“Clarice Lispector: el lugar de la poesía”, de Adalber Salas Hernández: El lenguaje y lo inexpresable

Ofrecemos la primera parte de un ensayo que el director del Diario «Cine y Literatura» dedica al volumen que el investigador venezolano ha publicado (2018) con el objetivo de profundizar en la estética semántica y narrativa de la fenomenal escritora brasileña, y cuya bibliografía a estas alturas representa un patrimonio común (e inmortal) de las letras iberoamericanas.

Por Francisco Marín-Naritelli

Publicado el 20.4.2019

 

“Yo no sé escribir, perdí la manera. Pero ya he visto mucha cosa en el mundo. Una de ellas y no de las menos dolorosas, es haber visto bocas que se abrían para decir o tal vez apenas balbucear, y que simplemente no lo conseguían. Entonces yo quisiera a veces decir lo que ellas no pudieron hablar”.
Clarice Lispector

Con prólogo de Mercedes Roffé, el libro Clarice Lispector: el lugar de la poesía (RIL Editores, 2018) de Adalber Salas Hernández (Caracas, 1987) es un ensayo breve, de menos de cien páginas, que nos adentra en cuatro movimientos acerca de la poesía de una autora tan enigmática como estudiada y, a estas alturas, universal. Según Roffé, el autor: “no expone, no explica, no interpreta: hace hablar, germina o hace germinar, y florecer (…)”. Quizá este es el abordaje necesario para escudriñar en cajas oscuras, en Clarice Lispector.

Escritura como experiencia, como memoria, como praxis. La poesía que se despliega como origen, anterior a la sociabilización, a las normas que nos rigen, incluso como interior, bordeando el silencio. Lispector, para Salas Hernández, es todo eso y más. Lo indecible que se cuela en la catástrofe del lenguaje. Lo indecible que revela lo iniciático, lo lúdico, lo inventivo. No por nada uno de los epígrafes del ensayo cita a José Ángel Valente:

“Palabra, la palabra poética, que hace existir lo indecible en cuanto tal. Mostrar que hay un indecible existente es función máxima de esa palabra que pone en tensión máxima al lenguaje entre el decir y el callar. La palabra dice así lo que dice, a la vez que dice lo que calla”.

Pero hablamos de poesía en Lispector a pesar de que en su vasta obra (crónicas, narrativa, cartas) nunca publicó un libro que encajara en lo que entendemos por poesía. Entonces, Salas Hernández nos lleva por los recovecos de su prosa, inspeccionando diálogos, descripciones, personajes, para arribar al “hecho poético”, en palabras de la prologuista.

“Del mismo modo que el lugar de la poesía no está declarado explícitamente en su obra, sino que aparece por vías laterales, marginales, así también brotan los textos poéticos, por persona interpuesta”.

Poesía en Lispector es la poesía de algún personaje de su prosa. Pero no cualquier personaje en cualquier situación.

Poesía en Lispector es la poesía de un personaje socialmente marginado.

Poesía en Lispector es la poesía de un personaje socialmente marginado, cuya existencia narrativa podría explicitar la concepción po-ética de la propia escritora brasileña.

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Primer movimiento

Para Salas Hernández, es necesario internarse en las reflexiones de Lispector sobre la escritura literaria: “hallar qué significa, qué implica esa actividad para la autora en sus propios términos”. Buscar las migajas, metafóricamente hablando.

Ejemplifica con la novela A hora da estrela o crónicas como Escrevendo o Ao linotipista para indagar en la inevitabilidad de la escritura: “Escribir es ineludible, mientras que lo problemático, lo genuinamente problemático, es el cómo”. Entonces, habría una contradicción trascendental: la vida y la escritura. La escritura que “estropea” la vida. La escritura como “un oficio ingrato, tormentoso y a la vez sedentario, en el que conviven abundancia y sed en permanente lucha”.

