[Crítica retro] «Frantz»: El largo camino del duelo

Actualmente disponible para su visionado en la plataforma de streaming Amazon Prime, el filme del realizador francés François Ozon es una poderosa reflexión audiovisual acerca de la pérdida y del deseo que sobrevive, pese a todo, a la ausencia.

Por Cristián Uribe Moreno

Publicado el 12.11.2020

Frantz (2016) es una película de François Ozon que actualmente se encuentra en el catálogo de Amazon Prime, convirtiéndose en una buena oportunidad para acercarse a la obra de este creador francés. La realización está basada en una película de Ernest Lubitsh, Remordimiento (1932).

La obra de Lubitsh está inspirada en el sentimiento antibelicista que surgió después de la Primera Guerra Mundial. Tomando como base la trama del filme de aquél, Ozon desarrolla una historia personal sobre el duelo tanto personal como colectivo.

La historia se inicia en un pequeño pueblo en Alemania, luego de la Primera Guerra Mundial. Ahí reside Anna (Paula Beer), un muchacha cuyo prometido Frantz se enlistó y murió en el conflicto bélico. Ella vive con los padres de su novio, Magda y Hans quienes la cuidan como una hija.

El personaje se mueve entre la casa de su novio y el cementerio, donde va a dejar flores a su tumba. La vida discurre de manera tranquila y monótona. Pero todo sumido en una tenue melancolía. En una escena un habitante del pueblo, Kreutz, pide su mano y ella lo rechaza porque aún no supera la pérdida de Frantz.

En este ambiente, llega al pueblo un desconocido, quien deja flores en la tumba de Frantz. Luego se acerca a la casa a hablar con su padre, quien lo rechaza al enterarse que es francés. Este misterioso hombre se presenta como Adrien Rivoire (Pierre Niney), un amigo de los días en que Frantz estudió en París.

La existencia de los protagonistas da vuelta alrededor de la ausencia de Frantz. Ninguno ha superado la muerte de él. Este entorno trágico se acentúa con el lúgubre blanco y negro con que la historia está filmada. A la sensación de pérdida, se suma la derrota del pueblo alemán.

Cuando aparece Adrien, en la reacción del padre hay hostilidad a la presencia de este francés, símbolo de su propio fracaso. Al igual que en parte del propio pueblo. La sensación del fracaso se establece, por un lado, como la generación que sobrevivió y tiene que vivir la humillante derrota y, por otro lado, como la generación que mandó al frente a miles de jóvenes que murieron por un ideal, no del todo claro.

La tensión entre Adrien y los habitantes del pueblo solo se acentúa al ver como este recién llegado se acerca a la familia y en especial a la prometida de Frantz. En cambio, las mujeres, Anna y Magda, ven en el forastero un consuelo al dolor de la ausencia.

Para Anna resulta un oasis dentro de su dolor. Puede conversar con Adrien de Frantz, lo que le gustaba, los lugares que visitaban, sus proyecciones. Así por medio de la palabra, el trauma de la muerte se atenúa. De las características que Anna recuerda de Frantz están su pacifismo, su gusto por la poesía, por la música y por Francia.

En este punto, la película comienza a mostrar la fuerte vinculación que tenía Frantz (cuya pronunciación se parece demasiado a France) con el país enemigo. Y es aquí cuando Adrien comienza a hablar del tiempo que pasaron juntos en París de antes de la guerra, cuando Frantz viajó a estudiar.

La película cambia su tono gris y aparece el color, un color luminoso que le da vida, en todo sentido, al relato. Después de terminar su rememoración, todo vuelve al luto gris del blanco y negro.

 

Paula Beer en «Frantz» (2016)

 

La luz del mundo

De ahí en adelante, cada vez que los personajes tengan estos momentos de “vida” el color emergerá en pantalla. Esta decisión estética va nutriendo a la narración de pequeños momentos resplandecientes de vida. En estas grises existencias donde todo permanece estático y opaco, la habitación de Frantz, las cartas, las fotos, el violín de Frantz, se desliza la luz del mundo.

Y Adrien se empieza a delinear como un ser sensible, violinista de la orquesta de París, que también sufre los efectos de haber sido enviado al frente de batalla. Sus cicatrices son psicológicas y físicas, visibles cuando se ve secándose en la orilla del río después de nadar.

Él también estuvo en batalla y conoció de cerca la muerte. Por esto, el duelo no es solo para los vencidos sino también para los vencedores. En una simbólica secuencia de los recuerdos del frente de guerra, se muestra a Adrien tendido junto a un soldado muerto como si la trinchera fuera la tumba de ambos.

