[Ensayo] «Dos vidas para Micaela»: La consagración femenina de Edmundo Moure

El experimentado narrador chileno atrapa a sus lectores desde sus primeras páginas con una estocada sibilina en medio del corazón, cuando nos dispone a fin de embarcarnos —en una travesía que pareciera desmedida, y que no tiene visos de credibilidad—, en una suerte de sensitivo laberinto estético, literario y visual.

Por Juan Mihovilovich

Publicado el 21.6.2023

«Yo solo sé que cuando te mueras/ tus cenizas se confundirán con las mías/ en la confluencia final de los dos océanos que amamos».
Edmundo Moure

La esencia de esta originalísima novela es el don de las palabras, su fisonomía ecléctica, sus divagaciones orientadas, sus parloteos insinuantes, sus cabildeos a medias, sus escarceos con la magia, sus derroteros con el lenguaje extraviado y recuperado, sus requiebres amorosos, sus perfidias a media tarde, sus escondrijos secretos, sus avatares de un destino prefijado o perdido, sus consagraciones al misterio y sus vínculos insulares, sus perfidias y sus bienaventuranzas, sus sentimientos de esgrimistas consumados, sus lluvias milenarias, sus caídas de fin de mundo.

En fin, sus aparejos sacados de una chistera y aparecidos, por obra y gracia de una pluma sabia y equivoca, a veces, convertidos en la dualidad humana, en esa androginia a la que aspiramos por obra y gracia de un espíritu que no podemos manejar y que se escapa tras nuestras vacilaciones, nuestros tropiezos y alzamientos humanos, nuestras ansias y anhelos convertidos en ese sueño imperecedero que se denomina, ocasionalmente, existir.

De esta forma, Edmundo Moure Rojas (Santiago, 1941) nos atrapa desde sus primeras páginas con una estocada sibilina en medio del corazón: nos ha dispuesto o predispuesto a embarcarnos en una travesía que pareciera desmedida, que no tuviera visos de credibilidad.

Sin embargo, al poco o mucho andar, nos va introduciendo en una suerte de sensitivo laberinto visual que nos obliga a mirarnos con evidente desconfianza.

 

Una lid sin tiempo ni final

¿Quién es quién en esta obra desligada de la escrituración tradicional? ¿Existe una Micaela o ha sido el espontáneo fruto de una imaginación desbocada que se eleva por sobre la vieja máxima de Madame Bovary: «Micaela soy yo»?

Y es que Micaela Souto ha sido el pretexto nacido de un hecho relativamente simple: un concurso literario en que ha sido utilizada como heterónimo, a la manera de Fernando Pessoa, solo que Micaela y Moure exceden los patrones asociados a esa mentirilla con que los escritores esconden sus verdaderas identidades e intenciones.

Unas intenciones que, en esta novela, parecieran sacudirnos a cada instante con sus metamorfóseos y elucubraciones sorprendentes que trasgreden sin pausas las fantasías débiles o circunspectas.

No hay en su desarrollo una historia exclusiva, sino una multiplicidad de estropicios verbales que —querámoslo o no—, nos van remeciendo a la manera de una indiscreta caja de pandora: sus páginas nos revierten por intervalos irregulares el sentido de lo lineal, de los fines acabados, de los destinos anticipados. No hay aquí una secuencia natural y obvia. No es posible. Quien la busque no la encontrará.

En su nacimiento y desarrollo hay un deslizamiento inquebrantable hacia los mundos de misterios no resueltos y que, maravilla de las paradojas, parecieran obedecer a un narrador omnisciente. Pero es solo una apariencia. Moure cree saber hacia dónde se dirige, solo que esa creencia primitiva se le va desgajando como hojas otoñales.

Ha intentado recrear el lenguaje a partir de una invención piadosa: la creación abstracta de un ser de carne y hueso, que ha cobrado o va cobrando vida propia. He ahí su imprevisión, su «meticulosa» imprevisión.

En el recóndito espacio de la creatividad, los postulados iniciales se difuminan cuando los personajes aciertan a vivir por sí mismos. Micaela Souto lo desafió desde el comienzo, solo que Moure presintió que ambos eran un solo ser.

¿Lo era realmente, podían convivir dos géneros en un único individuo adscrito a sus tabúes, sus desviaciones psíquicas, sus desencuentros amorosos, sus batallas con ese idioma gallego y nuestro, que se entrecruzan como eximios espadachines de una lid sin tiempo ni final? ¿Era previsible que Micaela Souto muriera en el trayecto con el simple expediente de la voluntad de un supuesto y concienzudo creador como Moure?

He ahí su equívoco o su implícita confianza en que no sería superado por la fuerza de los hechos. La obra literaria que pensó se le fue de las manos ex profeso, o bien, fue puesta en sus manos de un modo ajeno: Micaela Souto avanzó por los estrechos recovecos de la memoria de Moure y lo fue aventajando minuto a minuto, día tras día, año tras año, década tras década, hasta convertirse en la causa viva de sí misma.

