Los recuerdos pueden borrarse pero nunca el latido de los sentimientos, jamás la emoción, ese núcleo inexpugnable y persistente de un pasado físico, que persisten como un eco de pisadas en el subconsciente, al modo de una cierta incomodidad en el presente.
Por José Miguel Martínez
Publicado el 3.10.2023
Cada cierto tiempo vuelvo a leer El Aleph, tal vez uno de los cuentos más tragicómicos de Borges. Su sentido del humor está expresado en la aguda rivalidad entre el Borges personaje-narrador y el pomposo Carlos Argentino Daneri, primo hermano de la finada Beatriz Viterbo, rivalidad que está infundada, en primera instancia, por la escritura de un poema titulado «La tierra» con el cual Argentino Daneri intenta («vana y ampulosamente») versificar nada menos que el mundo entero.
Esta rivalidad entre escritores alcanza cotas irreversibles cuando el narrador descubre —contemplando esa esfera fulgurosa que, debajo del escalón de un sótano, contiene todas las imágenes al mismo tiempo— las cartas obscenas que Beatriz Viterbo le había escrito en vida a su primo hermano.
No es gratuito, entonces, que el cuento comience con la sentida muerte de Beatriz, y con los cambios que esa muerte produce en el universo inmediato del narrador —»habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios»—, para luego cerrar con su negación de lo visto —»yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph»— y con el inevitable olvido de la mujer amada: «Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz».
Tras la fachada irónica y fantástica del cuento se esconde la tragedia: El Aleph es, en esencia, una historia de amor, o más específicamente, la historia de un amor frustrado, no concretado, y equiparado, además, con el infinito, con la eternidad, es decir, con la sacralización sempiterna de una relación inconclusa, cuya memoria termina afectada por el cambio inevitable que trae consigo el tiempo y su desgaste de los recuerdos, que terminan por triunfar sobre el protagonista.
Una sugerencia de Enrique Morales Lastra me llevó a revisitar Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, película del 2004 que me recordó, claro, a El Aleph, pero también a otras obras ligadas a la memoria. Escrita por Charlie Kaufman y dirigida por Michel Gondry, la película presenta la truncada relación entre Joel (Jim Carrey) y Clementine (Kate Winslet), narrada, como corresponde a una historia sobre la erosión de la memoria, mediante secuencias no lineales.
El comienzo nos hace creer en lo que sería el inicio de una potencial relación amorosa. En realidad, lo que observamos son los resabios, las cenizas del fuego extinto. Conforme avanzan las escenas vamos descubriendo que, en un giro digno de Philip K. Dick, si Joel y Clementine no se reconocen mutuamente es porque ambos se han sometido al tratamiento de una empresa que les ha eliminado los recuerdos.
El dolor de la perdida ha sido tal, que ambos han preferido erradicarse de sus respectivas mentes, con el fin de cortar de una vez por todas el vínculo de amor y sufrimiento que los une («cuando somos infelices», escribe Natalia Ginzburg, «nuestra memoria actúa entonces con más brío»).
Y a pesar de que en Clementine el procedimiento ha operado ya, en Joel actúa un principio de resistencia cuando, como en un sueño lúcido, despierta en medio de sus recuerdos borroneados y se da cuenta del error de su decisión; él no quiere deshacerse de sus recuerdos con Clementine, porque deshacerse de ellos sería, de alguna manera, no sólo renegar de ella sino también renegar de sí mismo, de la construcción de sí mismo como ser humano. «Somos nuestra memoria | somos ese quimérico museo de formas inconstantes | ese montón de espejos rotos», dice un poema de Borges.
Casi todas estas secuencias en la mente de Joel están narradas a la inversa —desde el fin de su relación hacia el comienzo, cuando se conocen—, y en su intento por escapar del apocalipsis de la memoria, Joel busca preservar la imagen de Clementine ocultándola en recuerdos más antiguos, como los de su infancia. Si en el sueño, como decía Joyce, todas las edades son una, en la mente de Joel, durante la supresión, los recuerdos se pliegan de manera parecida: su cuerpo de adulto se metamorfosea en el de un niño, y la imagen de Clementine se convierte a su vez en la de —¿aló, Freud?— su madre.
Esta idea, la del intento de Joel por torcer el recuerdo, es una de las cosas más fascinantes de la película; guarda relación, en cierta medida, con otro cuento de Borges, La otra muerte, donde el narrador —quien, como en El Aleph, pareciera ser el mismo Borges— se da cuenta de que un hombre ha modificado un hecho del pasado, un acto de cobardía que lo ha avergonzado toda su vida, a través de un sueño (o de un delirio febril ad portas de su muerte).
