[Crónica] Digresiones de cuarentena: Los «culiaos» simpáticos

Fue a partir de un ya legendario 18 de octubre de 2019 (un día que aún no termina) que la palabra devino en un torrente incontinente. Desde entonces se la puede leer, junto a otras decenas de miles de inscripciones, en la Gran Muralla Chilena que se extiende a lo largo de cuatro mil kilómetros de Visviri a Puerto Williams.

Por Omar Saavedra Santis

Publicado el 3.5.2021

Sabido es, desde viejísimos tiempos orientales, que tomar distancia por un momento del mundanal ruido que nos rodea abre un espacio propicio a eso que algunos llaman meditación, esos introspectivos ejercicios indagatorios de uno mismo, que siglos después en occidente la cultura religiosa dominante los encorsetó en claustros decameronianos, los preceptuó con latinajos y los transformó en soliloquios más o menos silentes sobre divinidades y otros temas que no son deste mundo.

Además de tan importantes inversiones del tiempo retirado, este también permite actividades acaso no tan trascendentales pero no menos gratificantes para la nerviatura espiritual de cada uno, tan afectada por esta obligada clausura monacal a la que nos condena el virus nuestro de cada día.

El ocio, por ejemplo, es uno de esos quehaceres que mejor aliviana los días de encierro. Menester es reconocer que es el de la oferta más generosa, el que mejor se adapta a la satisfacción de los caprichos personales de sus usuarios, cualquiera sea su índole. No se confunda ocio con pereza, ni tedio, ni mucho menos con tiempo perdido.

Hasta contarse las pecas, papar moscas o mirar al techo son ocupaciones que pueden reportar, sin buscarlo, un provecho. A veces en el transcurso del dolce far niente puede ocurrir, digamos, algo parecido a una serendipia.

Es así como alguno (el infrascrito por ejemplo) fiel a antiguos vicios solitarios, en el ejercicio del ocio de su propiedad, encuentra gusto en curiosear al buen tuntún en esa teratológica biblioteca virtual que nos ha regalado la tan controvertida posmodernidad digital o como se quiera llamarla a esta época de aleluyas y réquiems en que tratamos de sobrevivir.

 

Cuestiones puntuales de conducta y de moral

De pronto, sin buscar nada en especial, uno tropieza con un breve suelto sobre traducciones y traductores en donde se lee que hay letras que ingresan relativamente tarde a la larga historia de nuestro alfabeto. Así por ejemplo la “k”.

Dizque esto haya ocurrido ante la necesidad de los primeros burócratas y escribas, griegos primeros y romanos después, por transliterar con mayor exactitud en sus informes al poder central los fonemas de metálicas resonancias asiáticas, levantinas, germánicas o célticas que les saltaban al oído durante la expansión de las imperiales potestades a las que servían.

Pareciera que así fue como en la fonética romance la “k” se allegó a compartir algunas funciones que hasta ese momento, aunque con caprichosas normas ortográficas, cumplían y siguen cumpliendo nuestras “c” y “q”.

Uno no es lingüista ni etimologista pero sabe que como en todas las cosas de la vida también en el cofre de piratas de internet, no todo lo que reluce es oro, por tanto lee el artículo desde la cuidadosa distancia de la desconfianza.

Sin embargo uno se deja seducir por la invitación a la conjetura implícita en el párrafo y como se trata de gastar en algo el ocio cuarentenal, continúa divagando por su cuenta sobre la letra “k”. Esto, tal vez por el protagonismo que esta ha ido ganando en nuestro decir escrito en papel y, sobre todo, en los muros.

Uno piensa que esta evolución nada tiene de sorprendente. Siendo las lenguas cosa viva, también ellas mutan acorde con nuestro conocimiento y percepción crecientes del mundo que nos rodea y también con las necesidades siempre cambiantes a las que nos enfrentamos los hablantes para comunicarnos inter nos.

Quizá esta dialéctica vitalidad de las lenguas explique el nuevo rol que desde hace no mucho tiempo, hemos ido asignándole a la letra “k”. Palabras que se escribían con “c” o “q” ahora alternan su caligrafía con la susodicha, pero al hacerlo ganan un valor semántico agregado, relativo a otras características subyacentes del objeto que definen, no siempre visibles prima vista.

Es fácil de suponer que, como habitante deste tiempo y desta larga y angosta faja de temblores e incertidumbres, lo primero que a uno se le viene a la cabeza es la palabra “pako”.

Con seguridad, una de las más presentes en la boca diaria de millones de chilenos. En los tiempos de antes se escribía con “c”, igual que el cuasi obligatorio adjetivo que la califica: “culiao”.

Este último es un localismo que en la región andina es compartido por argentinos, bolivianos, peruanos y chilenos, siendo estos los que más uso y abuso hacen de él. A pesar de la raíz sicalíptica de su etimología, el adjetivo “culiao” poco y nada tiene que ver con hechos copulatorios; y no es en ningún caso atributo exclusivo de personas o animales o un sexo determinado.

