Cuando despertó, Evópoli y el Covid-19 todavía estaban allí

Hernán Larraín Matte y su colectividad política no son los culpables de esta epidemia, sin embargo la utilizan para favorecerse de ella: sus votantes se acogen a beneficios legales, rebaja de impuestos, préstamos del fisco y condonaciones, y se trasladan en helicóptero desde la proletaria comuna de Lo Barrenechea o Vitacura, hasta las populares playas de Zapallar o de Cachagua, a fin de jugar al golf y leer a Roberto Ampuero y al docente aquel de las estéticas nocturnas.

Por Walter Garib Chomalí

Publicado el 18.5.2020

Así es culto y perspicaz lector y lectora de mis crónicas. El título que he empleado hoy, se trata de un plagio del cuento de Augusto Monterroso. No utilizo la expresión columna para referirme a mi escrito, pues me trae a la memoria las columnas jónicas, corintias, árabes y románicas de la época cuando estudiábamos arte e historia. Se trataba de una enseñanza humanista, impartida por el siempre generoso profesorado, en colegios fiscales, cuya educación era gratuita.

Augusto Monterroso que nació en Honduras, vivió dos años en Chile y se vinculó a lo granado de nuestra literatura. En su cuento breve, modelo de síntesis, intensidad y genio, en vez de Evópoli y de su coronavirus, habla de un dinosaurio. En aquella época, resultaba más elegante morir de tuberculosis. Es cierto que, muchos señores de linaje morían de sífilis, pero se ocultaba la causa. Si Monterroso en estos días hubiese estado vivo, habría imaginado otro mini cuento, tan bello como el señalado.

Hablar de dinosaurios, hoy por hoy, cuando se le contrapone a coronavirus, constituye una catarsis. Ejercicio destinado a entender, lo que infinidad de compatriotas se niegan a asumir como una realidad, dominados por el temor o la ignorancia. Cualquiera y si realizamos un mero análisis sobre nuestra época, concluirá que el coronavirus es un lejano pariente de los dinosaurios, reducido a la mínima expresión.

Hace 230 millones de años, los dinosaurios por razones de subsistencia, poseían una masa corporal de envergadura, verdaderas montañas en movimiento. Dotados de poderosas garras, fauces provistas de un millar o más molares, o piedras de molino y cola de varios metros de largo, reinaban en la escena. Se hacían respetar en un mundo de diaria violencia, donde el hombre no se asomaba, cuyo destino es destruir la naturaleza.

Es cierto que, los dinosaurios sobrevivieron y adaptaron un tamaño reducido, para sobrevivir en un mundo, donde se empezó a valorar la astucia. Antes propinaban un coletazo, una masticada, un zarpazo y la víctima terminaba despedazada. Jamás pensaron estos especímenes de la prehistoria, cómo el coronavirus que nadie puede ver, ni siquiera escuchar el zumbido de sus alas, nos puede infectar y en breve, apoderarse de la tierra.

Estudiosos del tema, donde no faltan los fatalistas, creen que los virus en patota, en dos o tres siglos más, se encargarán de borrar de la faz del universo, a la especie humana. Proporcionan cifras de catástrofes, entregan estadísticas, sesudos análisis y dan ganas de creerles. Mientras tanto, al amparo de esta epidemia galopante y solapada, ha surgido una nueva clase social: los coronavirus. ¿Dónde viven? ¿A que se dedican? ¿Se sabe de sus nombres o solo es invención de mentes afiebradas?

Desde luego, no son culpables de esta epidemia, sin embargo, la utilizan para favorecerse de ella. Se acogen a beneficios legales, rebaja de impuestos, préstamos del fisco y condonaciones, si hay por ahí una deuda impaga. Se trasladan en helicóptero desde la proletaria comuna de Lo Barrenechea o Vitacura, a las no menos proletarias playas de Zapallar o Cachagua, donde juegan golf, leen las novelitas cebollentas de Corín Tellado y a sus genuflexos sirvientes, Roberto Ampuero y ese oscuro funcionario, de cuyo nombre no me quiero acordar, encargado de servir un fin de semana —o un weekend como dicen los siúticos— la cartera del Ministerio de las Culturas.

Nunca en lo personal, me gustó la expresión momio, para identificar al espécimen social, dedicado a defender con dientes y muelas sus privilegios y bienes materiales. Prefiero el vocablo dinosaurio–Evópoli. Ahora, con la aparición del coronavirus, el tinglado de nuestra sociedad cruje. Se desmorona y su fin, situado a la vuelta de la esquina, hace sonreír a los empresarios de las pompas fúnebres. En esta temporada, por fin, harán su agosto.

 

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Walter Garib Chomalí (Requínoa, 1933) es un periodista y escritor chileno que entre otros galardones ha obtenido el Premio Municipal de Literatura de Santiago en 1989 por su novela De cómo fue el destierro de Lázaro Carvajal, y el premio de novela Nicómedes Guzmán en 1971.

 

Walter Garib Chomalí

 

 

Crédito de la imagen destacada: Agencia Uno.