[Crónica] Tal vez antes del principio (la historia de una familia linarense)

Los Ortega fueron hacendados prósperos del Ñuble (ya Bernardo O’Higgins los había visitado en los albores de la República) pero el ímpetu español los había ahuyentado estableciéndose en la llamada ciudad capital del Maule Sur, en un nuevo y tranquilo hogar, de cara al futuro que se abría para ellos como una flor.

Por Hernán Ortega Parada

Publicado el 2.9.2022

Conozco a mis padres desde mucho antes de que yo naciera.

No es que yo sea el príncipe de la etiología y por decreto suelo pensar en dicho cabo suelto. Necesito por ello libertad, amo el silencio que viene de muy atrás aunque no tenga voz en este camino sin luces. ¡Hey!, ayúdame: siento los ecos de un fracaso.

Aquellos son períodos como si alguien soplara en mi oído y después el sueño. Pero siento que me apuntan con un dedo varias generaciones anteriores. ¡Cómo decirles que lo siento! La vida termina con el cierre de mis fuegos.

En cambio tengo el principio de la imaginación, muchas veces desechada por intelectuales y escritores (no son lo mismo, que sí hermanos). Más adelante, si la vida me alcanza, me referiré a ellos: muchas veces he adelantado ideas y sueños pero hay un fuego que corta la respiración.

Los Ortega fueron hacendados prósperos del Ñuble (ya O’Higgins los había visitado) pero el ímpetu español los había ahuyentado estableciéndose en Linares, presumo en un nuevo hogar.

En verdad, yo guardo algunos rasgos muy primitivos de los padres de mi padre (mi abuelo falleció en 1910, de edad avanzada), don José, repito el progenitor de mi padre, sobre todo cuando, algo viejo aquel o tal vez en un pronunciado descuido o en un acto involuntario y bondadoso de su edad, se casó con la que ocupó un lugar vacío y pasó a llamarse hija suya, como mi abuela paterna. Súper amor, estoy seguro.

Este tatarabuelo, a pesar de tener pruebas de que existió como un hijo de linarense gran parte del siglo XIX y que ensayó alegrar su edad madura casándose pues con la hija de un hermano y esto yo lo creo aunque no tengo los documentos a la vista, esas cosas están en mis latidos.

Lo cierto es que don José Bernardino Ortega Ortega, el abuelo aquel, se casó con la tierna señorita doña Clara Luz Ortega Vásquez, presumiblemente hija natural de un héroe de tierras disputadas en La Frontera y que, por cierto, mi propio padre heredó los dos apellidos que lo hicieron nombrarle en vida y famoso sin quererlo: Bernardino Ortega Ortega.

Entonces, estamos ante un hecho casi inverosímil, como que se repiten los nombres de pila y los apellidos. El caso es que aquellos antecesores —bisabuelo, abuelo y mi padre— vivieron muy felices en la calle Yumbel justo al llegar a Independencia, corazón de la ciudad.

Un lar con muchas historias secretas de alcoba. Había numerosas habitaciones con frente a un patio amplio con parrón, frutales y jardines. Yo conocí cundo niño ese lar. Y mi hermana mayor cuidó de la abuela Clara Luz hasta que ésta falleció en 1960.

La ubicación física de esta numerosa familia tiene mucha importancia porque poseían varias propiedades a la vuelta de la esquina, por la calle Independencia; luego, eran dueños de varios inmuebles de mucho valor. Todo, por supuesto, al alcance de la mano.

Y, por lo tanto, mis bisabuelos y mi abuela materna gozaban de buena salud y bendito dinero por rentas muy satisfactorias. Por tal, también sospecho que los Ortega que ocuparon grandes terrenos en la exhacienda de Longavi tenían lazos con aquellos hacendados de fines del siglo XIX y parte de la era que siguió.

Don Silvestre Parada, primer dueño de las Lomas de Vásquez (montañas anexas a los planos siguientes al oeste), es el fundador de las numerosas generaciones de los Parada de Longaví. Ved el nombre «Parada» justo a la entrada de la ciudad de Linares: ese gran y ostentoso hotel.

 

Las imágenes valederas

Pero si ya estoy metido en las raíces de aquellos desaparecidos troncos, no puedo dejar en el olvido a don Antolín Parada Ponces, primo de mi abuelo paterno don Ricardo Parada Saavedra, todos son (somos) vástagos del fundador. Don Ricardo terminó su historia en casa de su hijo Héctor, dueño de sitios en pleno corazón del viejo Quilpué (donde me crio dicho gran hombre).

Conocí bastante a don Ricardo y sus viejas historias de la zona central: nunca tuvo fundo o predios, pues se dedicó casi toda su vida a la explotación de espinos costeros para hacer carbón que enviaba a la capital del país, desde el Mataquito hasta el Biobío.

Doña Clara Luz Ortega, en estado de merecer sin duda, dejó pasar un tiempo prudente —para tranquilizar sus apetitos sexuales— y se casó de nuevo, esta vez con el director del diario El Heraldo, de la misma ciudad. Se llamaba Manuel J. Ibáñez, el cual como esposo fue muy prolífico: tuvo una serie de hijos como Astolfo, Artilio, Cerla (cinco sin orden de edad, pero Ibáñez–Ortega, al fin).

