[Crítica] «Los mil días de Allende»: Un mito esquivo para el cine chileno

El perfil dramático del más famoso de los presidentes nacionales del siglo XX, continúa siendo un enigma en el mapa fílmico de nuestro país, pese a los esfuerzos creativos que la mega producción dirigida por el realizador Nicolás Acuña Fariña efectúa con el propósito de dilucidar su extraño misterio.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 27.9.2023

«No hay revolución posible si no cuenta con un ejército revolucionario. Este axioma de vigencia universal acaba de ser puesto a prueba una vez más en Chile, y determinó la instauración, desarrollo y crisis del Gobierno de la Unidad Popular».
Joan Garcés en El Estado y los problemas tácticos en el gobierno de Salvador Allende

Los cuatro capítulos de Los mil días de Allende (2023) constituyen una experiencia audiovisual que lejos de ser insatisfactoria, tampoco es plena bajo el propósito de verificar los contornos de una obra lograda a cabalidad en su realización tanto artística como dramática.

Por secuencias, la miniserie entrega la sensación estética de que pudo haber sido mucho más (especialmente en el principio), para luego bifurcarse en una trepidante narración de tres años intensos de un frustrado e inolvidable gobierno «popular», más que nada debido a su abrupto y singular desenlace, durante esa jornada del 11 de septiembre de 1973.

Son cuatro episodios que vertiginosos en su avance cronológico, son narrados por una voz en off inspirada en el asesor español de Allende, el politólogo Joan Garcés, en esta oportunidad llamado Manuel Ruiz.

En efecto, y más allá de cualquier consideración que tengamos en torno a su trunca administración a cargo del Estado, la figura del presidente Salvador Allende simboliza a uno de los personajes más fascinantes de la historia de Chile junto a José Miguel Carrera, por esa manera valiente y romántica de encarar el final de su trayectoria pública, frente a la muerte violenta e inapelable que los abrazó a ambos.

Mientras Arturo Alessandri se refugió en la embajada de los Estados Unidos en septiembre de 1924, y Carlos Ibáñez del Campo salió escondido de La Moneda en julio de 1931, y Juan Esteban Montero se retiraría sin mayor esfuerzo por retener el poder una noche de junio de 1932, desde el mismo Palacio, Salvador Allende trazó con heroísmo y conciencia del deber, el acto cumbre de un Presidente de la República de Chile.

Esa ceremonia operática y crepuscular, sellada y firmada con la tinta de su propia sangre (cuando tenía la posibilidad de elegir), ensombrece el resto de sus discutibles acciones.

Y frente a ese símbolo, a ese mito que ha perdido su vacilante humanidad, el cine chileno se ha visto imposibilitado de capturar su esencia en el campo de la ficción dramática, como sí lo han logrado, por ejemplo, los largometrajes documentales grabados por el realizador nacional Patricio Guzmán al respecto.

 

Un elenco inspirado (salvo excepciones)

De esta forma, y entre otros aspectos técnicos, la cuidada dirección de arte, que pudo ser todavía mejor (muchos de los lugares de Santiago donde transcurre la acción se mantienen semejantes a como lo eran en 1973), demuestra la dificultad que tiene el cine chileno para filmar obras de época, pese a los cuantiosos recursos públicos con los cuales contó esta producción, a fin de garantizar los detalles de su rodaje.

Pero el principal déficit audiovisual proviene de la elección que se hizo de Alfredo Castro para personificar al caído primer mandatario.

Castro no era el actor ideal pensando en ese rol, donde ya fracasó solemnemente Daniel Muñoz en el filme Allende en su laberinto (2014), de Miguel Littín.

Así, y pese a que Alfredo Castro es un excelente director teatral, como intérprete su registro es limitado, cuando no carente de un trabajo persistente con el objeto de expandir su amplitud tanto dramática como vocal, y su principal caballo de batalla actoral es el personaje de psicópata que le concediera Pablo Larraín en los largometrajes Tony Manero y Post mortem, y cuya repetición hasta el hartazgo en otros créditos audiovisuales, le ha traído cierto reconocimiento y admiración en el cenáculo cinematográfico hispanoamericano.