La escritura como devaneo en Lispector. O mejor dicho, una maldición. Una maldición sin antídoto, que solo cabe aceptar y respetar. Que permite singularizar, además. Salas Hernández convoca a Michel de Certeau y Giorgio Agamben, para explicar la constitución del sujeto a partir del desgajo de un orden, de una suerte de “sintaxis del universo”, “expropiado de la experiencia muda”, lo que obliga al sujeto “a labrarse su propio espacio a golpes de escritura”. Y en el caso de la autora brasileña, acercarse a la vida por medio y a pesar de la palabra. No hablamos de mímesis literaria, o sea el lenguaje como representación. La vida “es refractaria a cualquier elaboración simbólica que la acote, que la contenga”. La escritura, en tanto maldición, funciona en sus incapacidades, impotencias, derrumbes.

No sin gozo, claro está. Así tal cual lo dice el autor: una maldición y un acto de bendecir. Sí, al mismo tiempo. Bendecir porque se trasluce brevemente la vida en los dobleces de la escritura. Aquello magmático que emerge bajo el suelo del lenguaje.

“La lengua que bendice, pues, atraviesa al sujeto que la produce y se vale de ella, pero sin tocarlo. Esta lengua guarda en su interior, en los resquicios que se abren entre un vocablo y el siguiente, en su puntuación convulsa, en la cadencia que despliega, una potencia que no le revela por completo a quien la enuncia: la capacidad de bendecir. Tiene un aire paradójico: quien habla esta lengua no termina de saber qué dice; la enfrenta como a un desconocido con el que hay, sin embargo, algún lazo de familia. Quien habla esta lengua bendice, pero no puede ser bendecido” (Pág. 30).

“El oficio de escritor es sobre todo el de mediador. Se sitúa entre la vida irrepresentable y la lengua que se devora a sí misma, en una franja turbia, móvil” (Pág. 31).

 

Segundo movimiento

Para dar con el lugar de la poesía en Lispector, hay que pasar por el origen de su escritura. ¿Cuál sería?: La infancia.

Según Salas Hernández, tomando como referencia la crónica Escrever, a los 13 años tomó conciencia y posesión de su deseo de escribir. Sin certezas ni orientaciones, Lispector “tuvo que aprender a levantar el lenguaje de una subjetividad cuya formulación es intensamente específica”. Allí se aloja una resistencia, la trinchera contra las normas y las convenciones del lenguaje.

Una resistencia que es la palabra contra la palabra y su institución. Una resistencia que es escritura mirando hacia atrás, “buscando su prehistoria”. Según el ensayista venezolano, esto explicaría la presencia frecuente de niños en la obra de Lispector. Niños que son inocentes, dulces, lúdicos pero también crueles. Niños que representarían una animalidad primera que se resiste a la simbolización. Niños que guardan secretos, lo inexpresable.

“Sea crueldad, la bondad, el erotismo o cualquier otra matiz de la emocionalidad, invariablemente se mantiene oculto, fuera del alcance de la letra. El secreto es la experiencia asignificante, límite constitutivo del lenguaje y la subjetividad” (Pág. 41).

La niñez al igual que la poesía se niegan a lo decible. Allí encontramos un circuito interno, que opera en la opacidad, en lo impreciso, en el franco deterioro de lo aprehensible por medio del lenguaje.

 

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Francisco Marín-Naritelli (Talca, Chile, 1986), además de periodista y de magíster en comunicación política (titulado doblemente en la Universidad de Chile) las ejerce también como profesor en la Universidad Andrés Bello y como un prolífico escritor nacional, cuya última publicación es el libro de cuentos Interior con ceniza (Ceibo Ediciones, Santiago, 2018).

Igualmente es el director titular del Diario Cine y Literatura.

 

El ensayo «Clarice Lispector: el lugar de la poesía» (RIL Editores, Santiago, 2018)

 

 

Adalber Salas Hernández

 

 

Francisco Marín-Naritelli, director del Diario «Cine y Literatura»

 

 

 

Imagen destacada: La escritora ucraniana-brasileña de origen judío Clarice Lispector (Chechelnik; 10 de diciembre de 1920 – Río de Janeiro; 9 de diciembre de 1977).