El teatro decimonónico como educador mediático al servicio de la República

La dramaturgia del siglo XIX local se configuró como una especie de escenario cívico, donde los espectadores veían reflejados los vicios y las virtudes que debían asumir como ciudadanos modernos y progresistas del Chile potencia del Pacífico sur. Pero este modelo se llevó a cabo considerando solamente las necesidades e ideales de un sector social, el cual en última instancia despreciaba profundamente a las clases que tachaba de inferiores.

Por Emilio Vilches Pino

Publicado el 7.8.2018

La palabra escrita es capaz de crear textos identitarios, organizar naciones, educar al pueblo. Hace casi dos siglos, en 1842, la élite ilustrada santiaguina ya tenía plena conciencia de aquello. Este grupo de intelectuales, liderados por José Victorino Lastarria, planteó que el Chile recientemente independizado no podía aspirar a ser una verdadera República apoyándose solamente en su autonomía política y económica, sino que necesitaba de un proyecto modernizador republicano basado, principalmente, en ideales liberales y donde la literatura actuara como “un medio para hacer propaganda de la virtud” [1]. A pesar de su apariencia inclusiva, este tipo de proyectos de nación que se instauraron en Latinoamérica, y específicamente en Chile, se presentaron como programas hegemónicos, donde un modelo exportado desde Europa debía aplicarse en nuestra naciente sociedad casi como un dogma, lo que provocó la exclusión de ciertos sectores sociales no aptos para las ideas de progreso y de virtud que el programa identitario modernizador requería.

Para el año 1842 Chile gozaba de una estabilidad política y social producto en gran medida de la herencia del orden portaliano y, sobre todo, de la victoria en Yungay sobre la Confederación Perú-Boliviana. Además, el descubrimiento del mineral de Chañarcillo en el norte y el auge del puerto de Valparaíso ofrecían un escenario económico en plena expansión, lo que redundó en enormes avances en infraestructura, ornato y educación. Sin embargo, a nuestra joven nación aún le hacían falta verdaderos contenidos de naturaleza social, espiritual y antropológica que convergieran en una memoria colectiva, una identidad nacional. Lastarria, voz de esta generación de jóvenes intelectuales, era muy consciente de aquello y planteó en su discurso de incorporación a la «Sociedad Literaria» que el país, a pesar de su tranquilidad económica y sus triunfos militares, necesitaba “un plan de ataque contra los vicios sociales, a fin de hacerse dignos de la independencia” [2]. Para lograr aquello era necesario, en primer término, dejar atrás todos los resabios de la época colonial y encaminar al país en la senda de la civilidad y el progreso.

La élite de intelectuales ilustrado-románticos, partiendo de estas premisas, tomó la bandera de lucha contra los vicios sociales asociados al pasado colonial que consideraban despótico, supersticioso y antinatural. Frente a este pasado propusieron un modelo modernizador basado en formar ciudadanos con libertad individual, moderación en el actuar, ideas progresistas, virtuosismo moral, intelectual y espiritual, con una fuerte valoración del honor y del respeto a las instituciones.

El género dramático fue la herramienta principal para propagar este proyecto identitario modernizador. Todos los intelectuales de la época coincidían en el valor del teatro como escuela pública, separándolo tajantemente de otras diversiones de entonces, como las peleas de gallos y desfiles de caballos. Según Domingo Faustino Sarmiento:

“El teatro en los tiempos modernos no es un mero pasatiempo que no merezca llamar la atención del gobierno y de los patriotas. El teatro es un foco de civilización, menos por el espectáculo que ofrece que por los elementos que concurren a formarlo; todas las artes de prestan su auxilio, y la poesía y las bellas letras han hecho de él su campo de Marte” [3].

Como podemos ver, la élite ilustrada conocía el valor del teatro y precisamente por eso lo toman como su centro propagador de ideas, a pesar de que el ambiente teatral aún estaba “restringido a los estratos sociales privilegiados y limitado esencialmente a la ciudad de Santiago y al puerto de Valparaíso” [4]. Cabe señalar, además, que por entonces la poesía casi no existía en nuestro país y que la novela tardaría muchos años más en aparecer.

Para la generación de Lastarria el modelo a seguir debía ser Francia. En aquel país se conjugaban los más altos valores liberales heredados de la Revolución, además de ser la cuna de la ilustración y también la tierra natal de las máximas influencias románticas. Haciendo una mixtura entre estos conceptos conjugados en el modelo francés, ilustración y romanticismo, se puede llegar a describir el tipo de pensamiento de la Generación del 42, algo que Luis Pradenas denomina “Romanticismo a la chilena”.

