[Crítica] «La memoria infinita»: El registro impúdico de una degradación

El mediático estreno del nuevo largometraje documental de la realizadora nacional Maite Alberdi, coincide con su reñida elección a fin de representar a la industria audiovisual local, en los próximos premios Goya, en la categoría de mejor película iberoamericana.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 24.8.2023

Después de Pablo Larraín Matte, la realizadora Maite Alberdi Soto (1983) es la cineasta chilena con mayor marketing o atención publicitaria a las grandes plataformas mediales. Sus filmes son promocionados con un bombardeo masivo de propaganda a favor de estos, lo cual se transforma en la efectiva expectación que existen en torno a sus obras audiovisuales, en el amplio espectro de las audiencias nacionales.

Con un llamado de su portada impresa en su edición del miércoles 23 de agosto, por ejemplo, El Mercurio le brindó su entusiasta respaldo.

Ese contexto comunicacional, condiciona y torna casi imposible que el ejercicio de una función crítica independiente acerca de los largometrajes de Alberdi, pueda en efecto transparentar algunas falencias o debilidades tanto artísticas como técnicas de sus producciones.

Sus obras, entonces, se aparecen y aterrizan en la cartelera de las salas locales con el aura de piezas maestras, en este caso de largometrajes documentales destinados a la gloria y trascendencia, que otorgan los premios de los grandes festivales de la industria cinematográfica, a nivel internacional.

Hecho el alcance, lo primero que debemos precisar, es que La memoria infinita (2023) se trata tal vez del filme más flojo que le hemos observado a Maite Alberdi dentro de su prolífica trayectoria creativa, y donde una estrategia narrativa y dramática, que apela a la sentimentalidad más básica y primaria de las personas, se hace mayormente evidente, en comparación a sus créditos anteriores.

En efecto, La memoria infinita es un largometraje documental inspirado en los últimos años de vida del periodista chileno Augusto Góngora Labbé (1952 – 2023), diagnosticado con la enfermedad degenerativa de Alzheimer, y desplegado a través de una suerte de impúdica bitácora audiovisual, en relación a su deterioro físico, mental, afectivo y en último término de su capacidad como sujeto social.

Pese a que Alberdi Soto cuenta con la totalidad de las «liberatorias» del caso, las extendidas por parte del fallecido y principal involucrado, y de su exesposa, la actriz Paulina Urrutia, el registro roza lo grosero en cuanto a exhibir la desvalida intimidad de un destacado comunicador y reportero, hasta llegar a transformarse en un anciano incapaz de caminar y de poder reconocerse tanto a sí mismo como a su cónyuge.

 

No habrá más penas ni olvido

¿Es verdaderamente esta obra un largometraje documental, con una estructura de relato clara y coherente, o en su defecto un conjunto de secuencias hiladas en la sala de montaje, a fin de mostrar parcialmente el amargo declive de Góngora durante esos nueve años, desde que fue diagnosticado con Alzheimer (2014), hasta el triste momento de su deceso (2023)?

Nunca queda de manifiesto ese esfuerzo narrativo, salvo constreñir a Góngora en la dependencia absoluta que tenía frente a la atención que podía brindarle su compañera, la exministra de Cultura, del primer gobierno de la expresidenta Michelle Bachelet (2006 – 2010).

Así, el interés público que podría surgir de este oscuro recuento se despende, primero, del conocimiento que se tiene de Urrutia en tanto alta funcionaria gubernamental, y luego, de la labor visible de Góngora —como un periodista opositor al régimen cívico y militar liderado por Augusto Pinochet, durante la década de 1980—; y después, a raíz de su pertenencia a la elite cultural de la desaparecida Concertación, y en el rol como prominente profesional que desempeñó y tuvo (fue editor) en Televisión Nacional de Chile, desde 1990 hasta inicios de 2010.

De esta forma, el largometraje documental de Alberdi expone un exiguo valor técnico y cinematográfico (en cuanto a planos, encuadres, los ángulos utilizados, en fin), y a lo desenfocado que se encuentran los registros audiovisuales que debió grabar Urrutia, debido a que la directora estuvo imposibilitada de hacerse presente en el hogar de ambos, por la pandemia del Covid-19.

Sin una estructura narrativa coherente, llama la singularidad de mostrar a Góngora como un enfermo solitario, sin amigos, en escaso contacto con sus dos hijos (nada más aparecen en imágenes de archivo y tan solo una vez en una escena grabada contemporáneamente), y quien pese a una entrecortada conciencia y lucidez, se interna en las sombras de la demencia senil, empujado por el Alzheimer.

