[Ensayo] «Crónica de una muerte anunciada»: El homicidio más literario de la historia

Pocas novelas, como esta del escritor y Premio Nobel colombiano, Gabriel García Márquez, concentran de tal manera en su mero título lo que ha de ocurrir en su argumento dramático, a partir de un hecho real que da la impresión de ser sólo una fantasía.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 30.5.2023

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«Dadme un prejuicio y moveré al mundo».
Gabriel García Márquez

Un primer análisis de esta verdadera tragedia griega contemporánea —publicada originalmente en el año de gracia de 1981— es, probablemente, constatar una cruel paradoja: la de sancionar privada y públicamente a un inocente por un delito a todas luces inexistente.

Y, acto seguido, condenarlo a muerte, sin siquiera haber tenido conciencia del porqué, mientras los ojos ciudadanos asisten con morbosa complicidad a contemplar su ejecución tribal.

En efecto, Santiago Nasar, el personaje central, es una suerte de moderno antihéroe pueblerino situado, por obra y gracia de una encaminada fatalidad, en las antípodas de la justicia real. Se le ha inculpado por anticipado y se ejerce el esquizofrénico castigo bíblico del «ojo por ojo y diente por diente», al amparo de una sociedad enquistada en sus normas patriarcales por un mentiroso honor mancillado: la virginidad de Ángela Vicario.

La trama novelística es sencilla, pero sus connotaciones sociales, religiosas y familiares se expanden cual gangrena incontrolable sobre el pueblo entero, el que asiste como en una función de teatro a ver de qué modo se cumple la sanción impuesta por una falsedad que salvaguarda la imaginaria deshonra personal de Ángela Vicario y de su familia, como corolario.

Se trata de una doncella simulada que contrae matrimonio con Bayardo San Román, joven acaudalado que compra, no sólo los favores de la futura esposa con su exacerbado afán patrimonial, sino que su propia conducta dispendiosa atrae las simpatías de quienes asistirán a una boda desenfrenada, tanto por la exagerada ostentación de los contrayentes como por su extensión a ese pueblo depravado, que asiste condescendiente a ratificar con su numerosa presencia un acto cuya solemnidad terminará de modo abrupto.

Pocas novelas concentran de tal manera en su mero título lo que ha de ocurrir en su argumento, a partir de un hecho real que da la impresión de ser sólo una fantasía.

 

Una vergonzosa presión familiar

Santiago Nasar es sindicado por Ángela Vicario como el autor de la pérdida de su condición esencial de mujer: su castidad.

La reacción de Bayardo San Román es la de un hombre defraudado por una ofensa ilimitada: se ha cuestionado su orgullo masculino, se siente agraviado, despojado de su mal entendida virilidad y, por ende, la devolución de su esposa a la familia de origen es un acto de espuria reparación que intenta minimizar su vergüenza.

En esa perspectiva, Ángela Vicario surge, entonces, como víctima y victimaria causal. Entrega la identidad de un tercero: Santiago Nasar, joven también acaudalado, de una estirpe aristocrática en decadencia y una fortuna que se mantiene, aunque no progresa en el contexto de la herencia paterna recibida.

A sus 21 años y comprometido en matrimonio desde hace varios su futuro está trazado de antemano, salvo que el azar siempre imprevisible, lo coloca en el centro de una desventura de la que resultará injustamente condenado.

Esta paradoja reúne estos dos factores que resultarán indisolublemente ligados en toda la obra: uno, es la sindicación de ser él quien dejó a Ángela Vicario sin su virginidad natural al llegar al matrimonio. Y el otro, es el de haberse cometido un delito ilusorio por parte de Santiago Nasar.

En todo aquello subyace el engaño como factor desencadenante de la tragedia. Se miente como respuesta a una vergonzosa presión familiar.

A contar de esta contraposición las consecuencias que rodean al hecho central, esto es, la necesidad de venganza y recuperación del honor afrentado por parte de los hermanos gemelos Pablo y Pedro Vicario, derivará en un contexto colectivo que superará el circunstancial hecho individual.

De esta forma, Pablo Vicario responde a la madre de su novia: «El café para después…» «Me lo imagino» —responde ella. «El honor no espera». Y la misma novia y esposa, Prudencia Cotes, ya en tiempo presente, le señala al narrador, años después: «Yo sabía en qué andaban; y no sólo estaba de acuerdo, sino porque nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre».

Lo expuesto es la clara confirmación de estar en presencia de una sociedad patriarcal que establece en el hombre la propiedad y control del sexo femenino, teniendo a la sangre como elemento de sustentación, tanto en la que debió verter Ángela Vicario como en la que deberá derramar Santiago Nasar.

De ese modo la comunidad en su conjunto, a través de la concatenación de los hechos, va envolviendo a Santiago Nasar en una suerte de encapsulamiento, una especie de burbuja irreal que lo deja aparentemente indemne de los acontecimientos que lo rodean, y que, sin embargo, determinarán a cada instante su ulterior asesinato:

«Escolástica Cisneros creyó observar a los dos amigos (Cristo Bedoya y Santiago Nasar) caminando en el centro sin dificultad, dentro de un circulo vacío, porque la gente sabía que Santiago Nasar iba a morir y no se atrevían a tocarlo».

Cada uno de los pormenores van siendo asociados a la idea de que es imprescindible «avisar» a Santiago Nasar de que los hermanos Vicario lo acuchillarán. Cada actor secundario irá tras él procurando advertirle de la eventual agresión de que será objeto.