El proyecto de este grupo de intelectuales buscó, entonces, implantar a través de la literatura un modelo civilizatorio profundamente eurocéntrico, basado, sobre todo, en una concepción ilustrado-romántica de la realidad. Llevar a cabo esta empresa quedaría solamente en manos de la élite, pues ellos, casi como figuras mesiánicas, se consideraban a sí mismos como los únicos capaces de crear una nación libre, ilustrada, progresista y desprovista de todos los vicios retrógrados de la colonia.

Imponer en el Chile de mediados del siglo XIX un modelo europeo (léase de los buenos europeos) sin tomar en cuenta el contexto, igualando a una sociedad francesa con necesidades muy distintas a las de un país americano recientemente independizado, y además sin tomar en cuenta a todos los actores sociales, sino sólo a un grupo minoritario, creo que no puede llevar a otra cosa que un desfase, como lo llama Bernardo Subercaseaux, entre lo abstracto y lo concreto. Este desfase dejó ver asimetrías notables entre un sector social y otro. Las desigualdades que se arrastraban desde los tiempos coloniales se vieron incrementadas en cuanto la élite se cerró aún más y avanzó solitaria en este programa civilizador, mientras que los sectores no ilustrados fueron despreciados y relegados a un papel ya no secundario, sino nulo dentro de la historicidad de este periodo.

Los jóvenes intelectuales liberales de Santiago respondieron al llamado de Lastarria y comenzaron a escribir sus propias obras. La primera que se estrenó fue Los amores del poeta, un éxito rotundo en medio del entusiasmo literario que sacudía a (la élite de) nuestra capital.  El autor, Carlos Bello Boyland, fue el hijo mayor de Andrés Bello. Publicó Los amores del poeta a los 27 años, tras pasar una temporada probando suerte en el mineral de Chañarcillo y fuertemente inspirado por los ideales romántico-ilustrados de su generación. Fue miembro de la Sociedad Literaria, liderada por Lastarria, y se destacó como una figura importante dentro del círculo intelectual santiaguino. No es extraño, entonces, que su obra responda a los preceptos manifestados por Lastarria con respecto a la función utilitaria de la literatura para con el proyecto civilizatorio.

Cuando se estrenó Los amores del poeta, en agosto de 1842, provocó gran revuelo y obtuvo muy buenas críticas. Hay que tener presente, sin embargo, que entonces tanto el público como la crítica pertenecían al mismo círculo aristocrático y eran, en importante número, amigos del autor. Con todo, la recepción fue muy favorable, sobre todo por tratarse del primer intento genuino de fundar una literatura nacional, pero con ciertas críticas por su carácter evidentemente afrancesado. En efecto, Los amores del poeta presenta ciertas preferencias temáticas propias de un drama romántico, género en boga en la época, con evidentes influencias de los grandes dramaturgos románticos franceses, como Alexandre Dumas y Víctor Hugo. Los protagonistas son personajes franceses viviendo en las inmediaciones de París, con conflictos, al menos a primera vista, poco reconocibles en nuestra sociedad. La imitación directa del estilo romántico europeo nos lleva a encontrar personajes estereotipados y con un vocabulario cercano a la cursilería. Incluso el duelo, modalidad mediante la cual se resuelve el conflicto dramático, es un recurso bastante asociado a la tradición francesa. Sarmiento escribió para El Mercurio:

“El duelo francés, Napoleón y las guerras francesas forman el lazo y los nudos que atan esas varias escenas de Los amores del poeta (…) ¿Por qué trasladarse a un suelo extranjero a sentir y manifestar las más dulces emociones que puedan agitar a un corazón noble?” [5]

El proyecto ilustrado de nación del que venimos hablando es, repito, profundamente eurocentrista, portador de concepciones de mundo y del arte principalmente francesas. Este modelo, adecuado a los intereses y preocupaciones de una élite intelectual, se presentó entonces para el indígena, el campesino y las clases populares como una estructura dominadora absolutamente ajena a sus códigos culturales.

Según Subercaseaux, la literatura de esta época “expresa sólo a la elite urbano-ilustrada y no a toda la sociedad”. Al revisar los textos literarios y no literarios de la época se puede confirmar la validez de esta afirmación en cuanto a la invisibilización de los sectores no ilustrados del discurso oficial.  Martín Bowen Silva expone que censurar o eliminar a estos sectores en las obras dramáticas de la primera mitad del siglo XIX “no expresaría otra cosa que el desprecio llevado al límite: la voluntad de que ese bajo pueblo no fuera ni siquiera representado” [6].

