[Ensayo] «Calígula»: La vida humana en una variable contable

La llamada escena del Tesoro —que transcurre durante el primer acto de esta obra dramática del autor francés y Premio Nobel de Literatura 1957, Albert Camus—, supera los significados de una lección moral, y más bien corresponde a una inteligente revelación: cuando una sociedad acepta sin cuestionar que el dinero y el control son valores absolutos, el camino se encuentra despejado para que el poderoso de turno avance sin resistencia hacia donde lo lleve su deseo ilimitado.

Por Luis Cruz-Villalobos

Publicado el 6.12.2025

Hay escenas teatrales que funcionan como representaciones perturbadoras de la realidad. Entre ellas, pocas resultan tan agudas como la secuencia del Tesoro (Acto I, Escenas VIII y IX) en Calígula (1944), de Albert Camus (1913 – 1960).

Allí, el emperador que ha perdido a su hermana y amante comprende que el poder absoluto permite realizar lo imposible, incluso convertir la vida humana en una variable contable.

Camus desarrolla una especie de parábola donde revela qué ocurre cuando el cálculo económico suplanta a la ética, cuando el miedo reemplaza al diálogo y cuando el que detenta el poder ya no reconoce límites.

Durante la redacción de la obra —en plena ocupación nazi— Camus encontraba en Calígula un símbolo del poder que se vuelve un espejo deformado de la sociedad que lo sostiene. Las fuentes antiguas describen al emperador con un perfil inquietante: impulsos violentos, oscilaciones emocionales extremas, delirios de grandeza y una necesidad incesante de afirmación.

Los síntomas sugieren un entramado que podría incluir rasgos narcisistas severos, episodios psicóticos y una estructura psicopática marcada por la falta de empatía. Camus usa ese material para explorar una pregunta que trasciende épocas: ¿Qué sucede con una sociedad cuando la fragilidad íntima de un individuo se convierte en arquitectura del Estado y el desequilibrio psicológico del gobernante se normaliza como criterio de gobierno?

En la escena del Tesoro, el intendente se acerca tembloroso a recordar asuntos administrativos. La respuesta de Calígula —una risa interminable— desarma la pretensión de un diálogo normal. El emperador reconoce, inesperadamente para el intendente, que el Tesoro es, en efecto, un tema «capital».

Resulta interesante la etimología de este término. «Capital» proviene del latín capitalis, derivado de caput («cabeza»), y en un inicio designaba aquello esencial para la vida, como en poena capitalis, la pena que costaba la existencia.

Con el tiempo, la metáfora de la «cabeza» pasó al ámbito económico medieval, donde capitale nombró el bien principal o suma inicial que genera ganancias, y desde allí se expandió hacia múltiples esferas. Lo capital, por tanto, indica aquello que encabeza, sostiene y condiciona el resto.

Así, Calígula, en las dos escenas consecutivas, procede a mostrar la consecuencia lógica de absolutizar el valor capital del tesoro o erario público: si el dinero es lo más importante, entonces la vida humana vale menos que la contabilidad imperial.

 

«El dinero lo es todo»

Calígula decide abruptamente que todos los ciudadanos con bienes deberán desheredar a sus hijos y legar sus fortunas al Estado. Luego, el orden de las ejecuciones se decidirá arbitrariamente.

De ese modo, el robo se convierte en política fiscal sin ningún maquillaje, y el asesinato se transforma en mecanismo económico imperial. El intendente queda estupefacto ante tal propuesta, a lo que Calígula responde violentamente:

«Escúchame bien, imbécil. Si el Tesoro tiene importancia, la vida humana no la tiene. Está claro. Todos los que piensan como tú deben admitir este razonamiento y considerar que la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo. Entretanto, yo he decidido ser lógico, y como tengo el poder, veréis lo que os costará la lógica. Exterminaré a los opositores y la oposición. Si es necesario, empezaré por ti» (Acto I, Escena VIII).

Camus no hace una simple caricatura del tirano, sino que lo convierte en un razonador extremo que lleva la lógica hasta donde nadie se atreve —trae a mi memoria la inscripción en el grabado de Goya: ‘El sueño de la razón engendra monstruos’—.

En ese gesto, la escena revela la fragilidad de cualquier sociedad que eleve la economía a valor supremo sin examinar sus implicancias. La crueldad no surge del capricho, sino de una deducción impecable y aterradora: si la riqueza es el criterio, la vida humana no lo es y, por tanto, resulta negociable.

