[Ensayo] «Aurora» («Vanishing Waves»): La profunda altura de lo humano

Lo nuestro —como escribió Emil Cioran— es una decepcionante caída en el tiempo: en vez de ser cuerpos completos, solo somos almas fracturadas que buscan la cura al dolor de la existencia, al despertarse durante cada mañana. De eso trata esta polémica obra audiovisual de 2012, y debida a la realizadora lituana Kristina Buozyte.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 11.8.2021

En nuestra primera aproximación al cine lituano, nos enfrentamos a Vanishing Waves que se presentó al habla hispana como Aurora (una traducción al español sería “Olas que se desvanecen”)… y antes de seguir, permítasenos un cierto abundar acerca de la dinámica literaria tradicional de los títulos.

Es consigna de tradición que las obras más livianas contengan textos con cierto relato: La comedia de las equivocaciones o El enfermo imaginario; mientras que los textos más densos quedarán acorralados tras nombres: Hamlet, o Werther, o por imágenes fuertes: El aleph o Crimen y castigo.

En nuestro caso, ambos títulos de este filme encajan en ambas formas de la última categoría. Se trata de una película del 2012, de ciencia ficción y de un país con una producción cinematográfica poco conocida entre nosotros, como lo es la de Lituania, dirigida por Kristina Buozyte y que ha movilizado, asombrado y confundido a analistas y críticos.

Cine de círculos muy cerrados y destinados a ser visto por pocos…

 

La lúbrica vivencia de lo sexual

Desde el punto de vista “científico”, la temática no es nueva: conectar cerebros por vías diferentes a las que conocemos: las sensoriales: oír palabras, ver gestos, percibir golpes o caricias, regalar perfumes o agasajar el paladar con alimentos. La situación es, de por sí, dramática: una joven mujer ha quedado en estado comatoso tras un accidente automovilístico.

En el guión (de Buozyte y Bruno Samper) se plantea que un grupo internacional de científicos —hay diálogos en lituano, francés e inglés—, ha desarrollado una técnica por medio de la cual la mente de un científico (Lukas —Marius Jampolskis—), oficiará de viajero e informante “invadiendo” la mente de la mujer (Aurora —Jurga Jutaite—), para poder evaluar si existe la posibilidad de contactarse con alguna “realidad” que habite en la mente de un cuerpo traumatizado.

Desde el vamos se plantean profundas cuestiones. Cuando hablamos de una “mente”, por ejemplo, podemos abrir debates ad infinitum acerca del tema. Para Buozyte existen las mentes individuales, las cuales pueden tener tendencias afectivas y hasta evolutivas.

Acerca de qué es, efectivamente, una mente en el guión de Buozyte y Samper, es una cuestión con, por lo menos, dos frentes.

En efecto: la visión de los técnicos, biólogos y médicos se realiza desde monitores de computadoras de alta capacidad (y, de hecho, el éxito del experimento está vinculado con la obtención de fondos para más equipos) y por el otro lado, en lo que sucede dentro de las dos personas a escala psicológica.

Las imágenes que se reciben de los diferentes contactos se traducen en estructuras gráficas que presentan una red tridimensional de interconexiones digitales a las cuales se les encuentran continuidades y discontinuidades analógicas, permitiendo distinguir, en el cerebro de Aurora, áreas de funcionamiento diferentes a partir de su encuentro con la mente de Lukas.

Pero lo que ocurre entre ambos sigue una evolución muy distinta. Lukas y Aurora se encuentran sin ningún tipo de filtro cultural o social previo. Tras un primer encuentro de ajustes técnicos, ambos personajes se enfrentan en una larga danza erótica.

La “mente individual” propuesta por Buozyte trabaja ahora en una nueva unidad: la de dos mentes que juegan, que se entrelazan, que se desean y se repelen para poder desearse de nuevo… pero cuando Lukas despierta de estos “viajes” comienza la mentira. No quiere que sepan lo que le sucede: la realidad que vive en esa nueva dimensión lo cambia desde lo más íntimo.

Pierde su amor por su pareja y pierde su respeto por el esquema científico que lo embarcó en esa aventura de “meterse en la cabeza” de otra persona… otra persona que, en el comienzo al menos, se vuelve importante a través del sexo. Por fuera: la frialdad técnica; las cámaras de aislamiento sensorial; los requisitos científicos y económicos. Por dentro: todo es sexo.

En este punto, Buozyte destaca la dualidad fundamental que siempre marcó a Occidente: dualidad entre la prescindencia intelectual y la lúbrica vivencia de lo sexual. No podemos (los occidentales) combinarlos sin que surja la culpa: una noción equívoca de peca, de mancha que corrompe la asepsia del razonamiento lógico y que funge como metáfora del Mal.