La sinonimia de la palabreja es amplia, por lo general de una carga negativa que todos perciben y comprenden sin explicaciones. No solo se aplica a los bípedos implumes, también hay problemas culiaos, autos culiaos, escalas culiás, dolores culiaos, deudas culiás, virus culiaos, et al.

Referido a personas tiene el epíteto un carácter eminentemente ético por cuanto apunta a cuestiones puntuales de conducta y moral, como el abuso, el engaño, la prepotencia, la vileza, la corrupción, el oportunismo, la traición, la fatuidad, la crueldad, etcétera.

La lista de villanías se deja ampliar a gusto.

Cierto es que, aunque minoritario, también existe el género de los “culiaos” simpáticos, entretenidos, amables, serviciales, inteligentes. No es improbable que entre ellos se cuenten algunos pacos.

Mirado desde una perspectiva justiciera los “pacos” están lejos de ser los únicos merecedores del calificativo. “Culiaos” y “culiás” los hay en todos los ámbitos de la sociedad civil.

Aunque, claro, por motivos derivados de su musculosa presencialidad de la que gustan hacer gala, se tiende a pensar que los “pacos” son más “culiaos” que otros grupos humanos.

Tal presunción no es ni ecuánime ni exacta, pero a uno le sirve como ejemplo guía para seguir bordando la telaraña de su ocio especulativo en torno a la letra “k”.

Entonces uno se interesa por averiguar algo más acerca del tema que lo ocupa y se da en averiguar algo más sobre nuestros pacos y pakos.

 

Mural en la ciudad chilena de Iquique

 

La Gran Muralla Chilena

La historia nos dice que ellos existen desde que el coronel golpista Carlos Ibáñez del Campo los crea en abril de 1927 un mes antes de proclamarse de facto presidente de la república. Un estudioso del tema ha informado en un meme circulante en las redes sociales que “pacos” es un acrónimo de Personal a Contrata de Orden y Seguridad (P.A.C.O.S).

Este es el nombre inscrito en su partida de nacimiento. El mismo presidente será motejado después como el “paco Ibáñez”. O sea, a los “pacos” se los llama “pacos” desde su mero comienzo. El complemento “culiao” se lo ganaron poco después, en el transcurso de su desempeño profesional. No hay un registro de cuándo ocurrió aquello.

Lo más probable es que haya nacido de la boca de algún simple que tuvo motivos (fáciles de imaginar) para tal imprecación, esta luego fue recogida por la oreja popular, ingresada al habla nacional y transmitida de generación en generación de chilenos de todos los pelajes, hasta convertirse en lo que es: un chilenismo tan indiscutible como el weón culiao, con el que a veces se suele confundir.

Durante muchas décadas los “pacos culiaos” fueron un giro absolutamente coloquial de nuestro parloteo cotidiano. Uno entre tantos. Sin mayor relevancia. De carácter eminentemente oral, pocas veces escrito.

Y si en alguna rara ocasión alguna mano anónima y resentida lo garrapateaba en alguna parte, lo hacía siempre en estricta concordancia con la correcta ortografía castellana. Esto es, con “c”.

Pero en algún momento de la historia patria nuestros tradicionales pacos culiaos dejaron de serlo y transmutaron en “pakos kuliaos”.

La locución, hasta entonces solo hablada, se convirtió en una grafía de dura presencia óptica. Primero fue apenas una furtiva inscripción clandestina en los muros chilenos.

Pero fue a partir de un ya legendario dieciocho de octubre (un día que aún no termina) que devino en un torrente incontinente.

Desde entonces se la puede leer, junto a otras decenas de miles de inscripciones, en la Gran Muralla Chilena que se extiende a lo largo de cuatro mil kilómetros de Visviri a Puerto Williams.

 

Las dimensiones subterráneas del ser

Al llegar a la parte mayéutica del ocio personal, uno se hace la filosófica pregunta por el significado intrínseco de ese cambio de la “c” por la “k” que ha ocurrido en esa muralla nuestra.

Uno medita largo antes de arribar a una explicación que lo contente.

Escarbando en el desvencijado cajón de sus recuerdos uno retrocede a sus tiempos inmemoriales de estudiante de teatro y allí encuentra algo parecido a una respuesta a su pregunta. Sin duda tirada de las mechas y por lo mismo atractiva como cualquier cosa que logre resquebrajar la monotonía purgatoria de la cuarentena.

Uno se recuerda que mucho antes que el teatro se hiciera posdramático, el bávaro Bertolt Brecht pergeñó la teoría del teatro épico, en contraposición al tradicional teatro aristotélico. (Una vieja pugna ahora demodée, según dicen los nuevos rupturistas).

Un elemento principal del teatro épico era que lo que Brecht llamó Verfremdungseffekt. V-Effekt. Se ha traducido al castellano como efecto de distanciamiento. (Por razones de interpretación personal, uno preferiría traducirlo como efecto de extrañamiento, pero eso sería tema para otra digresión).

El V-Effekt era, grosso modo, un recurso literario y teatral, que consistía en interrumpir la acción escénica con carteles, canciones o proyecciones de imagen que aparentemente mucho, poquito o nada tenían que ver con lo que ocurría y se decía en el escenario.

