[Crítica retro] «La chica del tren»: Silencios en movimiento

Con destellos de obra maestra (por la factura de algunos de sus fotogramas), este largometraje del realizador estadounidense Tate Taylor, basado en la novela homónima de la escritora Paula Hawkins, ejemplifica un preciso acercamiento a la intimidad afectiva y sexual del género femenino, expresado por un lúdico y seductor alfabeto audiovisual. A una complicada y ambiciosa, pero correcta estrategia de narración fílmica, se le añaden las interpretaciones de las actrices Emily Blunt, Haley Bennett y Rebecca Ferguson: este es un “ensayo” cinematográfico acerca de la marginalidad emocional de un trío de mujeres.

Por Enrique Morales Lastra

Publicado el 27.1.2021

“¿Cómo acceder a los símbolos que cada poeta se forja en su soledad?”.
Alejandra Pizarnik, en Artículos y ensayos

La metáfora artística de La chica del tren (The Girl on the Train, 2016) es bellísima: unos encuadres que aspiran a exhibir la vivencia y la estética de una soledad contenida en los márgenes de lo soportable: las protagonistas se encuentran en una brutal orfandad interior y psicológica, aunque les sobren los amantes, y pese a que más de una, se haya felizmente casada.

Una cámara con oficio deslumbrante, y que busca reproducir a través de secuencias filmadas bajo el sentido de una estética nostálgica —y en un especial cuidado por hacer sentir mediante la graduación de las luces—, aquella característica y rasgo esencialmente fotográfico.

Ojo con el director de esta película: Tate Taylor (1969) es el autor, entre otras, de cintas como Pretty Ugly People, y de Criadas y señoras; y acá confirma que su rúbrica equivale a la de un realizador de mirada delicada, y reflexión sagaz: la sensibilidad de ciertos giros, e incluso en el comportamiento del elenco, responden a las instrucciones de un conductor en posesión de una idea cinematográfica, y de un plan audiovisual concretos y con fines artísticos decididos.

Filmada en los suburbios del Estado de Nueva York, los fotogramas de este título citan en su composición a un maestro insoslayable de la pintura estadounidense: a Edward Hopper, y a esas telas que escenifican a mujeres sentadas, solas frente a una ventana, en el reflejo de su singularidad, y de sus carencias e ilusiones truncadas.

También, pero de una manera literaria y argumental, esas secuencias apelan a Patricia Highsmith (y a su novela Extraños en un tren), y al cineasta Alfred Hitchcock (por su largometraje La ventana indiscreta, de 1954). Luego, viene la actuación protagónica de Emily Blunt (como Rachel), y de sus “inolvidables” compañeras de plató: Haley Bennett (Megan) y Rebecca Ferguson (Anna).

El presente título es un ensayo fílmico en torno a la marginalidad emocional de un trío de mujeres, que en apariencia tienen demasiado: belleza, un status socioeconómico tranquilo, y una relación fluida con los miembros del sexo opuesto. A excepción de Rachel (Blunt), quien lucha contra el alcoholismo, la depresión y las lagunas mentales y amnésicas que afligen sus horas y sus días.

Vaga por las calles, se sube cada vez que puede al tranvía suburbano, para dirigirse a metas sin sentido, nubladas por la desesperación de una ternura corrompida, con rumbo a estaciones pobladas por fantasmas y por los símbolos de su soledad: el divorcio con su esposo, y una adicción lesiva para su salud: a los fármacos y a la bebida.

Grabada en una ambientación de otoño e invierno, aquella puesta en escena persigue transmitir una conmoción de abandono situada en las heridas más profunda del alma dramática de estos personajes: incapaz de reponerse, Rachel rastrea espejismos atravesados por la clara luz de esos fríos inviernos de la costa norteamericana que colindan con el Atlántico.

El brillo se desparrama en un contexto que también quiere decir “soledad”. Ella camina errante, incapaz —a causa del aire transparente y gélido—, de romper las barreras, y de poder conectarse realmente con los demás.

Esa estética del desamparo (que imagino muy bien expresadas tanto en el guión, como en la novela que inspira al texto conductor), se evidencia en cada uno de los fotogramas de esta cinta: las mañanas, las tardes y las noches, azuzan y estimulan un incontrarrestable sentimiento de tranquila y agobiante enajenación.

Hasta los sugerentes planos “sexuales” señalizan el fenómeno: los papeles de Bennett y Ferguson, cuando mantienen vínculos de entrega física y emocional, parecieran no disfrutar de los ejercicios amatorios, salvo en la aspiración de evadirse o alcanzar un grado de declaración sutil y trascendente: “Es como si me tocara sola”, confiesa Megan a su psiquiatra (interpretado por el actor venezolano Edgar Ramírez).

En paralelo, a Emily Blunt le calzan a la perfección estos papeles de mujer sojuzgada por el dolor y la infelicidad: sólo recordémosla encarnando a la oficial de policía  Kate Macer, en Sicario (2015), del director canadiense Denis Villeneuve.

El tren se mueve, pero el interior de Rachel permanece en un foso de obscuridad anímica del que le es imposible salir. Y los deseos femeninos, junto a esos sueños de felicidad que rondan como pájaros alrededor de la cabeza, descansan mudos, víctimas de una sosegada y triste incapacidad: en la tierna soledad de nuestros sentimientos, y en el pozo de las expectativas (malogradas) más sinceras y honestas.

Porque las personas que alguna vez quisimos, siempre habitan en nosotros, pese al olvido consciente o en su desmedro, obligada. Como la estrategia narrativa de La chica del tren: difícil, ambiciosa, a veces hasta poco clara, pero finalmente acertada, y que logra atravesar el río, ese Hudson que borden la línea férrea, que marca el paso psicológico y afectivo de los papeles estelares.

Las consecuciones de Tate Taylor no son aquí menores: la dirección de fotografía que lo acompaña formula con lealtad el “drama” de esas mujeres unidas por la desdicha, el engaño y la incomprensión: son rompecabezas que se arman prodigiosamente, a través de una técnica de montaje que utiliza constantemente los flashback, a fin de componer un mosaico de soledades amontonadas, que pese a los esfuerzos, quizás nunca lleguen a redimirse.

Haley Bennett, quien ya nos había sorprendido en su personaje de Los 7 magníficos: en esta ocasión, confirma que es una actriz de primera línea.

Su rol de Megan, joven adulta desdichada y melancólicamente bella, termina por transformarse en la imagen y en la insignia de una pasión y emoción, que jamás llegan a revelarse o a exhibirse en la totalidad de sus fueros, a excepción de esa sensualidad que la carcome, y que no es otra cosa que la búsqueda de un amor sincero, pleno de virtudes, y vacío de falsías e imposturas.

La chica del tren es un filme atractivo, construido bajo parámetros técnicos inapelables, con una historia cruel y zigzagueante, que remueve ideas, pensamientos, y rótulos, acerca de la extrañeza e incomprensible que son las mujeres para los hombres en su interioridad. A no dejarse engañar por la crítica facilista y prejuiciosa.

 

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Tráiler:

 

 

Imagen destacada: La chica del tren (2016).