«El club», de Pablo Larraín: La incomodidad permanente

Un análisis al filme ganador del Premio del Gran Jurado en el Festival de Berlín 2015, fundamentado en las emociones estéticas que se crean a partir de la crítica argumental -efectuada por esta obra audiovisual- en torno a los abusos de diverso tipo cometidos por miembros de la Iglesia Católica en Chile y las acciones por parte de esa misma institución, tendientes a ocultar las coyunturas morales y en oportunidades también políticas, generadas a causa de esas agresiones.

Por Carlos Pavez Montt

Publicado el 18.6.2019

La película del director chileno no es cualquier cosa. Primero, porque provee de una intensidad constante al desarrollo narrativo. Segundo, por lo notable del acercamiento y, a la vez, la lejanía que provocan los personajes involucrados. No deja de llamar la atención la historia relatada –lo contado–, sobre todo en un país donde la iglesia ha sufrido innumerables contratiempos institucionales y representativos.

En «La crisis moral y cultural de la Iglesia chilena», Patricio Fernández Chadwick escribe que nuestro país, hasta hace algunos años, era uno de los más católicos del mundo. Lo que no genera ninguna sorpresa, sólo hace falta ahondar en nuestros recuerdos o en los de nuestros familiares. En el mismo artículo se da el porcentaje de adherencia a la institución: 45% menos. Los representantes de la máxima asociación eclesiástica en Chile han decepcionado, ensuciado y horrorizado sobre su imagen. Eso tampoco es un misterio. La película de Larraín se afirma en esos pilares para cotidianizar y aturdir. Todo al mismo tiempo.

Alrededor del minuto 17′ del filme ocurre algo inesperado. El espectador no entiende, la trama se corta, el cambio es intenso. El director chileno entiende que así debe ser: Chile es un país complicado donde las cosas no se hablan y, cuando se hace, todo termina podrido. El calor de la discusión le gana a la frialdad de las razones o de los argumentos. Por eso el correr de los minutos se hace intenso, difícil o, en realidad, incómodo. Es una muestra de lo que es sin ningún escrúpulo. Cuatro curas cumplen su condena en una casa de retiro y conviven con su carcelera. Han creado una rutina de expiación, han generado su propia comodidad en el destierro. Son ex autoridades eclesiásticas, pero la cosa no se queda ahí: cada uno de ellos representa algo o, por lo menos, un delito, un modelo. Presentarnos a los representantes de la Iglesia en un ambiente cotidiano –es decir, lejos de las representaciones habituales– produce un fastidio productivo, una incomodidad necesaria para la asimilación de los sentimientos.

La película se vuelve cada vez más interesante. Llega un supervisor, una autoridad que sí posee un poder decisivo. Un representante que no ha sido castigado. Viene a investigar los hechos y el cómo funciona la casa o el penitenciario. Se revelan los motivos por los cuales están ahí los ex sacerdotes. La autoridad representa una inquietud permanente para los inquilinos; los revisa, los ordena e intenta ponerles normas constantemente. Los demás planean, sufren, se preocupan.

En fin, hacen lo que haría cualquier persona normal en su lugar, lo que haría cualquier personaje cotidiano. El motivo que detonó la primera muerte no desaparece a lo largo del filme. Éste representa a los afectados, a los que más han sufrido por las negligencias o los horrores. Se vuelve, inevitablemente, una molestia y un obstáculo constante para ellos. Excepto para la autoridad, claro, que sólo se entera en los últimos momentos. El espectador asimila las emociones y el sufrimiento de Sandokán. Se muestran los efectos tan lejanos y conmovedores como censurados.

Porque es verdad. Quien no haya sufrido en carne propia los horrores descritos, con esta película puede, a lo menos, imaginarlos, sentirlos; asimilar una cosa que, a pesar de estar en el ámbito público, sigue siendo lejana para nosotros. En eso radica la importancia del filme, de hecho, en mostrar las cosas como sucedieron. Se cotidianiza lo extraordinario y se asimila lo externo. Se produce una nueva representación sobre la institución y los representantes eclesiásticos. Lo mejor es que se hace de un modo intenso y explícito, sin dejar ningún momento de respiro para los espectadores. La sucesión de fotogramas está en un cambio permanente que obliga a la reflexión. Se genera una atmósfera sucia que lleva al descontrol de los personajes. Y ahí es cuando se muestra todo: la injusticia social, la corrupción, la perversión, los lujos, la penitencia poco sacrificada, la comodidad de los representantes, el desafuero. Se construye, en fin, un notable enredo que se desencadena de lo fácil para su representación y solución.

 

Asimilación permanente

La figura interpretada por Roberto Farías es muy útil para esto. Sugiere la reflexión sobre el sentimiento y la vida de los afectados. El filme, siempre intenso y fuerte, no da ningún respiro. El espectador es casi obligado a lidiar con las sensaciones. Se produce, en realidad, una absorción sentimental permanente. Porque El club (2015) no es una película que se olvida de un día para el otro. Trata sobre un tema polémico; un tópico que, si nos damos cuenta, lo conocemos de cerca, pero lo sentimos de lejos. La cotidianeidad de los sacerdotes nos hace acercarnos a ellos. Sus acciones, en cambio, nos provocan juicios.

 

Desencadenamiento religioso e incomodidad

Porque eso provoca la representación de lo religioso. Hay un par de rezos y de oraciones que son poco importantes en el desarrollo. Se muestra a los representantes de la Iglesia, pero sin marearse con ella. Tampoco hay una justificación, un final feliz o una reivindicación de los pecados. Se mira de lejos. Existe un desapego a la religiosidad y un desacomodo en el espectador por la representación inédita sobre un tema polémico. El final –también notable– pareciera decirnos que, para todos, la única opción de impunidad es la culpa infinita o la incomodidad permanente. O sea, vivir con eso.

 

Carlos Pavez Montt (1997) es, en la actualidad, un estudiante de licenciatura en literatura hispánica en la Universidad de Chile. Sus intereses están relacionados con ella, utilizándola como una herramienta de constante destrucción y reconstrucción; por la reflexión que, el arte en general, provoca en los individuos.

 

La actriz Antonia Zegers en «El club», de Pablo Larraín Matte

 

 

 

 

 

Carlos Pavez Montt

 

 

Tráiler:

 

 

Imagen destacada: Un fotograma del filme El club (2015), de Pablo Larraín Matte.