El Mal, así, con mayúsculas, representado en ocasiones como la visión de un tercero que los espía… si se trataba de Dios o el Diablo, no lo sabemos, pero el hecho de que las esferas de lo intelectual y lo sensual no se puedan comunicar sin alguna clase de conflicto, viene de la mano de numerosos mitos que le dieron perfil a las diferentes culturas en las distintas edades del ser humano.

 

«Aurora» (2012)

 

La extinción del deseo

Por esto es que Aurora es un filme importante: denuncia al máximo esta entre ambigua y forzada dualidad del Hombre y nos la presenta para nuestra interpretación, desde un complejo de mitos que quiebra la realidad en esas dos áreas inmiscibles, irreconciliables.

Por ejemplo, el psiquiatra que recaba la información que brinda Lukas tras sus viajes por la mente de Aurora, lo dice con claridad: “El razonamiento evita que la mente estalle…”. La razón, el Logos que surge en la tradición griega, fue adoptado por la religión judaica hasta lanzar una exquisita herejía que terminó en el cristianismo.

El Logos o el Verbo —Cristo—, se introdujo a través de la evolución de formas ulteriores del cristianismo, y se derramó sobre la historia de Europa sembrando la disociación entre la pureza teológica y la diabólica sensualidad.

Nietzsche ya señalaba, en esa ceguera que impide ver la inevitable identidad biológica entre lo intelectual y lo sensual, una fijación moral por la suciedad, a la que contrastaba con la pureza sensual de las figuraciones femeninas de jóvenes doncellas del orientalismo, sobre las que reina una visión más bondadosa y luminosa: “todas las aberturas de sus cuerpos son puras”.

En otras palabras: la obsesión por la higiene moral mantiene siempre presente en la mente, la impureza de la mancha, de lo sucio. Pero en ese mundo sin bases fijas que descubre Lukas junto al remanente neurológico de Aurora, sólo existe el “estallido” de la conciencia que la ciencia —y su lógica— buscan frenar con la higiene intelectual.

En esta atmósfera ambigua, indecisa y —repetimos— sin base sólida donde asentar lo que vemos, trasluce una estética con ligeros toques de Solaris (1972) de Andrei Tarkovski combinado con Estados alterados (1980) de Ken Russell. En la vivencia de ambos se desatan sin preámbulos ni cuestionamientos, una interacción de alto contenido erótico.

De hecho, sabemos que en el inconsciente, la falta de barreras de lo sensual nace del sexo que, en su dualidad, se convierte en un par de espejos enfrentados hasta tocarse entre sí y que se repiten entre sí hasta el infinito, en un ritual inagotable y oscuro… y a la vez feroz, tal como lo refería Baudelaire.

Este sexo que viven los protagonistas traduce la fuerza del inconsciente que crea y goza sin lógica alguna, sin otra necesidad que la necesidad de ser.

Un in crescendo muy cercano a la energía del arte, les permite —a Lukas y Aurora— ver en detalle, por ejemplo, la metáfora de un extraño animalito con características combinadas entre insecto y arácnido que mientras come sus huevos, los va poniendo para de inmediato girar y comenzar a comer de nuevo sus huevos recién puestos, para, por el extremo, iniciar de nuevo la puesta…

Metáfora que va de la mano de nuestra propia metáfora de los espejos: un ciclo vital, enérgico, de comida y sexo sin más meta, sin más destino, que el deseo mismo por el acabamiento, por la extinción.

 

Sin límites racionales

El célebre ecólogo español Ramón Margalef se preguntaba —sin encontrar una respuesta certera— por qué la vida había elegido el reproducirse a través de la sexualidad, habiendo podido elegir la más sencilla de la gemación: que de una masa viva surja un brote que se escinda y del cual nazca un nuevo organismo: algo más simple y sin mayores riesgos.

Si bien hay organismos que pueden hacer esta gemación o brotación, el sexo o formas afines está presente hasta en organismos unicelulares. Nuestra respuesta al dilema es simple: con el sexo la vida se coteja a sí misma, dividiendo por la mitad su dotación genética y reuniéndola en la fecundación: espejo contra espejo.

Bien pegados, uno contra otro, hasta que la luz ya no tenga espacio (el sexo es oscuridad) y los espejos mismos terminan siendo, en sus reflejos ciegos, más rápidos que la luz misma que ya no logran reflejar. Es la dualidad como pretexto para alcanzar la unidad.

Lukas y Aurora viven su sexualidad con una intensidad sin límites racionales. Las consciencias estallan hasta el dolor. La comatosa come y regurgita el alimento, juegan con la comida, buscan el alimento en la sangre y en el dolor y en el deterioro físico, que terminan siendo lo mismo. Comida, dolor, sexo… todo eso se construye a sí mismo más allá de la barrera de la piel. Y la piel pasa a ser una barrera atravesable de la que Lukas termina renegando.

En un amasijo de cuerpos que se fusionan, se yergue el torso desnudo de Aurora y el único con ropas es, ahora, Lukas: el pecado original, la ropa, la hoja, el bosque que ciega hasta la vista del propio Dios que lo ve todo y que, al mismo tiempo, los ha perdido de vista y los busca.