Las lecturas actuales de Calígula muestran cómo ciertas estructuras discursivas reaparecen en distintos proyectos autoritarios del siglo XXI. La extrema derecha en varios países ha convertido la economía, la seguridad y el control del otro —particularmente del extranjero— en pilares de su identidad y proyecto político.

Con todo, la promesa de orden se construye sobre tres convicciones: un mercado fuerte garantiza salvación, la seguridad se alcanza mediante dureza y la amenaza siempre llega desde fuera.

En Estados Unidos, Donald Trump elevó esta tríada a programa y estilo. Su figura pública se sostiene en la idea del empresario exitoso que cuantifica todo, niega límites institucionales y asume que la fuerza es el modo legítimo de corregir desviaciones.

La frontera cerrada se volvió símbolo de identidad y supremacía; la economía, en medida fundamental del valor humano; y la seguridad, el argumento para expandir drásticamente facultades del Ejecutivo.

Esa estructura retórica también ha estado presente en otros liderazgos de extrema derecha que, desde Europa hasta América Latina, adoptan un tono similar: desconfianza hacia el extranjero, simplificación del orden social a través de recursos punitivos y convicción de que la vida pública debe guiarse por principios exclusivamente financieros.

 

Una lógica que termina minando el valor de lo humano

Chile no está aislado de ese clima global. En el debate electoral actual, las candidaturas situadas en la derecha más dura han construido su discurso precisamente alrededor de esos temas: control exhaustivo de fronteras, endurecimiento de las políticas de seguridad y una comprensión de la vida nacional organizada en torno al «tesoro», como tema «capital».

Las escenas extremas de Calígula permiten examinar cómo ciertos discursos atribuyen al orden financiero y al control social un carácter redentor que pretende resolver, por sí mismo, la profunda complejidad del malestar colectivo.

Camus, desde su teatro, nos invita a sospechar de esa confianza desmedida. El emperador argumenta que «gobernar y robar son la misma cosa», y aunque lo dice con ironía devastadora, ilumina una verdad que resulta incómoda: cuando un Estado reduce sus decisiones a cálculos de rentabilidad o seguridad punitiva, neutraliza la dimensión ética que lo justifica. El ciudadano se vuelve una cifra. Ese desliz, cuando se prolonga, abre las puertas al autoritarismo.

De esta forma, Calígula aclara a Cesonia que su proyecto no es broma, sino «pedagogía». La palabra, elegida con precisión, describe la esencia del poder autoritario: la necesidad de educar al pueblo ignorante, de mostrarle la «verdad» que no ve, de corregirlo con dureza.

La escena funciona como diagnóstico del impulso mesiánico presente en muchos liderazgos contemporáneos, especialmente los de extrema derecha: el gobernante como maestro que revela a la nación un destino claro, siempre amenazado por enemigos internos o externos, que hay que resistir y vencer por la fuerza.

En este panorama, el miedo se vuelve un instrumento didáctico. Calígula cuenta hasta tres y el intendente huye de escena, temiendo literalmente por su vida. La administración del terror es más eficaz que cualquier propuesta. En los discursos actuales que enfatizan la seguridad ante la delincuencia y el control migratorio —obviamente necesarias de gestionar de modo adecuado, pero sin negar su condición de realidades muy complejas—, el miedo aparece articulando los discursos, dándole forma y peso afectivo.

La figura del extranjero como amenaza, del delincuente como escoria inhumana siempre al acecho, del desorden y el caos como inminencia, crea un ambiente emocional que predispone a aceptar medidas de excepcionalidad, incluso absurdas. No se trata de negar estos graves problemas, sino de advertir cómo ciertos proyectos políticos los interpretan de modo que refuerzan una lógica que termina minando el valor de lo humano.

Camus sugiere que el tirano no crea esa atmósfera desde cero: utiliza tensiones ya presentes. Por eso Calígula puede llevar el argumento del Tesoro hasta su extremo sin encontrar oposición racional. Los patricios ya habían reducido la vida pública a dinero, estatus y prerrogativas personales. El emperador solo los confronta con su propio pensamiento llevado al límite.

En la política contemporánea ocurre algo similar: los discursos de prioridad financiera, orden y control encuentran terreno fértil porque muchos ciudadanos ya viven en condiciones de precariedad, inseguridad, frustración y desconfianza.

Uno de los elementos más inquietantes del texto aparece en la afirmación final: «Mi libertad dejará de tener límites». Esa frase representa la estructura psicológica del poder narcisista. La imagen propia del tirano se vuelve tan central que la realidad y sus habitantes pierden consistencia y relevancia.