Antes de que el hombre falleciera, solía ser recordado como un tipo pusilánime, pero luego de su muerte, es recordado como un valiente, y nadie —a excepción del narrador— parece percatarse de que se ha realizado una modificación en la línea temporal. «Modificar no es modificar un solo hecho —dice el narrador— es anular sus consecuencias, que tienden a ser infinitas. Dicho sea con otras palabras; es crear dos historias universales».
Joel busca crear una nueva historia universal con Clementine, aunque cabe preguntarse: ¿qué tipo de persona sería él —qué matices, qué sutiles diferencias tendría— si al despertar lograra rescatar del mecanismo de borrado al menos uno de sus recuerdos con ella?
La emoción del presente
Pero la película, en última instancia, no explora del todo este camino: Joel finalmente no puede salvar de su memoria el recuerdo de Clementine, ni siquiera una sombra especulativa de ella, quien termina por ser extirpada de su mente.
Sin embargo, aun cuando estos recuerdos, sus imágenes, son eliminados, la emoción, como un eco de pisadas en el subconsciente, como una cierta incomodidad del presente, persiste en algún lugar de la memoria física de Joel.
Hay una imagen terrible en La memoria infinita de Maite Alberdi cuando Augusto Góngora, ya degradado mentalmente por el Alzheimer, es consultado por Paulina Urrutia respecto a si se acuerda de su amigo José Manuel Parada —quien, en plena dictadura, fue asesinado en el caso Degollados—, y Góngora, aun con la memoria estropeada por la enfermedad, se cubre la boca con la mano y arruga todo el rostro, evocando desde las vísceras el dolor de la brutal pérdida de su amigo.
Los recuerdos pueden borrarse, entonces, pero no la emoción, jamás la emoción, núcleo inexpugnable y persistente de la memoria (Borges podrá olvidar los rasgos de Beatriz Viterbo, pero no lo que sintió, engranaje del amor y modificación de la muerte, al verla en el Aleph).
El final de la película de Gondry es, en ese sentido, paradigmático: Joel y Clementine, aturdidos por la luz de la verdad, no conciben racionalmente la idea de permanecer juntos; sin embargo, la emoción del recuerdo sí persiste.
Clementine se va del departamento de Joel, pero a los pocos segundos él la alcanza en el pasillo y propone volver a intentarlo: «No veo nada de ti que no me guste», le dice. «Pero lo verás», responde ella. «Y yo me aburriré de ti y me sentiré atrapada, porque eso es lo que pasa conmigo».
En el relato La historia de tu vida de Ted Chiang —también en Arrival, la adaptación cinematográfica de Denis Villeneuve—, la lingüista Louise Banks, a medida que estudia más y más el idioma alienígeno de los heptápodos, comienza a percibir el pasado, presente y futuro entrelazados, de forma simultánea.
Así, en los primeros minutos de la película vemos fugazmente la vida y muerte de su fallecida hija; el final nos lleva a la decisión de Louise de sí —aun conociendo lo que le espera— volver a concebirla, es decir, de si revivir el amor de tener a su hija para luego volver a sentir el dolor irreparable de perderla. La posterior aquiescencia de Joel y Clementine al hecho de que, aunque ya desahuciados como pareja, igualmente vale la pena revivir su relación, opera de forma similar.
Tal como Borges, el personaje y narrador que no puede aceptar lo que vio en el Aleph de la calle Garay y por ello niega su existencia, no nos queda más que renegar una y otra vez del sufrimiento, de rebelarnos inútilmente al destino aciago que nos espera a todos, con el fin de poder seguir viviendo. En palabras de Louise Banks: «a pesar de conocer el viaje y hacia dónde se dirige, yo lo abrazo y le doy la bienvenida a cada momento».
Esta decisión, como la de Joel y Clementine, reside en lo único que tal vez nos puede guiar: la emoción del presente. Incluso de cara al tiempo, a la nostalgia de la evocación, a la erosión de los recuerdos, al apocalipsis de la memoria.
No en vano escribe Eliot en Los cuatro cuartetos: «Si todo tiempo es un presente eterno | todo tiempo es irredimible. |Lo que pudo haber sido es una abstracción | que sigue siendo perpetua posibilidad | sólo en un mundo de especulaciones. | Lo que pudo haber sido y lo que ha sido | tienden a un solo fin, siempre presente».
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José Miguel Martínez (Santiago, 1986) es arquitecto. Ha publicado los libros El diablo en Punitaqui (Tajamar Editores, 2013), Hombres al sur (Tajamar Editores, 2015), Tríptico de granola (Tres Puntos Ediciones, 2020) y Ceres (Minotauro, 2021).
Ha traducido, además, a James Baldwin, S. Craig Zahler y Jack London. Es creador del podcast Cátedras Paralelas, donde conversa con diversos invitados sobre libros y lectura. Vive en Frutillar, Chile.
Tráiler:
Imagen destacada: Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004).