En este espacio donde poco a poco se empieza a colar la vida, el arte juega un papel importante en esta relación de Adrien-Frantz, a través de la música, la literatura y la pintura. Es la ejecución del violín por parte de Adrien lo que disfrutan los padres de Frantz por primera vez, acompañado por Anna al piano. Anna recita un poema de Verlaine, el poeta favorito de la pareja.

«Canción de otoño» [1] en el fluido francés de la alemana, cobra un sentido pleno (Adrien se declara admirador de Rilke, el gran poeta alemán quien tiene un hermoso poema sobre el otoño: “Días de otoño”).

Adrien habla sobre cuando fue con Frantz a visitar el Louvre y a admirar su pintura favorita de Manet. El arte comienza a erigirse como el vínculo que unía ambos amigos de manera evidente. Y la figura de Adrien como Frantz comienza a tomarse el relato. En un plano, Adrien se mira al espejo y ve a Frantz.

La correspondencia entre ambos personajes es obvia. En este punto, cuando la historia se encamina hacia el romanticismo como cura del dolor, la narración da un vuelco y lo que se da por sentado vuelve al camino del misterio y de la ambigüedad.

La segunda parte del relato tiene reminiscencias de Vértigo, el grandioso filme de Alfred Hitchcock. Ya la banda sonora en ciertos momentos tiene un aire que evoca la obra del maestro inglés. Como cuando Anna y Adrien recorren el campo y el color lentamente se toma la pantalla.

En este caso, Anna viaja a París en busca de Adrien para revivir a Frantz, como Scottie trató de revivir en Judy a Madeliene. Sin embargo, en este trayecto que hace Anna comienzan a pasar otras cosas también. Y todo lo que vivió Adrien en Alemania, lo comienza a vivir ella en Francia.

Así, las consecuencias de la guerra se comienzan a percibir desde el viaje en el tren que la lleva hacia el país galo.

En un momento, se muestra la imagen de las ruinas de una ciudad arrasada reflejada en la ventana del vagón donde viaja Anna. La hostilidad y las huellas de la guerra se ven en las calles parisinas. Ella es mirada con suspicacia y desprecio por los franceses, como lo había sido Adrien en Alemania.

Y las secuelas físicas de la guerra se aprecian en los cuerpos de soldados que deambulan por las calles o que aún están en los hospitales. El relato se vuelve especular, al igual que el reflejo del espejo de Adrien, o el reflejo de las ruinas en la ventana del tren, ella empieza a ver el otro lado de la guerra. Y en ambos lados, los efectos fueron terribles.

Al comentario de la guerra como fuerza destructora de la sociedad, también deja entrever como sus miembros se sobreponen y van saliendo adelante. Al igual que Anna y la familia de Frantz, los ciudadanos franceses tratan de curar las profundas heridas que han quedado. Y ese largo camino se muestra lleno de baches y de curvas sinuosas.

Anna ya ha empezado el proceso de vuelta del duelo. Ya su objeto de deseo no es Frantz sino su sustituto, Adrien. Y al largo tiempo y energía que le ha dedicado al clausurado anhelo por Frantz, ahora todo ese vigor se vuelca en su suplente. Sin embargo, al camino del duelo le queda un recodo más que recorrer dando un cierre sutil y magnífico a esta historia de idas y vueltas.

En el final queda un relato que funciona en dos direcciones, en lo personal y en lo colectivo, en lo micro y en lo macro. Dos historias que se entrecruzan en un mundo donde Francia y Alemania tienen más en común de lo que sus ciudadanos piensan (el corazón de la Comunidad Europea).

Un relato que tiene a la muerte, la ausencia, en el centro del relato y que está en sintonía con otras historias que buscan revivir (o reemplazar) al ser querido, al objeto de deseo. Como dice un personaje casi al término del relato, después que un ser querido a muerto, “nunca se reemplaza un ser amado”.

Película ambigua, sutil, poética y en momentos, furiosamente romántica, es esta realización del francés François Ozon.

 

Citas:

[1] «Canción de otoño», de Paul Verlaine: «Los largos sollozos / de violines de otoño/ hieren mi corazón/ de un lánguido/ monótono. // Todo sofocante/ y pálido, cuando/ da la hora,/ recuerdo/ viejos tiempos/ y lloro. // Y me voy/en el mal viento/ quien me gana/ abajo, más allá,/ similar a la /hoja muerta».

 

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Cristian Uribe Moreno (Santiago, 1971) estudió en el Instituto Nacional «General José Miguel Carrera», y es licenciado en literatura hispánica y magíster en estudios latinoamericanos de la Universidad de Chile, también es profesor en educación media de lenguaje y comunicación de la Universidad Andrés Bello.

Aficionado a la literatura y el cine, y poeta ocasional, publicó en 2017 el poemario Versos y yerros.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Cristián Uribe Moreno

 

 

Imagen destacada: Frantz (2016).