Calígula desea la luna no como metáfora poética, sino como proyecto político. La imposibilidad se convierte en mandato a costa de la satisfacción del deseo.

 

El Tesoro como tema capital

Este narcisismo, presente en Calígula y visible —de modos casi ridículos— en figuras contemporáneas como Trump, consiste en convertir al Estado en una extensión de la identidad propia.

Las instituciones estorban. La crítica al modelo se percibe como agresión personal. La oposición es tratada como amenaza. La lealtad se vuelve criterio único de pertenencia.

En ciertos proyectos políticos actuales —tanto en Chile como en otras partes del mundo— se perciben resonancias de esa estructura: una epistemología soberbia, que no sabe realmente dialogar; la promesa de control y orden total; la idea de un liderazgo capaz de restaurar una grandeza perdida; la creencia en que un programa económico y un control férreo de fronteras pueden corregir, por sí solos, el desajuste íntimo y estructural de una nación que ha creído cada vez más el sueño individualista y que tiene el Tesoro como tema capital.

Camus muestra que este tipo de poder, incluso cuando se viste de racionalidad, nace del desgarro interior. Calígula gobierna Roma desde su propio trastorno mental, de tal modo que la política se vuelve una especie de psicodrama. El peligro no radica en la patología individual, sino en la capacidad del tirano de convertir su desequilibrio en destino colectivo.

La vigencia de esta obra de Camus proviene de su capacidad para iluminar patrones: el dinero como amo y señor —la regla de oro: «quien pone el oro pone la regla»—; la economía y el lucro sin ética; la seguridad sin proporcionalidad ni profundidad; la pedagogía comunicacional del miedo; el narcisismo político; y la fascinación por líderes que prometen salvación veloz —imposible— en un mundo altamente complejo.

Con todo, la escena del Tesoro en Calígula no es simplemente una lección moral, sino un desocultamiento inteligente: cuando una sociedad acepta sin cuestionar que el dinero y el control son valores absolutos, el camino está despejado para que el poderoso de turno avance sin resistencia hacia donde lo lleve su deseo, normalmente, ilimitado.

No se trata de equiparar realidades históricas tan distantes. El Imperio romano, sin duda, tiene marcadas diferencias con las democracias modernas, y la obra de Camus no es manual de ciencia política. Pero el teatro, como toda gran obra de arte, permite observar bajo una nueva luz los dilemas del presente.

En Chile, como en otras partes, los discursos electorales se tensionan entre promesas de eficiencia económica y financiera, llamados a la seguridad total y eslóganes que apuntan a la peligrosidad de la figura de —ciertos— extranjeros.

Las escenas de Calígula muestran los riesgos de absolutizar cualquiera de esos valores, pues el límite se erosiona, la compasión se debilita y el espacio público se reduce al temor.

De alguna forma, Camus nos invita a pensar qué tipo de sociedad se construye cuando la política se rige por la lógica del Tesoro, cuando la pedagogía del miedo reemplaza al diálogo y cuando el poder se concibe como un espacio sin límites.

Calígula, en las tablas, nos recuerda que el autoritarismo no surge solo de la voluntad de un individuo, sino de una cultura que, poco a poco, renuncia a preguntarse por el valor incalculable de la vida humana, como valor capital.

 

 

 

 

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Luis Cruz-Villalobos es un escritor, editor, poeta y psicoterapeuta chileno.

Especialista y posgraduado en psicología clínica de la Universidad de Chile, y doctor en filosofía por la Vrije Universiteit Amsterdam (Países Bajos).

Creador de una amplia obra literaria, con más de 50 libros de poesía publicados, además de varios ensayos sobre afrontamiento postraumático, hermenéutica aplicada y estética, el director titular del Diario Cine y Literatura también fue académico de posgrado en la Universidad de Chile (en el programa de magíster en psicología clínica) y de pregrado en la Universidad de Talca (en la Facultad de Psicología).

El profesor Cruz-Villalobos también es el autor de la reciente versión hispanoamericana del protocolo SPIRIT para terapia espiritualmente integrada, y cuyo texto original es usado en el McLean Hospital de la ciudad de Belmont, en Massachusetts, Estados Unidos, y el cual es un establecimiento de tratamiento psiquiátrico asociado a la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard.

 

«Calígula», de Albert Camus (Alianza Editorial, 2013)

 

 

 

Luis Cruz-Villalobos

 

 

Imagen destacada: Albert Camus.