[Crítica] «Kandisky 30»: Alquimia sensorial en clave poética

En este libro bonsái de cuidadosa factura y versos aéreos, Luis Cruz-Villalobos urdió treinta obras líricas breves inspiradas en una de las creaciones plásticas del artista ruso, bautizada «Trente», y en la cual convergen esbozos de cromosomas y jeroglíficos, formas geométricas en su pureza y en transición al ámbito orgánico de un brote de albahaca o la notación abstracta de una nota musical.

Por Alfonso Matus Santa Cruz

Publicado el 2.1.2022

El diálogo entre la literatura y la pintura es tan antiguo como contemporáneo. Podemos imaginar a nuestros antepasados de hace veinte milenios representando, mediante pinturas rupestres en la pared de una cueva, la escena en que cazaron al ciervo y, luego, junto a la fogata nocturna, escuchar la voz del narrador oral relatar la historia de la caza.

También podemos recordar las colaboraciones entre Dalí y Lorca o Roberto Matta y Gonzalo Rojas. El color, las figuras, el sonido y el significado articulado por voces e imágenes forman parte de las raíces de la creatividad humana. El alma se expresa a través del arte y fecunda a la materia con el espíritu.

El pintor ruso, precursor del lirismo abstracto, Vasili Kandinsky, hubiera estado de acuerdo con esa preposición. Su libro, De lo espiritual en el arte, es un compendio de argumentos que se cifran en ese postulado; los colores, en su pensamiento, impactan al alma con sensaciones diversas, que evocan músicas y geometrías, si el rojo es acerado y pasional, el azul es redondeado y parsimonioso.

 

Intercalando las imágenes a los versos

En este libro bonsái, de cuidadosa factura y versos aéreos, Luis Cruz-Villalobos urdió treinta poemas breves inspirados en una de las obras de Kandindky, Trente, en la cual convergen esbozos de cromosomas y jeroglíficos, formas geométricas en su pureza y en transición al ámbito orgánico de un brote de albahaca o la notación abstracta de una nota musical.

Un alfabeto sinestésico en blanco y negro que bien puede evocar las tablillas de barro en que los sumerios inscribían sus inventarios o lo que un científico de nuestro siglo observa, mediante el microscopio, en una porción de tejido del corazón de un zorro. Estos poemas habitan esa zona del lenguaje en que las metáforas cumplen la función de reunir las moléculas disgregadas por la entropía a la que está sujeta la materia.

Cada poema remite y dialoga con cada una de las treinta teselas que componen la pintura, diseñada al modo de un mosaico. De allí que el poeta denomine a este ejercicio pictopoesía, intercalando las imágenes a los versos.

Es así como penetra en las resonancias incubadas en los trazos del pintor ruso, descubriendo la primera letra de su nombre, como una: “Letra callada / Gota sobre la piel / del cielo.” Las letras, queda claro, no hablan por sí mismas, no levantan la voz, caen a través de nosotros como una gota sedienta de sonido. Necesitan de un mensajero que despierte a la música que llevan dentro.

El conjunto insinúa la aventura sinuosa que experimenta el alma sobre la Tierra, desde el útero a las primeras palabras, la reproducción a las aulas del dolor y la boca de lobo de la muerte, hasta un final que es epifanía y renacimiento.

 

Los colores de la música

Kandinsky alguna vez dijo que intentaba crear el equivalente visual de una sinfonía de Beethoven. Esta transferencia de la percepción sonora a la visual no es solo un ejercicio baladí; en el caso del pintor era, de hecho, su modo de percepción natural, ese atributo que poseen al menos cuatro de cada cien humanos, al que llamamos sinestesia, no es simplemente un trueque de un sentido por otro, sino una adición sensorial en la que, como el ejemplo del creador ruso, se percibe una impresión mediante dos sentidos, como el auditivo y el visual.

Él veía y escuchaba a la música en colores, de allí que sus obras, sobre todo las de su etapa tardía, tratasen de plasmar esa alquimia sensorial sobre los lienzos.

Los versos de Cruz-Villalobos juegan en ese espacio liminal donde se conjugan los sentidos para crear una experiencia verbal prismática, traduciendo la alquimia sensorial mediante las pinceladas de versos diminutos y sugestivos: “La construcción / se inicia como sinfonía / de los paisajes internos / Que comienzan a instalarse / como acuarelas / que van y vienen / Y no se detendrán / hasta el último final.”

El paisaje interior emerge como un buzo que vuelve a respirar tras aventurarse en las fosas marinas del subconsciente. El botín que trae consigo son los restos del naufragio y los sedimentos que decanta la experiencia diurna, amalgamados a sueños y deseos, mareas anímicas y algo del polvo de la estela de ese cometa inubicable que es el espíritu.

El viaje de ida y vuelta que es la vida misma. ¿El objetivo? Acaso sea hacer vibrar las teclas del alma humana, como profesó Kandinsky.

 

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Alfonso Matus Santa Cruz (1995) es un poeta y escritor autodidacta, que después de egresar de la Scuola Italiana Vittorio Montiglio de Santiago incursionó en las carreras de sociología y de filosofía en la Universidad de Chile, para luego viajar por el cono sur desempeñando diversos oficios, entre los cuales destacan el de garzón, barista y brigadista forestal.

Actualmente reside en la ciudad Punta Arenas, y acaba de publicar su primer poemario, titulado Tallar silencios (Notebook poiesis, 2021).

Asimismo, es redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

«Kandisky 30. Pictopoesía», de Luis Cruz-Villalobos (Independently Poetry, 2021)

 

 

Alfonso Matus Santa Cruz

 

 

Imagen destacada: Luis Cruz-Villalobos.