Más allá de la alegría y de la tristeza rastreable en la estética melancólica pero esperanzadora de estos versos, el nuevo libro del poeta chileno Javier del Cerro muestra una admirable voz personal, una construcción, como se dice, hecha por sus propias manos.
Por Lorenzo Peirano
Publicado el 30.3.2024
Recuerdo una jornada con el poeta Javier del Cerro (Coquimbo, 1970) en mi casa del ayer, en el ahora asesinado Barrio Yungay de Santiago. Terminaba la década de los 90 y, de una manera por cierto burguesa, bebíamos whisky. Era una tarde calurosa de verano y del Cerro recién había publicado Signos en tránsito.
Estas anotaciones, aparentemente ociosas, no lo son. Desde ya, establezco una cercanía personal con el poeta del Cerro; hemos compartido la vorágine nocturna del Santiago de fines de siglo: cuántas andanzas metafísicas y urbanas hemos vivido o presenciado. Y cuántos muertos entrañables, hundidos en el piélago del alcohol, nos ha tocado lamentar. De igual modo, siempre nos acerca un amigo en común, el poeta Álvaro Ruiz.
Celebración se titula el nuevo libro de poesía de Javier Del Cerro, publicado este año por Pampa Negra Ediciones de Antofagasta en su colección Pleamar. Desde ya, hay que hacer hincapié en la notable evolución del trabajo de nuestro poeta.
Siempre en busca de un lenguaje personal, del Cerro asimila, no calca; dispone, no hurta. Su temple se ha ido cimentando por la gran poesía, sea esta nacional o no. Su amistad con Álvaro Ruiz (ser su amigo es un asunto casi de iniciados, ya que este poeta no se anda por las ramas) colijo, también ha formado parte de su madurez. Dice Ruiz en el epílogo del libro:
«Este largo poema titulado Celebración, es un canto a La Paloma, pequeña ciudad puerto situada al sureste de Uruguay. A lo Whitman navega en el barco ebrio de Rimbaud. Celebra el fuego del sol, la voluntad, la constancia y los cambios; las estrellas y fundamentalmente el alba, del que es un habitante».
Lejos de su Coquimbo, en la Banda Oriental, entrelazado a otra historia, del Cerro escribe y escribe: he visto en las llamadas «redes sociales» un nuevo poema suyo cada día. Estampa en «su muro» el noble impulso de la poesía, el ejercicio vital. Y esta actitud, este compartir —ya que la poesía es compartir, como sabemos— ha dado indiscutibles buenos resultados:
Me celebro cada amanecer
nazco al día y busco en las raíces de los árboles
lo que oculta la arena, lo que dicen los pájaros.
Construyo nidos con mis palabras
y celebro el mar.
¡Bella inmensidad a ti canto
mis versos salvajes!
Una máquina corta fierro,
una chicharra en el árbol transparente,
una motoneta por la calle.
Me celebro resiliente ante la multitud.
Un macho, tres hembras y su madre
son mis queridos animales, una mujer
es el viento, un colibrí en el hibisco rojo
torcazas, mirlos, palomas, teros, chercanes,
gorriones, chincoles suben al laurel blanco,
de la ventana puedo verlos.
En una vereda metafísica
Mucho traen consigo los versos iniciales de Celebración; desde ya, una fuerza verbal que no disminuirá en todo el libro. Claramente, hay un homenaje «al viejo camarada de Long Island», asumiendo así el autor la indiscutible necesidad de la expresión y la herencia universal. Pero del Cerro irá más allá de la herencia, como le atañe a un poeta que busca «un decir»:
Llevo una corona en los dientes
que alumbra los abismos desconocidos
la magia de los montes,
los temblores y marejadas me celebran.
Hijo de todas las cosas.
Voy con mi falucho de palo
cruzando los mares profundos
y rio para ver las formas busco
una estrella caída,
un tesoro.
Ver el fuego que enciende el mar.
Desde hace tiempo el autor de Celebración ha entrado a una vereda metafísica. Su condición de poeta logra establecer escenarios: «Voy con mi falucho de palo/ cruzando mares profundos»: escenarios, atmósferas y sabidurías poéticas:
Celebro la vida con sus detalles y contradicciones.
Soy el hombre vilipendiado
que sana su espíritu y va con su cuerpo
de agua reflejado en el universo.
Miro las estrellas de madrugada
y estoy vivo o naciendo.
Escribió el poeta Thomas Harris en el prólogo:
«Celebración nos llama a eso: a resistir, a transgredir los designios modernos de la muerte, a poner el pecho a una degradación y forma de vivir que no remite a la vida sino a su contrario…».
Considerando estas acertadísimas palabras, pienso en los versos que quedarán dando vueltas en la mente del lector: «Miro las estrellas de la madrugada/ y estoy vivo o naciendo». Versos de sustancia, de natural belleza poética; asunto «olvidado», por decirlo de algún modo, dentro de nuestra inverosímil y aterradora actualidad.
Más allá de la alegría («vuestra risa sonora, vuestra musa/ risueña», Rubén Darío) y de la tristeza («no concibo un tipo de belleza que no entre en la desgracia», Charles Baudelaire) el nuevo libro del poeta Javier del Cerro muestra una admirable voz personal, una construcción, como se dice, hecha por sus propias manos.
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Lluvia de verano en la madrugada de la aldea. Cinco de la mañana y en el agua después de la caminata de una hora en la oscuridad. Escribo el mar en mi cuerpo y en mis pies de arena. Despertamos temprano con mis animales después de los sueños y la intermitente lluvia de la noche. La playa limpia y pequeñas pozas. Los únicos habitantes del alba.
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Lorenzo Peirano (Santiago de Chile, 1962), escritor y poeta, ha publicado los libros: Respirando callejones (1990), El solitario de mis naipes (1995), Quisiera haber dicho (2010), Poemas (2015).
Editó la hoja de poesía Bastardo (1984-1985), ha colaborado en la revista Pluma y Pincel, en el suplemento cultural Artes y Letras de El Mercurio, además de figurar su nombre en revistas y periódicos nacionales e internacionales, siendo incluido en distintas antologías.
Imagen destacada: Javier del Cerro.