Es cierto: ambos paladearon la discreta quimera de los amores descontaminados, exentos de esa vorágine física que los enturbia y mata antes de tiempo. Ambos se esmeraron en dejar incólumes sus necesidades primitivas.

La unión que los creó a ambos —porque fueron creados por las palabras que los engendraron—, se yergue sobre los cimientos de un idioma que Moure trató de apresar con dientes y uñas, con ese esfuerzo denodado con que revistió su escritura en espiral.

 

Regresar al lugar del crimen

Pero, ya sabemos o intuimos que en esto de narrar el voluntarismo reflexivo se disipa en las primeras páginas y que, cuando el arte creativo es auténtico, éste se escabulle como un ladrón fugaz que una y otra vez regresa al lugar del crimen. Allí entonces, su autor, recobra la energía de la que carecía al inicio.

Se abastece de ella y se va reproduciendo sin pausas. Y Moure —o Mundiño a veces— la succiona con avidez y es succionado también vorazmente por ese fantasma físico, emocional y mental que ha sido y es Micaela Souto.

De ahí que la cronología que el prosista establece de una forma tangencial no sea sino una mera advertencia para el lector: los sucesos narrados carecen —se insiste— de esas secuencias lógicas y analíticas con que a menudo tropezamos en cualquier lectura trivial. No. Aquí las palabras tienen el don de trastocarnos tiempos, espacios y personajes protagónicos o secundarios.

Un día Micaela se desplaza por el centro del país y a la mañana siguiente reaparece en Chiloé. Y se enamora y cumple sus roles vernáculares con una serenidad pasmosa. O, a la semana o mes o año siguiente, reenvía sus señales de humo desde ese finis terrae que es Puerto Williams.

Otro día Souto se mimetiza en esos diálogos apasionantes con Antonio Cárdenas, don Tono (DT), procurando descifrar lo que, a todas luces, pareciera indescifrable: el sentido de su vida dislocada y trémula, apasionada y breve, con que su supuesto artífice la ha colocado en medio de frases llenas de humano contenido y que, por desgracia o ventura, se van disipando entre Galicia y Chiloé.

Entonces las cartas de despedida de Micaela son el anuncio de un sueño que no termina, salvo por esa muerte que se insinúa, pero que no es posible discernir como real. Lo real es y ha sido su existencia.

Así, la existencia de Micaela es la consagración varonil de Moure en su femineidad. Sus destinos han sido prestablecidos por encima de las disquisiciones ambiguas de las estructuras sociales.

Y aunque ambos, creador y supuesta creatura, hurguen en las historias que sus conjeturadas procedencias le muestren a cada momento, y denuncien las atrocidades de una dictadura próxima o lejana, sus postulados exceden las contingencias, por más tristes y horrorosas que hayan sido.

Sus palabras nos unen como si estuviéramos destinados a sentir que sin los sueños no somos absolutamente nada ni nadie. Que, si bien, los fríos hechos se esconden subrepticios en una memoria que —querámoslo o no— se disipan por el esfuerzo en recordarlos, no es menos cierto que sin el amor, el humor y la esperanza que se desparraman en estas páginas la coexistencia real, esa a la que aspiramos en el secreto encanto de nuestros permanentes desencuentros, no valdría jamás la pena.

Es por ello que, al cerrar las páginas finales de esta bellísima e intrincada novela, nos queda la sensación de haber descubierto algo inasible, pero que está vivo y permanece en nuestra intimidad como un genio dispuesto a salir de una vez y para siempre de su encapsulamiento, impulsado por la necesidad de mostrarnos siendo seres premunidos de madre y padre, humanos en definitiva, que abofetean sus fábulas y tradiciones y se ven a sí mismos con esa dualidad imperecedera que llevamos dentro: una Micaela y un Moure, que no son sino raíces del mismo suelo con idéntica sangre.

 

 

 

 

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Juan Mihovilovich Hernández (Punta Arenas, 1951) es un importante autor chileno de la generación literaria de los 80, nacido en la zona austral de Magallanes.

Entre sus obras destacan las novelas Útero (Zuramerica, 2020), Yo mi hermano (Lom, 2015), Grados de referencia (Lom, 2011) y El contagio de la locura (Lom, 2006, y semifinalista del prestigioso Premio Herralde en España, el año anterior).

De profesión abogado, se desempeñó también como juez de la República en la localidad de Puerto Cisnes, en la Región de Aysén, hasta el mes de mayo de 2021.

Asimismo, es miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Lengua y redactor estable del Diario Cine y Literatura.

 

«Dos vidas para Micaela», de Edmundo Moure (Signo, 2023)

 

 

 

Juan Mihovilovich

 

 

Imagen destacada: Edmundo Moure Rojas.