Y cada acción intentada quedará siempre a medias, sujeta a ese albur indeterminado que conlleva el equívoco de la información, su deslizamiento accidental hacia los terrenos de la perplejidad: nadie, en suma, le indica con verdadero conocimiento de causa que su vida corre peligro, salvo cuando la sentencia es percibida por Nasar demasiado tarde.

De esta forma, el mal se ha enquistado en quienes rodean al hecho con una morbosidad prejuiciosa. «Dadme un prejuicio y moveré el mundo», escribe el juez instructor turbado en el sumario ante la falta de pruebas en contra de Santiago Nasar.

Existe una acción penada social, moral y hasta religiosamente: Santiago Nasar terminó con la virginidad de Ángela Vicario.

Ya deja de ser relevante si el hecho es o no cierto. El que esa verdad emane de la novia desposada, que sus labios lo hayan sindicado como el autor, es motivo suficiente para que Nasar sea «el culpable» de un hecho que, de ser irrefutable, no tendría más relevancia que una ocasional sanción de desprecio o hasta de resentimiento, privado y público. Pero no. No será de ese modo.

Acá la verbalización de su identidad se traduce en una conducta reprochable. Santiago Nasar ha invadido un espacio prohibido. Ha trasgredido las normas básicas de un machismo acentuado.

Bayardo San Román, el hasta hace unas horas novio feliz, se transforma por su parte en una víctima del destino patriarcal: su nombre y su honra de macho cabrío han sido vergonzosamente humilladas.

La expiación del mal causado solo tiene una acción reparatoria y un destinatario culpable: la muerte de Santiago Nasar. La sanción corre por las calles del pueblo como un reguero de pólvora invisible que, no obstante, todos perciben y contribuyen a su explosivo desenlace.

 

La locura personal devenida en pasivo delirio colectivo

A lo lejos la abortada aparición del obispo en su fastuosa embarcación, surge como un esperpéntico desfile sobre una pantalla muda.

En el seno de las apariencias consagradas, la ausencia del desembarco del obispo y su comitiva refleja, subliminalmente, la hipocresía del honor seudo religioso de lo que está en juego: el obispo apenas dará una bendición indiferente sobre un pueblo atribulado, que asiste al puerto como una manada irreflexiva a recibir el gesto frío, con el beneplácito de una sociedad manipulada por la fe del carbonero, esa fe que mira expectante hacia el cielo, mientras bajo sus pies la tierra se verá ensangrentada en pocas horas.

Se suma al implícito ritual eclesiástico, la abulia de otro poder institucional: el del alcalde. Ese excoronel que ostenta el mando político local, avisado del hecho irremediable no ve mejor solución que quitar a los hermanos Vicario los cuchillos con los cuales ejecutarían la tarea homicida.

Y a propósito de la borrachera de los hermanos les dice: «¡Imagínense qué va a decir el obispo sin los encuentra en ese estado!». Esa acción indulgente da por sentado que con ello la posible víctima será salvada: al no existir el arma criminal no habrá homicidio ni tampoco armas futuras.

De ahí que Clotilde Armenta, testigo presencial, sufriera una desilusión más por la ligereza del alcalde, pues pensaba que debía arrestárseles hasta esclarecer la verdad. Pero el alcalde le muestra los cuchillos como argumento final: «Ya no tienen con qué matar a nadie».

En ese acto que bordea los límites de un paternalismo ramplón y la desidia del poder, el alcalde deduce que los hermanos Vicario se irán hacia su casa desprovistos de causa, motivo y acción.

Toda la novela, vista en la perspectiva de un cronista participe de los hechos y reconstituidos en un sumario a medias, se nutre de los envejecidos testimonios de quienes revisten su actuar con un velo de duda que el tiempo implacable y un evidente sentido de culpabilidad colectiva los envuelve.

Aquella constatación va dejando en el lector una impresión del sinsentido: las acciones humanas tienden a ser desvirtuadas, porque al fin de cuentas es mejor olvidar y conformarse con el irremediable destino de los hechos consumados.

Y los hechos como tales no revisten ni tienen mayor sentido que el de la aceptación, así se trate de un crimen sanguinario perpetrado hace 27 años en medio de una interminable serie de equívocos que se desmadejan en la narración con una destreza poco común.

En este desconcierto individual y colectivo, el derecho como sustrato y la justicia humana como resultado, surgen con una meridiana incomprensión literaria: la conformidad póstuma de que el autor que mancilló el honor de Ángela Vicario no fue ni pudo ser nunca Santiago Nasar.

Que, en definitiva, su asesinato solo obedeció a la consumación de un delirio personal transformado en pasivo delirio colectivo.

Una pasividad que contrae las vísceras de sus protagonistas, pero que no alcanza ni remotamente a eximirlos de culpa, más allá de que los hermanos Vicario, por esa congruente acción visual y auditiva de moros y cristianos y el consecuente desatino judicial, hayan sido absueltos.

Con esa absolución la figura de Santiago Nasar deja de ser gravitante. Si es que alguna vez lo fue. Su estar y ser en el mundo formal quedó desprovisto de una doble exigencia para ser condenado a muerte: haber cometido un delito del que debió ser culpable. Algo que nunca ocurrió.

 

*Una versión de este ensayo fue leída por su autor durante la quinta jornada del Ciclo sobre Literatura y Sistema de Justicia que organiza la Comisión de Lenguaje Claro del Poder Judicial. La instancia fue realizada en formato hibrido este 31 de mayo y estuvo presidida desde la Excelentísima Corte Suprema por la ministra vocera del máximo tribunal, Ángela Vivanco.

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021.

Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«Crónica de una muerte anunciada», de Gabriel García Márquez (Editorial Oveja Negra, 1992)

 

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: Gabriel García Márquez.