Jonze (2002) -en la Argentina y Chile conocida como “El ladrón de orquídeas”-, que trata acerca de las vicisitudes que vive un escritor en la adaptación de una novela al guión de una película. En este caso, el guión sigue existiendo como letra de base al cine, pero el filme dirige, en este ejemplo, su mirada hacia la literatura.

Se ha analizado, en el entramado intertextual entre literatura y cine, el modo en que muchos escritores plantean sus obras literarias con algunas miradas hacia el cine. Una de las formas es espuria, esto es: puramente comercial y anti artística, que es especular comercialmente con lo escrito “para que se haga la película”. Pero hay otras formas más sutiles del cine en las que se ha abreviado la literatura. En efecto: el enfoque metaficcional, por ejemplo, adquirió en la literatura (ya presente en “El Quijote”, sin ir más lejos), una nueva dimensión con la cinematografía. También tenemos diferentes manejos literarios que incluyen la perspectiva del montaje, de la elipsis, la analepsis y la prolepsis, todos desarrollos muy propios del cine.

Por su parte, el análisis cinematográfico y la interpretación requieren de una forma de lectura, de modo que el cine ha trabajado direccionado hacia lo literario. La crítica cinematográfica, por su parte, también ha debido acercar lo escrito al cine. Lo mismo se aplica al filósofo que encara una película así como la antropología y la sociología que han escrito mirando desde las letras en dirección a la pantalla, o los diferentes estudios acerca de la evolución y dispersión del cine en la cultura. «Blow up», de Michelangelo Antonioni (1966), por ejemplo, debe ser una de las obras que más tinta ha derramado en la escritura de la psicología social, la semiótica, el análisis ideológico y estético. Y tampoco es casual que los primeros grandes críticos de cine hayan sido escritores consagrados…

Con otro enfoque, Miguel de Unamuno y Jugo, a principios del s. XX, realizó un análisis interesante en contra del cine: la sucesión de imágenes, por sobre el tema que se esté tratando, apela a lo más instintivo de la mente. Propone al cine como una invasión violenta al espacio psíquico que no deja espacio para la reflexión (¿reflexión literaria?), abandonando lo esencial del arte que es, precisamente, el tiempo -el espacio mental- para que el observador crezca a partir del arte. Uno puede leer un párrafo, bajar el libro, mirar por la ventana y “sentir lo que siente” por lo recién leído, cosa que resulta imposible durante la proyección cinematográfica. El teatro (como drama o como ópera) tiene ese espacio “ritualístico”, diríamos con Borges, que sí dejaría espacio para rescatar las “funciones superiores” del intelecto, y con él, del espíritu del pensamiento respecto del hecho artístico.

Por el camino opuesto, y para la misma época, la tenemos a Virginia Woolf (nuestra Adeline Virginia Stephen), para quien el cine lograba detener el libre flujo de la mirada, de ese “lamer” -en palabras de la Woolf-, la realidad y de pronto encontrarse con la imagen del cine: “…el ojo solicita ayuda. El ojo le dice al cerebro: ‘Algo está sucediendo que no entiendo en lo más mínimo. Se te necesita’ ”, escribe en el ensayo “Cine y realidad”, y sugiere que: “…los realizadores cinematográficos parecen insatisfechos con fuentes de inspiración tan obvias como el paso del tiempo y la sugestión de la realidad (…) Ellos quieren mejorarlo todo, alterarlo todo, hacer su propio arte -naturalmente- pues tantas cosas parecen estar dentro de su campo de visión, tantas otras artes parecieran estar ahí, listos para ofrecer su ayuda. Por ejemplo, ahí estaba la literatura”. A este respecto, Woolf formula una pregunta clave: “si una película dejara de ser un parásito de la literatura, ¿caminaría erecta?”.

Aunque una cosa sigue siendo cierta: si bien el cine requiere simplificar novelas o complicar cuentos para llegar a un guión, no alcanza a independizarse del todo de ellos. La prueba indirecta de esto último, es el éxito que tienen las series: pueden desarrollar historias a lo largo de sus muchas horas de duración, de alta complejidad y riqueza de personajes y situaciones vedadas al par de horas de una película. Así, por su lado, la serie se acerca más aún a la literatura que el cine… recordando, como ejemplo en esta libre asociación, a la literatura por entregas periodísticas, de Gilbert Chesterton.

Uno de los pocos directores que, sin caer en la categoría del cine experimental, han logrado un importante avance en esta búsqueda de un vehículo expresivo disociado del literario ha sido Andrei Tarkovski con su película “El espejo”. Como él mismo lo afirma, quiso alejarse de la estructura literaria de “planteo-nudo-resolución” y construyó este largometraje que, para muchos, es sin pies ni cabeza… aunque, a nuestro entender, es un filme más sencillo de lo que parece a primera vista pero que requiere de una forma de visión no literaria y, directamente, no estamos acostumbrados a ello: queremos seguir la cinta como se lee una novela y en “El espejo” esto es imposible.

Más allá de estas observaciones, se suele decir que a pesar de su necesario contacto con lo literario, el cine tiene su lenguaje propio… y ahí, casi sin quererlo, al decir lenguaje, volvimos a caer en la palabra “palabra”, en el contexto que lo vincula con la literatura. ¿Es eso un pecado?

Es muy probable que el pecado resida en el hecho de que el cine no ha logrado generar una palabra que defina lo que hace, y que quizás por eso, por no tener la palabra que lo distancie del uso de la palabra, es que todavía no ha podido desarrollar su total independencia expresiva. En castellano no tenemos una palabra exactamente equivalente a “filmar” (“cinematografiar” suena demasiado forzada). Filmar es un anglicismo que no suena equivalente a “pintar” o a “esculpir” y menos aún a “escribir”, verbo que etimológicamente se vincula con creer, con crecer, cereal, cerebro, con la diosa de la fertilidad Ceres, con el ya visto “script” y, por supuesto y nada menos, con el verbo crear… Por ahora, quizás lo mejor que se tiene es “hacer cine”… y ahí, en esa forma verbal indefinida, está, precisamente, el verbo, la palabra que nos hace falta para que el cine se independice con fuerza propia de lo literario y alcance su propio brillo estelar… estrella que guiará hacia un camino de riqueza todavía insospechado y completamente virgen para bien del arte en su totalidad.

 

La actriz Margarita Terekhova en un fotograma de «El espejo» (Zerkalo, 1975), del cineasta ruso Andrei Tarkovsky

 

 

Imagen destacada: Los actores David Hemmings y Veruschka von Lehndorff en «Blowup» (1966), del director italiano Michelangelo Antonioni