Desta manera, pensaba el autor director Bertolt Brecht, se invitaba al espectador a tomar una distancia crítica frente a lo que veía y escuchaba. El V-Effekt era una exhortación estética a escarbar un poco más en ese mundo que está cambiando y cambiará más (según auguraban Los Iracundos en el año de la cocoa Raff). E invitaba, en la medida de lo posible, hacerse parte activa de esos cambios.

Es así como uno descubre que la “c” transmutada en “k” cumple una función muy similar al de un V-Effekt brechtiano. La aparente anomalía ortográfica nos alerta y recuerda que cosas y personas no son siempre lo que dicen ser, que hay una realidad paralela tras ellas en la que vale la pena hurgar.

Al desdeñar la “c” la Gran Muralla Chilena advierte al lector que hay diferencias entre el “pako kuliao” de hogaño con el culiao de antaño. El paco antiguo es el que aparece en las novelas de los pacos escritores Luis Rivano o Armando Méndez Carrasco.

Es ese paco de luma parado en la esquina mirando a ninguna parte; es el que veíamos arrastrando su sombra triste por las calles de Valparaíso detrás del sable de su teniente. Nuestra chilena historia nos instruye que la metamorfosis de “paco culiao” en “pako kuliao” fue un proceso largo y constante, que culminó cuando el Capitán General de Todos los Ejércitos, al comenzar su señorío, los silba a su lado, les sube el pelo y el salario, a cambio del debido vasallaje.

Fue un pacto firmado con sangre, como corresponde. Con mucha sangre. (Sangre enemiga, por supuesto). Es así como nuestro paco culiao culmina su transformación en “pako kuliao” para maridarse con el “miliko kuliao”.

La historia patria (de la que ellos se sienten parte orgullosa e imprescindible) señala que ambos comparten un abundoso prontuario de abanico amplio, que va desde el asesinato al por mayor hasta el desfalco de gran calado, pasando por artificiosos montajes de casus belli, operaciones de espionaje y repetidas toreras a esa constitución heredada que dicen defender del ochenta por ciento de antipatriotas que desea cambiarla.

Como sea, pakos y milikos kuliaos conforman con certeza la única comunidad gregaria que, como se sabe, ha alcanzado una envidiable impunidad de rebaño con una efectividad muy superior al 99% que perdura hasta el día de hoy.

Al llegar a este punto en su larga meditación sobre  el V-Effekt de la letra “k” en la escritura mural chilena uno concluye que él no solo nos invita a una reflexión de profundis sobre pakos y milikos.

Además nos hace suponer con cierto grado de certeza que así como hay pakos y milikos, también hay polítikos, kandidatos, demókratas, kristianos, komunistas, izkierdistas, kaballeros, konstituyentes, fiskales, anarkos, kuras, kongresistas, predikadores, bankeros, rektores, kolumnistas, republikanos, alkaldes, detektives, akadémikos, kómikos, burókratas, intelektuales, dekanos, korifeos, kardenales, komunikadores, y muchos otros aktivistas de nuestra institucionalidad social.

Y como el retiro espiritual de la cuarentena es dadivoso con el tiempo, uno también aprovecha su ocio para darse en pensar que este V-Effekt no se limita a la “k”.

También en otras palabras las letras se dejan intercambiar a voluntad para llamar nuestra atención sobre las dimensiones subterráneas del ser y quehacer de otros actores de nuestra humana geografía que se escudan tras la correcta ortografía de sus funciones para disfrazar sus disfunciones.

Así surgen ante nuestros ojos y oídos, precidentes de la repúblika, onorables jueses, konspikuos avogados, hintendentes rejionales, sekretarios de hestado, hempresarios onestos, cenadores inkorruptibles, auténtikos liverales, eminensias progrecistas, y tantos otros conocidos de siempre. La lista se deja acrecentar ad libitum.

Ciertamente el consabido “kuliao” no siempre es aplicable a todos. Nomás a quienes se lo han ganado y siguen ganando con o sin palabras, con acciones o inacciones.

Llegado a este punto, uno interrumpe su ocio vano para escuchar las notisias.

 

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Omar Saavedra Santis es escritor, dramaturgo, un guionista chileno (Valparaíso, 1944). Hasta 1973 se desempeña como jefe de redacción de El Popular, un diario de Valparaíso. En 1974 sale al exilio, el cual se prolonga por más de 35 años, viviendo hasta 2012 en Berlín, Alemania.

Ha publicado numerosas novelas y cuentos, así como obras de teatro, radioteatros y guiones para cine y TV. Escribe regularmente artículos y ensayos para diferentes medios impresos. Se ha desempeñado como docente huésped del Centro de Formación Radiofónica de la Deutsche Welle y en el programa de magister del Departamento de Teatro de la Universidad de Chile.

Sus obras han sido publicadas y puestas en escena en numerosos países (Alemania, Austria, Argentina, Bulgaria, Chile, Costa Rica, Japón, Holanda, Polonia, Suecia, Unión Soviética, Rusia, Letonia, EE.UU.).

 

Omar Saavedra Santis

 

 

Imagen destacada: Mural en la ciudad de Santiago, a la fecha del 27 diciembre de 2019.