«Dylda (Una gran mujer)»: La ficción de la condición humana

El filme del realizador Kantemir Balagov es la candidata de Rusia para el Oscar a Mejor Película Extranjera 2020, y el año pasado su autor se quedó con cuatro galardones en el Festival de Cannes, entre ellas la destinada al Mejor Director. Ambientado en el sitio a la ciudad de Leningrado (actual San Petersburgo) durante la Segunda Guerra Mundial, el crédito todavía no se estrena en Chile.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 23.1.2020

“Nosotros somos los muertos -dijo Winston.
Nosotros somos los muertos -repitió Julia con obediencia escolar.
Ustedes son los muertos… -dijo una voz de hierro detrás de ellos…”.
George Orwell

Quienes leyeron 1984, la célebre novela de George Orwell, coincidirán en que se trata de un momento central y especialmente dramático de la historia. Aunque la obra es una crítica al rumbo que un comunista como Orwell veía que había tomado la Unión Soviética, no nos referiremos en esta oportunidad al comunismo sui generis de Rusia, sino a esta idea, también central en la mente humana, de los vivos que se reconocen a sí mismos como muertos o que creen que hay alguien todavía dentro de ellos. De hecho, no es difícil encontrar estos muertos vivos en situaciones que extraen, que drenan, el espíritu del Hombre hasta tornarlo absolutamente externalizado respecto del sentimiento propioceptivo del yo. Nos referimos, por supuesto, a los regímenes sociales que cancelan el derecho a la individuación -el derecho a la diferencia- y a las situaciones sociales análogas como lo son las que implican las guerras. Porque en las guerras hay soldados, no individuos: hay seres humanos adheridos (heridos) unos con otros por la soldadura de los fusiles, la sangre coagulada y la muerte. Los soldados son muertos que caminan y que muchas veces vuelven muertos a sus hogares aunque sonriendo y pretendiendo estar presentes… Y si no había guerra, se inventaba algo que las reemplazara, y también nos dejaban muertos vivientes: “Ave Cesar. Morituri te salutant” (“Salve César. Los que van a morir te saludan”), exclamación citada por Suetonio para aquellos, generalmente condenados a muerte, que iban a desempeñarse como gladiadores y que ya se sentían muertos a pesar de estar todavía respirando.

No hablamos de películas de terror-ficción. Hablamos de lo que realmente pasó, de lo que en verdad puede llegar a hacer y ser el Hombre, que es infinitamente más horroroso que cualquier ficción, porque ocurrió en este mundo que habitamos, llevado adelante por personas como nosotros y sufrido por personas como nosotros. Puntualmente nos referimos a lo que ocurrió durante la Segunda Guerra Mundial: el sitio de Leningrado (la “blokada Leningrada”).

Desde noviembre de 1941 hasta enero de 1944, la ciudad de Leningrado (hoy San Petesburgo) de más de 3 millones de personas, fue sitiada por fuerzas alemanas aliadas con la complicidad de Finlandia y España. Privadas de combustible y de alimento, la población fue cayendo rápidamente en el hambre y la alternativa era o morir de inanición o comer lo poco que les iba quedando. Desaparecieron perros, gatos, ratas, palomas y de las morgues comenzaron a extraerse los cadáveres para iniciar un mercado negro de carne humana y hasta se registraron crímenes seriales para poder traficar la carne de las víctimas. Nadie lo decía abiertamente, pero el canibalismo circulaba por las calles de aquella gran ciudad, donde había comenzado la Revolución de 1917, como una aberración gigantesca y abominable que nadie quería ver.

Es bajo esta situación que decimos que comienza a morir el alma de las personas, mientras sus cuerpos siguen viviendo. El frente ruso-alemán no fue menos traumático… como lo es el ambiente que se genera en cualquier guerra. Y es de este escenario que extraemos nuestro cruel testimonio en el filme Dylda -del 2019- del joven director ruso Kantemir Balagov -discípulo de Aleksandr Sokurov- y premiado como mejor director por esta película, en Cannes.

 

«Dylda» (2019)

 

Dylda

Ya lo hemos comentado en otra ocasión, pero insistiremos: las películas no comienzan cuando se empieza a proyectar. La película comienza, para el público asistente, en el interés que despierta, en el preparativo mental necesario para asistir a ver una película de autor, en los afiches y en toda forma de publicidad que nos llega antes de sentarnos a verla. Debemos ser conscientes de que el director, por su lado, comenzó su película mucho antes de iniciar el rodaje -muchas veces, varios años antes- con una idea que buscaba madurar o las luchas contra la escasez de recursos y demás. Y debemos entender que la película es también su título y que en él, el filme también existe antes de su proyección. Es en este punto cuando entramos en el terreno de las distribuidoras que tienen la molesta tendencia a pretender saber más que el que hizo la película y les cambian, muchas veces inútil y arbitrariamente, el título… generalmente por el simple temor a perder dinero.

En este sentido, a nadie escapa que el nombre de una persona es el camino regio hacia su alma… el nombre es aquel paraje donde esa persona comienza en su sí mismo y donde se inicia nuestro contacto con ella; que todos los autores teatrales y cineastas tienden a poner como título el nombre de un protagonista central si la cinta gira alrededor de la vida de un personaje que actúa como un sol de un sistema fílmico, teatral o literario. Desde el vamos intuimos que no es lo mismo La comedia de la equivocaciones; Las alegres comadres de Windsor o Sueño de una noche de verano que Macbeth, Ricardo III o Hamlet. En el nombre se nos abren las puertas que conducen a la intimidad de las personas que el artista investiga, a su vida y a su tragedia.