En efecto, hemos estudiado este modelo como un entramado difícilmente divisible entre literatura y política, donde los ilustrados liberales otorgaban al texto literario (y su eventual representación escénica) una función utilitaria “al progreso del pueblo mediante la exaltación de las virtudes sociales y morales y el repudio de los vicios correspondientes” [7]. La imposición del modelo civilizador fue una forma violenta de negación de las diferencias y de discriminación. Los indígenas y las clases populares eran vistos como resabios de la superstición, se les combatía por anacrónicos, por no ir a la par en el progreso hacia Francia y las luces.

Nos encontramos, entonces, ante obras en las que el otro está representado por personajes burgueses, militares, que presentan vicios de una época anterior, pero en ningún caso se toma en cuenta al indígena, al peón o al campesino; ellos ni siquiera alcanzan a ser el otro puesto que se encuentran en un nivel inferior. Para Bowen, todo esto ha provocado “el despojo de dichos sujetos históricos de cualquier ‘historicidad’ relevante en el devenir de la nación, relegándolos siempre a papeles pasivos frente a las élites modernizantes” [8].

El teatro nacional se configuró entonces como una especie de escuela pública, donde el público veía reflejados los vicios y las virtudes que debían asumir como ciudadanos modernos y progresistas. Pero este modelo se llevó a cabo considerando solamente las necesidades e ideales de un sector social que despreciaba a los sectores que tachaba de inferiores. Y pasarán muchos años hasta que la búsqueda de identidad nacional ponga los ojos en el campo y los sectores populares con el llamado criollismo, aunque, claro, siempre serán los ojos del dominador los que tengan la palabra.

 

Estatua que conmemora a José Victorino Lastarria en el cerro Santa Lucía

 

Bibliografía

-Peña, Nicolás (comp.): Teatro dramático nacional. Tomo I. Santiago de Chile, Imprenta Barcelona, 1912.

-Subercaseaux, Bernardo: Historia de las ideas y de la cultura en Chile, Tomo I: sociedad y cultura liberal en el siglo XIX: José Victorino Lastarria. Santiago, Editorial Universitaria, 1997.

-Pradenas, Luis: Teatro en Chile: Huellas y trayectorias. Siglos XVI-XX. Santiago, LOM, 2006.

-Langer, Edgardo (compilador): La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas latinoamericanas. Buenos Aires, CLACSO, 2003.

-Lastarria, José Victorino: Recuerdos literarios. Santiago, LOM, 2001. Primera edición 1878.

-Rafael Gaune y Martín Lara (comp.): Historias de racismo y discriminación en Chile. Santiago, Uqbar Editores, 2009.

-Promis, José: Documentos y testimonios de la literatura chilena. Santiago, Editorial Nascimiento, 1977.

 

Citas

[1] Subercaseaux, Bernardo: Historia de las ideas y de la cultura en Chile, Tomo I: sociedad y cultura liberal en el siglo XIX. Santiago, Editorial Universitaria, 1997. P. 98.

[2] Lastarria, José Victorino: Recuerdos literarios. Santiago, LOM, 2001. Primera edición 1878. P. 95.

[3] Sarmiento, Domingo Faustino: Atraso del teatro de Santiago, en Ensayistas del movimiento literario de 1842. Ana Figueroa (comp.). Santiago, Editorial Universidad de Santiago, 2004. P. 229.

[4] Pradenas, Luis: Teatro en Chile: Huellas y trayectorias. Siglos XVI-XX. Santiago, LOM, 2006. P. 158.

[5] Sarmiento, Domingo Faustino, en Memorias y otras confidencias; Mariano Latorre. Editorial Andrés Bello, Santiago, 1971. p.313.

[6] Bowen Silva, Martín: Las risas satánicas: desprecio aristocrático y representación de lo popular en el teatro de Santiago, 1810-1842, en Historias de racismo y discriminación en Chile. Rafael Gaune y Martín Lara (comp.): Santiago, Uqbar Editores, 2009.P. 332

[7] Promis, José. Op. Cit. P. 66.

[8] Bowen Silva, Martín. Op. Cit. P. 333

 

Emilio Vilches Pino es profesor de Estado en castellano de la Universidad de Santiago de Chile, y magíster en literatura latinoamericana y chilena, por la misma Casa de Estudios. Y además de diplomado en edición, teorías y prácticas del libro, del Instituto de Estudios Avanzados de la Usach, también es editor jefe en Santiago-Ander Editorial.

 

 

Imagen destacada: El Teatro Municipal de Santiago, durante la segunda mitad del siglo XIX