Esta descendencia no ha dejado ninguna huella digna de mención, como se entiende, salvo la del uniformado Astolfo (alto oficial de Carabineros). Astolfo Ibáñez Ortega, masón, de buena pinta y muy entaquillado, fue un alto oficial de carabineros que tuvo figuración en lo que inmediatamente después fueron los sucesos sangrientos de Puerto Montt. Él no tenía el mando en esos momentos. Además, entusiasmó a Sergio —mi hermano menor— para ingresar al servicio policial.

Con Astolfo —un montón de años pasados, intercambiamos alguna correspondencia—, cuando mi nombre era corriente en los medios culturales de Santiago, además de ser amigo del poeta Eugenio García Díaz, que era masón; ese tío se fijaba en mí para que ingresara a dicha institución. Yo, metido en mi trabajo y en la chacra de la literatura —además estaba yo en la radio de la U. de Chile— agradecí sus invitación y nada más.

Sin embargo, la historia amenaza con volver a fojas cero si no fuera por un rebrote histórico que condiciona un nuevo antecedente: mi bisabuelo tenía un hermano que hizo las campañas de «pacificación» de la Frontera junto a un tercer consanguíneo, también Ortega, cuyas biografías desconozco.

Uno de ellos, que ganó tierras de más al sur del Biobío, murió víctima de su intromisión «patriótica» a manos de los dueños de aquellas tierras.

Dicho tercer hombre —o familiar— sobrevivió lo suficiente para instalarse definitivamente al sur de Temuco, dejando que pulsaran la sonoridad de su apellido y, tal vez, otras ricas posesiones de terrenos y animales de crianza.

Supe que ese patriota sembró hijos que fueron a criar ovejas al Aysén, por la década del 40 a 50 del siglo pasado, este digno descendiente de tan noble familia del corazón linarense.

Como consecuencia de dichas aventuras y desventuras, mi bisabuelo acrecentó su fortuna con la herencia inesperada de la ciudadana fallecida también en Linares. Su esposa doña Clara Luz Ortega enviudó a temprana edad, ella administró adecuadamente los bienes recibidos y educó, como gran dama de la sociedad linarense, a sus dos hijos varones.

José del Carmen Ortega Ortega, el mayor, fue enviado a estudiar medicina en Santiago y se tituló calladamente como un gran médico, respetable, estableciéndose en dicha ciudad (allí fundó su propio clan, sin muchos aspavientos). En cambio, su hermano menor, de nombre Bernardino Arturo del Carmen Ortega Ortega (mi padre), también partió a la capital, esta vez a estudiar odontología.

Fue tan provechosa esa estadía en el norte (de este progenitor mío), que se dedicó a pasarlo bien con sus amigos y no se recibió de nada, de nada. Entonces, la severa madre se lo trajo de vuelta de una oreja y le obligó a entrar de suche a un banco local (Banco Español).

Caramba, el empleadito tenía buna cabeza para los números y, sobre todo, tenía muy buena ortografía y una letra perfecta al deslizar la dócil pluma R (erre). Pero las crónicas de este señor, que se hizo radical por simpatía y muy buen cliente del club de ese nombre, siguió —de por vida— adicto a la buena comida y a la mejor bebida sin que por ello se le tildara de borrachín, sencillamente, en el club, pasó a ser irreemplazable animador.

Sin embargo, todavía no conservo imágenes valederas de ese hombre inestable y la que, sin duda, fue su esposa, su amadísima señora Rebeca Parada Esperguez, (como se dice comúnmente ahora). Él amaba los caballos de carrera y ella, su hogar, sólo su hogar (cuando los pudo tener).

Todos estos rasgos de mis antepasados son verídicos. Sin embargo, los Ortega de Linares, tuvieron parientes en las subdivisiones de Longaví, en varias adjudicaciones como propietarios de fundos. Yo pienso que el bisabuelo don José del Carmen, amasó fortuna con acopio de utilidades de familiares de esa época.

La abuela doña Clara Luz era famosa por los saraos que organizaba en su domicilio, muchas alfombras, un piano de pie y cuadros, este salón permanecía corrientemente cerrado para las miradas de los chicos como mis hermanos y yo mismo.

Nosotros, incluidos Sergio y Silbia, ocupábamos una mesa baja en la galería abierta al jardín, entones, la regla era: «los niños se ven y no se escuchan».

Así nos educaron, por eso, cuando me tocó hacer la Primera Comunión, entendí el catecismo pero inmediatamente, al día siguiente abominé en silencio la enseñanza y pensé que Dios no podía ser tan indiferente, mandamás y egoísta.

Como «padrinos» me habían asignado a un señor Maureira (dentista) y a la tía Cerla Ibáñez Ortega (de ellos nunca supe de alguna atención o de un simple «deber»).

 

 

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Hernán Ortega Parada (1932) es un escritor chileno, autor de una extensa serie de poesías, cuentos, notas y ensayos literarios.

 

 

Hernán Ortega Parada

 

 

Imagen destacada: La ciudad de Linares a comienzos del siglo XX.