Por eso, el título en español de Una gran mujer para la película de Balagov, es tan insulso que es casi un insulto a la inteligencia. Tras ver la película nos damos cuenta de la imbecilidad cometida con ese título… siendo peor aún su título en inglés de Beanpole ya que casi adelanta parte de la trama y traiciona la calibrada destilación de información que el guión nos va dando de la mano del director para que la película sea la obra que el director quiere… y, en tal sentido, recomiendo que aquel que no sepa lo que la palabra significa no busque su significado. Por suerte, cuando fuera exhibida en un festival de Cine Ruso en Buenos Aires, no se sufrió la presión de ninguna distribuidora y se pudo verla desde su título original.

Ahora sí. ¿Qué es Dylda? Es la segunda película de un director de apenas 28 años (su ópera prima –Tesnota– la realizó a los 25). Es la historia de una joven mujer que vive en Leningrado, en el primer otoño tras el cese del sitio. Una muy rubia, muy blanca y muy alta mujer que trabaja como enfermera en un hospital donde se atienden soldados heridos, no sólo rusos, sino también algún alemán que hubiera quedado tras la desastrosa retirada nazi. Y es una mujer que tiene un problema mental. De hecho, el filme, en sus créditos iniciales, arranca con los sonidos que ella emite cuando padece sus crisis: se aísla del mundo, se abstrae y cae en un sombrío letargo mental… pero no podemos contar prácticamente nada más de la película porque, como se dijo, la información se va desgranando estratégicamente para que nos vayamos enterando de a momentos y vayamos construyendo la figura de Dylda (Viktoria Miroshnichenko) y su amiga Masha (Vasilisa Perelygina) a lo largo de toda la historia.

El hábil manejo de la información que nos entrega Balagov se condice plenamente con la estética de la película la que, como una monstruosa metáfora, nos va dejando entrever los horrores de la guerra de a poco, con un cuentagotas que descarga veneno, a través de los resquicios de cuerpos huecos que se deshacen en sus confesiones o heridas. Oímos su vida, su biología: su respirar, su tragar comida o saliva. Oímos sus pasos y sus movimientos, y las radios, los murmullos indefinidos y los sonidos que hace la garganta angustiosa de Dylda. Todo es vital, orgánico. Se abren y cierran ruidosamente puertas indicando los movimientos de los personajes invisibles. El micrófono está siempre abierto a pleno. Pero todo es mecánico. Desalmado. Todo está roto: hasta la música de los créditos finales está fracturada y nos revela su propia ausencia de vitalidad y verdad… y de paso sugerimos seguir viendo los créditos para percibir ese sinsabor de síntesis que deja la música rota que los acompaña.

La película es densa, cargada, viscosa visualmente, con profundos claroscuros y con un ensañamiento rojo entre escarlata y gules y un verde entre absenta y jade muy intensos que pueblan con obstinación los diferentes momentos de la trama, junto a una excelente reconstrucción de época. Y cuando pareciera que esos colores tan desproporcionadamente estridentes nos van a saturar, se descarga la vista en blancuras y colores neutros y claros que alivian la tensión que se había instalado en los ojos. De ese modo, el director nos hace trabajar activamente con sus texturas opacas, muertas, llenas de una nada que lo va invadiendo todo junto a las luces frías y luminosamente níveas de comienzos del invierno. Nos vamos dando cuenta de que los personajes así como la gente que camina por la calle, los vecinos y hasta el viejo enamoradizo que acosa a Dylda, son todos fantasmas de carne y hueso que vagan sin contenido espiritual alguno por las calles y recovecos de la vieja ciudad… ciudad que también espera por su alma… porque ella también está muerta por dentro.

Hay apenas un par de escenas donde el director toca el tema del rol hipócrita del poder político del comunismo, atendiendo con sus “regalitos” a sus héroes de guerra. Un par de ocasiones donde muestra su inutilidad, su locura y su odio a la libertad que pueda quedar ajena a su control (ahí está presente 1984 de Orwell). El resto se centra en los intentos estériles de agenciarse un alma por parte de Dylda y Masha. Cuando la amiga de Dylda dice: “quiero sentir a alguien dentro mío”, no hace otra cosa que confesar que nadie la habita, que no está ni ella misma viviendo en su interior. Que es un cascarón ya sin sentimientos y sin dignidad: todo perdido en el frente y desde donde enfrenta la verdad de que hasta la felicidad por un vestido nuevo se le convierte en delirio y dolor. Todos ellos son los muertos que le hablan al futuro, a nuestro presente. El abrazo y el llanto final del rojo y el verde clausuran una historia sin salida, sellándose la verdad como se clava una tapa de ataúd.

Todo en Dylda es extenso: las miradas, los silencios, las palabras. Todo en Dylda es masivo, vasto, demoledor, frío, estepario. Todo en Dylda habla de un pueblo nacido de un pasado y viviendo desde un futuro sin más destino que acostumbrarse a las largas sombras, al frío y la amargura por conseguir un plato de trigo hervido.

Todo en Dylda es Rusia.

 

 

 

Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad -el Dr. Héctor Blas Lahitte- que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión -el mal llamado ‘mormonismo’- terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba  sin retorno… La práctica de la pintura -realicé varias exposiciones colectivas e individuales- me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: Dylda (2019), de Kantemir Balagov.