Lukas desaparece de la vista de Aurora y Aurora trata de zafar del grupo de cuerpos para seguirlo… para ser aquellos que en el Jardín de Edén evadieron la visión de la divinidad, avergonzados, hundiéndose en el bosque.

La razón evita el estallido de la consciencia, pero el peligro del estallido nace del mismo yo que quiere evitarlo. Un yo como nudo existencial que hace entrar en conflicto lo intelectual, frío y acotado con el deseo más libre y ardiente.

Esa descomposición de cuerpos en la que parece hundirse Aurora, es, justamente, el “estallido” que menciona el psiquiatra y que Lukas quiere evitar, especialmente cuando ve que su mano ya no acaricia la piel de alguna mujer, sino que se está deslizando por debajo de ella despertando una sensación de repulsa.

 

«Aurora» (2012)

 

El mito de lo real

Las imágenes presentes en el cerebro, en la mente, en el alma (o donde cada uno quiera), son el resultado —como se dijera— de un complejo de relatos que nos llega desde un muy lejano tiempo: de mitologías primitivas, acopladas a los primeros instantes de nuestra autoconsciencia.

El mito de lo cerebral, de lo intelectual, del pecado, del adentro y del afuera y, muy especialmente, el mito de lo real, se traducen en la película Aurora sin mayores explicaciones… pero es que sin esos mitos, sin esas metáforas, sin esos cuentos no podríamos relacionarnos con el entorno, no podríamos entenderlo y desenvolvernos en él: no tendríamos explicaciones para darnos como ofrenda sacrificial que sacie la furia amorosa de nuestro dios interior… todo estaría implicado, indiferenciado y el dios no sería adorado. Como no lo adoran los animales.

Un dios que nos busca para ser él el real ante nuestra vergüenza de estar desnudos. Situación que la diferenciación sexual busca contrarrestar. Creemos tener todo bajo el control minimalista de un laboratorio, de un lenguaje, del dinero (otro mito poderoso) cuando en verdad se trata sólo de una puesta en escena con una fuerte raigambre cultural de la que ya no podemos prescindir: una simplificación de historias que aseguran el control… control que nace de ese miedo a la libertad del que hablara E. Fromm.

Es que en otras culturas y en otros tiempos, el conflicto “sexo-mente” existía de formas más atenuadas y más tolerantes. En los centros académicos de hoy no se enseña a través de lo inconsciente bajo la moderación de lo racional, involucrando afectos, goces, experiencias dolorosas, artes… todas esas “salvajadas” que esquivan el ansia de dinero, éxito y control son mal vistas, porque la inteligencia es el mito que ahora domina en nuestra formación cultural, junto a los mitos de dinero, éxito y poder que de ella derivan.

Como siempre pasa en esta clase de planteos ecuacionales entre lo que es y lo que debería ser según el requisito mitopoyético de la época (y por lo menos desde el siglo XVII), el amor es la fórmula que unifica todas las partes del ser humano… partes que cuando se entrechocan generan en sus heridas, culpas, arrepentimientos y desesperaciones…

Y en Aurora ese “déjame ir” final que implora la mente de ella a la mente de Lukas, nos impone de plano la verdad (no ya la realidad) del triste imperio de la muerte, que es donde todos los mitos comienzan y donde todos los mitos acaban… porque siempre se muere de verdad. Imperio el de la muerte que subyace a todas las aventuras imaginables de nuestra vida en la Vida.

Un magnífico, a veces angustiante y otras veces inquietante manifiesto de Buozyte, acerca de nuestra extraña incompletud que nos distingue de los animales. Como escribió Emil Cioran, lo nuestro es una decepcionante caída en el tiempo: en vez de ser seres completos —como los animales—, estamos siempre siendo seres fracturados que buscan la cura al dolor de la existencia cada mañana al despertarse.

Pero también sentimos —si desarrollamos lo suficiente nuestro órgano poético— que mientras la moderación racional nos mantiene íntegros, cuando es abandonada a ella misma acaba vaciándonos de humanidad. Por el contrario, es nuestra animalidad la que, al sentir el mundo antes y después de querer entenderlo, nos colma.

La razón del laboratorio de Aurora maneja fantasmas materiales: el fantasma de una vida que se extingue para estudiarla. En cambio, la mente de Aurora junto a la de Lukas, manejan la vida en su sentido más profundo, que no es, paradójicamente, material. Es un hundirse en un abismo que nos lleva a la altura máxima de nuestra condición humana.

Tal quizás la principal virtud pedagógica de Aurora: la voluntad de querer despertarnos… como lo haría cualquier amanecer de nuestra vida.

 

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Tráiler:

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar Ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años: “reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se autopromovían y autojustificaban”.

“La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…”.

“He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética…”.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

Imagen destacada: Aurora (2012).