Entonces, ¿es La memoria infinita un documental sobre ese mal que cada día crece en su diagnóstico entre los chilenos? Tampoco, si consideramos las nulas intervenciones de personal médico en el metraje, y que la continuidad del montaje parece centrarse en el borroso desaparecimiento de Góngora, en contraposición a los cuidados abnegados que le brindaba su esposa.

Los momentos de zozobra por parte de esta, en tanto, que imaginamos existieron, no se proyectan en el filme, dando paso a una idealización romántica de ese vínculo propio de un matrimonio que sigue junto a pesar de una adversidad tan complicada y terrible como es la de padecer el Alzheimer.

Esa ausencia de instantes complejos en la relación de Góngora con Urrutia, que debieron haber acontecido, no obstante son omitidos, lo cual remarca la estrategia discursiva que aleja a La memoria infinita de las características de un largometraje documental, pasando a ser el relato (enhebrado en la sala de montaje, insistimos), propio de una historia de amor que presenta la entrega incondicional de quien en la dinámica de ese vínculo, permanece sana y atada a la realidad sensorial (la exministra).

Lo más cercano a un conflicto entre los dos integrantes de ese matrimonio, surgen cuando Góngora concluye por desconocer totalmente a la mujer con la cual comparte la casa común y sus días, desde hace ya 23 años atrás (se conocieron en 1997, eran una pareja consolidada en 1999, y contrajeron obligaciones civiles y contractuales en 2016).

 

La intimidad de un espectáculo

Asimismo, cabe interrogarse por el valor audiovisual y desde luego testimonial, de una historia donde sabemos su desenlace de antemano, en un estilo de registro en el cual, los dos seres en observación, se desenvuelven como si la cámara no estuviese frente a ellos, pese a que lo está, y Urrutia, quien además es actriz de profesión, es especialmente consciente de aquello.

Las decisiones estéticas de Alberdi, en tanto, recuerdan las polémicas relativas a los filmes del director franco argentino Gaspar Noé, cuando se estrenaban a principios de este siglo en la cartelera nacional, me refiero a Solo contra todos, y especialmente a Irreversible, arribada en Chile a comienzos de agosto de 2003.

¿Es necesario mostrar los realistas detalles de una salvaje violación sexual urbana para comprender el deplorable estado físico en el cual termina el personaje de Mónica Bellucci, o solo se trata de una gratuidad destinada a la ira de los censores y al morbo de los potenciales espectadores?

Lo mismo cabe preguntarse, acerca de si era necesario desnudar a Góngora (una escena lo exhibe duchándose con dificultad, sin ir más lejos), a fin de entender la gravedad de su enfermedad y en cambio no era mejor resucitarlo, como dice Raúl Ruiz en una entrevista que el mismo Augusto le hace al maestro en el querido restaurante Normandie de Providencia —utilizada por Alberdi como material de archivo en su filme—, mientras le explica la emoción estética que lo acercó a dedicarse al arte cinematográfico, a ese sobrio reportero que protagoniza La memoria infinita.

Manipulación habermasiana o no, a propósito de percibir una realidad que se nos ocultaba, le agradecemos a Maite Alberdi que prescindiera de mostrar al autor de los programas Cine Video y Hora 25 , bajo todavía peores condiciones físicas, en esta vorágine de una degradación que se hace extensa, y moralmente reiterativa, durante sus casi 90 minutos de metraje.

El hastío ni siquiera es «ético», una palabra ajena a cualquier retórica audiovisual que persigue la vulnerabilidad en su punto de ebullición, en el centro de su foco.

Pero observar de esa maltrecha forma al respetado periodista —el más versátil del medio, junto a Cristián Warnken, en el difícil formato de la entrevista cultural televisiva, mientras estuvo en activo— además de entristecernos, interpela a la verdadera utilidad de una gratuita estrategia de narración cinematográfica, a efectos de discutir o de reflexionar con sinceridad artística sobre el «amor» (el «escudo» dramático de este filme), de lo sin–muerte, cuando todos llegaremos a ese penoso final, de mejor o peor manera.

 

Promovida con dineros públicos

La memoria infinita, asimismo, fue escogida por la Academia de Cine de Chile —luego de una reciente elección sectorial interna—, para competir en representación de la industria local en la categoría de Mejor Película Iberoamericana de los venideros premios Goya 2024, y los cuales se dirimirán durante el mes de febrero del próximo año, en una ceremonia que se llevará a cabo en la ciudad española de Valladolid.

Esa campaña de promoción y de difusión internacional será financiada en lo principal, a través de millonarios fondos públicos que son asignados en forma directa por parte del Estado a la citada agrupación gremial, mediante la ejecución de un convenio suscrito entre la Academia de Cine de Chile y el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, fechado a mediados del segundo gobierno de Sebastián Piñera.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La memoria infinita (2023).