[Crítica] «Las mujeres de mi casa»: Aquí vivieron (y padecieron)

La obra audiovisual dirigida por la debutante realizadora chilena Valentina Reyes es un largometraje de ficción que a través de un estilo y estética propios del género documental, busca retratar la cotidianidad y el final de una familia y de sus tres generaciones de integrantes exclusivamente femeninas, en el contexto de una ciudad hostil e indiferente a la suerte de sus habitantes.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 6.8.2022

El filme de la directora nacional Valentina Reyes propone en su ópera prima una cinematografía de la memoria, al modo de un híbrido entre el género de la ficción y del registro documental, al centrar sus esfuerzos técnicos y audiovisuales en diseccionar el espacio dramático de una sola locación.

En ese sentido, la casa escogida (un edificio emplazado en la comuna de Ñuñoa, según datos recabados) nunca adquiere los contornos de su magnificencia argumental, frente a la cámara de Reyes, ya que los espacios retratados se repiten, y salvo un par de planos exteriores que suavizan esa monótona perspectiva, jamás se entregan señas de la ubicuidad urbana de ese lugar en el cual habitan las tres mujeres protagonistas de esta obra, una abuela (Grimanesa Jiménez), su hija (Trinidad González), y la nieta (Bernardita Nassar).

Los personajes se exhiben en un par de habitaciones, entre ellas la cocina, y el jardín de un patio inconcluso. Un poco de esto se debe a la estrategia de primerísimos planos que adopta la realizadora a fin de registrar lo que acontece en el territorio diegético de su inaugural producción, en especial durante los pasajes de mayor tensión argumental del largometraje.

Así, la casa podría estar en cualquier calle de Ñuñoa, Providencia o bien de Las Condes (si la producción no lo advierte en el comunicado respectivo, no tendríamos idea), y como principal rasgo de tratamiento dramático, las actrices y sus personajes semejan arrojadas a un torbellino de emociones que preludia un desenlace que se anuncia desde su inicio: la venta del inmueble, obligada por las circunstancias y las estrecheces financieras.

Nunca queda demasiado claro y bien expuesto a qué se dedican la madre y la joven Leonor (Bernardita Nassar), aunque la abuela sería una artista visual retirada, pues sus creaciones pictóricas se encuentran, a modo de retazos y restos de una vida anterior, en cada espacio de la amplia casa.

 

Una orfandad de carácter urbano

Los conflictos dramáticos de las protagonistas (insatisfactorios en su vislumbre argumental y escénico, se advierte) están supeditados a ese nudo mayor que sería la perdida del inmueble a través de una venta que el personaje de Trinidad González intenta mantener oculto hasta que ya no le es posible seguir haciéndolo.

Entre las particularidades estéticas enunciadas por Valentina Reyes, los escasos personajes masculinos que surgen en el metraje, nunca muestra sus rostros, y la cámara se desenfoca, concentrándose a la vez en las expresiones del trío femenino, donde destaca el novedoso desempeño de la joven Bernardita Nassar.

Solo un taxista, que trae de vuelta al hogar, a la extraviada abuela que comienza a confundir espacios, lugares, horas y en fin, al mundo que le rodea, es exhibido en la totalidad de su corporalidad.

Los problemas dramáticos de Las mujeres de mi casa (2020) se evidencian en los escasos datos que se nos entregan sobre esas tres mujeres y sus carencias.

En ese aspecto, debemos recalcar que la sugerencia y la omisión es una prerrogativa del campo visual de una cámara, pero que esa directriz consciente, llevada a un ocultamiento de información que sitúe el espectador frente a los personajes de un largometraje de ficción, solo deviene en una confusión de índole cardinal para quien visiona el filme.

Otro punto a mencionar es la excelente fotografía de la obra. Un par de encuadres son notables, con un excelente manejo de las variables lumínicas y compositivas del campo de la cámara. Estos planos se contextualizan al interior de la casa, como cuando la nieta y su abuela se examinan y conversan con evidente tristeza frente a un espejo.

También, la música de Álvaro Matus se escucha contenida, y en las secuencias justas y necesarias con el propósito de reforzar la sensación de inclemente soledad y de orfandad esencial, que golpean a la cotidianidad sin abundancias materiales (pese al amplio chalet que poseen) de esas tres mujeres que solo parecen tenerse a ellas mismas para seguir adelante y por último sobrevivir, en ese ejercicio dramático de sororidad.

Así, y si bien el montaje de este crédito apuesta por una continuidad que realza la fluidez del relato, la amenaza de caer en una retórica reiterativa de las imágenes está siempre presente, pero los atinados cambios de primeros planos a medios, y de una cámara en mano hacia un lente fijo, por parte de la realizadora, matizan el peligro de esta posibilidad, y la película concluye por verse satisfactoria en sus sumas y restas, pese a las falencias ya mencionadas en estas líneas.

Sin hombres ni parejas de cualquier signo que las sostengan, ni menos consuelen, las protagonistas de esta singular casa que se alza como el gran espacio cinematográfico del filme, se debaten entre la soledad de sus inconclusas existencias, y las grúas amenazantes de una ciudad hostil y desconocida, que en su proyecto de modernización parece ser un Santiago anónimo e irreconocible.

 

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Las mujeres de mi casa (2020).