(Como si el español Javier Bardem hubiese reiterado sin descanso el estilo de su personaje de Anton Chigurh en No Country for Old Men —2007— , y el cual le otorgó por su parte la fama a nivel mundial).

No obstante, sin esa carga importante de maquillaje con la que lo arropa el equipo de producción pertinente, cambiándole hasta la forma de su nariz y de su expresión facial, a fin de asemejarlo al hombre inspirador de este argumento, Castro tiene poco del Salvador Allende real, si pensamos en que esta miniserie se pretendía un biopic, con algunas y limitadas regalías a la ficción literaria.

El problema es que Alfredo Castro maneja tan solo un único registro actoral a resguardo, y bajo esos cánones se desenvuelve con la seguridad de que en el circuito local, nadie se va a atrever siquiera a enjuiciar la calidad dramática de los diversos personajes fílmicos que emprende, cuando la crítica obsecuente y sus colegas interesados, jamás le dirán una palabra en particular.

Quien sí podría haber interpretado al Presidente con un mayor desempeño artístico, ese actor sería Pablo Schwarz, el cual en el rol de José Toribio Merino cambia su voz, su acento, y corporalmente nos recuerda al semblante —a la vez circunspecto y extravagante— que teníamos en el imaginario colectivo del almirante.

Las secuencias donde Schwarz aparece retratan a un actor que ha traspasado su buen momento en la escena teatral, hacia personajes más acordes a su talento interpretativo, para el formato televisivo en esta oportunidad.

Daniel Alcaíno en el rol del Augusto Pinochet Ugarte previo al 11 de septiembre de 1973, ese que nadie sabía cómo pensaba, también alcanza altas cotas —de una dramatización coherente y palpable—, en comparación a la verídica figura del traicionero comandante en jefe del Ejército, que le correspondió encarnar.

Marcial Tagle, asimismo, resulta un Patricio Aylwin convincente y hasta perturbador en su versión de ese hábil opositor e intransigente adversario hacia el gobierno de la Unidad Popular, y quien mucho después sería el primer Presidente de la comedida transición (1990 – 1994).

Tito Bustamante brinda, igualmente, una brillante actuación dentro de la referencia contextual que entrega acerca de los vaivenes y pasividad de Eduardo Frei Montalva, durante el citado período.

Otras secuencias de evidentes logros dramáticos son los que retratan la distancia y alejamiento emocional que Hortensia Bussi (una notable Aline Kuppenheim) tenía con su militante y comprometida —ideológicamente— hija Beatriz Allende, la famosa Tati (desarrollada con brío y sentimentalismo por la actriz Susana Hidalgo).

Un punto criticable al director Nicolás Acuña, es la inclusión, aunque haya sido en papeles muy menores, de dos audiovisualistas carentes de cualquier atributo interpretativo, como lo son los directores Cristián Jiménez y Sebastián Brahm, quienes aparecen en el primer y segundo capítulo de la miniserie, respectivamente.

Las nulas condiciones actorales de ambos, hacen recordar a las pésimas y lamentables incursiones en el género efectuadas por el fotógrafo Cristóbal Palma, primero en un filme de su amigo Jiménez (La voz en off, de 2014), sin ir más lejos, y en otro titulado Las cosas como son (2012), dirigida por el realizador Fernando Lavanderos (también un cercano suyo).

En efecto, la breve trayectoria interpretativa de Palma es digna de ser catalogada —en una sentencia fundamentada por aspectos exclusivamente técnicos y dramáticos— como la peor de la cual se tenga registro (y memoria) en la historia de la industria cinematográfica nacional contemporánea (siglos XX y XXI).

Por último, la inexplicable participación actoral, tanto de Jiménez como de Brahm, en Los mil días de Allende, cuestionan la categoría y la valoración de un reparto compuesto en lo principal por destacados profesionales de la disciplina, quienes se hicieron un lugar en el elenco de esta mega producción de la industria audiovisual chilena —financiada con millonarios recursos públicos—, gracias a sus objetivas cualidades interpretativas y competencias técnicas, y en ningún caso debido a vínculos de una índole ajena, a su plausible desempeño laboral frente a las cámaras.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Imagen destacada: Los mil días de Allende (2023).