[Ensayo] «La mirada de Ulises»: Retorno en negro al alma propia y colectiva

El icónico filme del realizador griego Theodoros Angelopoulos —cuya obra y figura constituye a todo un clásico del llamado cine arte europeo de la década de 1990— es analizado en este artículo a través de sus claves estéticas, argumentales y audiovisuales.

Por Jordi Mat Amorós i Navarro

Publicado el 30.8.2021

«Y el alma si debe conocerse a sí misma tiene que observar el alma».
Platón (Citado en la película)

«Al ‘pensarse a sí mismo’ uno recuerda, escucha esa música atemporal, la oye en su corazón y recupera la memoria, pues allí es donde todo se conjunta».
Federico González Frías

 

Una odisea espacio temporal

Esta joya cinematográfica es un viaje de retorno al alma individual y colectiva de su empático protagonista. A —que se entiende como alter ego de Angelopoulos y que encarna espléndidamente el veterano Harvey Keitel— es un director griego que emigró a EE. UU. y que ha vuelto a su tierra por motivos profesionales, y estando allí siente la necesidad de rescatar un material cinematográfico perdido.

Ese rescate del material le llevará a una riesgosa travesía hasta la Sarajevo de finales de siglo XX en pleno conflicto armado. Su viaje obedece a un reclamo interior que va más allá de sí mismo. Es una odisea al pasado personal y paralelamente al pasado colectivo de un pueblo —el griego y en general el balcánico— históricamente muy castigado por las guerras y la desidia internacional.

Un apunte sobre el simbolismo de esa A que define al héroe de esta aventura interior, la A de Ángel(opoulos), de Apolo que tiene su protagonismo en esta odisea como veremos, de Adán y de tantos personajes míticos (no sólo masculinos) a lo largo de los tiempos. La A que es la primera letra de nuestro abecedario y por tanto está asociada al inicio.

Y hacia el inicio o el origen se dirigen los pasos de A, un origen cinematográfico que no obstante va mucho más allá…

Porque aquí el cine se entiende más que nada como poderoso testimonio de unos tiempos y lugares, como fiel depositario de la memoria colectiva o alma de un pueblo, en este caso el balcánico. Y es que ese codiciado material perdido son unas bobinas sin revelar de los hermanos Manakis quienes fueron pioneros en el arte cinematográfico por esas tierras, así lo explica A: “Viajaban por el imperio otomano en decadencia, lo filmaban todo. Todas las ambigüedades, todos los conflictos, de esa parte del mundo”.

Llegado a este punto, debo advertir que el análisis que sigue contiene inevitablemente spoilers.

 

Viajar en el tiempo

Se nos muestra al inicio de la película imágenes de unas hilanderas retratadas por ellos en un sobrio blanco y negro. Tras esa valiosa filmación, el realizador griego nos ofrece una brillantísima escena en la que vivenciamos cómo vivencia A los hechos pasados. Nuestro protagonista —lo iremos comprobando a medida que avance la trama— es un hombre extremadamente sensible con una empatía más allá de lo común capaz de “viajar” en el espacio tiempo.

Vemos el inmenso mar, y a uno de los hermanos Manakis que está filmando el zarpar de un velero, a su lado un aprendiz que se nos presenta en tiempo presente, ese que fuera joven alumno camina por la orilla hasta llegar a A —en un salto espacio temporal que visualizamos al tornarse color el blanco y negro de ese tiempo lejano— mientras revive ese día en el que el maestro cayó muerto filmando ese zarpar. Y A que por esa misma orilla hace el recorrido inverso para observar ese mismo velero.

Ese velero que se nos muestra casi atemporal como imagen del propio viaje espacio temporal de nuestro protagonista, porque A acabará su odisea en una pequeña barca como único modo de llegar a la Sarajevo en guerra.

Esos saltos espacio temporales se repetirán en diversas ocasiones, y A viajará al pasado “de la mano” de una bella joven (Maia Morgenstern en una excelente interpretación) quien es distintos personajes en distintos tiempos: su madre siendo él niño, el amor que dejó al partir a América, una mujer que trabaja en la filmoteca de Skopje y le ayuda en su búsqueda, la hija del hombre que custodia esas míticas bobinas…

Esa joven —entiendo— como encarnación del alma de todas esas mujeres amadas y a la vez de la gran alma del pueblo balcánico. Un alma que es tierra primigenia, un alma en la que se asientan los árboles genealógicos familiares —no sólo el de A— cuyas raíces se entremezclan, un alma que ha sufrido y sufre —allí y en demasiados lugares del planeta— el maltrato de la inconsciencia humana, un alma que necesita ser amada tal y como él ama.

La bella escena de A junto a la joven de la filmoteca en un tren —una de las mejores del filme— ilustra ese sentir del director, ese amar atemporal que encarna:

Ella que se había apeado acaba subiendo de nuevo tras correr junto al tren pendiente de una historia muy especial que él relata, historia que los une en su pasión arqueológica por las imágenes. Bello ese contar y ese correr pasional, esa pasión común que es el fuego de eros que acabará prendiendo en sus carnes.

Él recuerda cuando encontrándose en las ruinas de Delos, oyó un sonido hueco que parecía provenir de las profundidades de la tierra, era un viejo olivo que se doblegaba derrumbándose hacia la muerte, y en el agujero creado descubrió un busto de Apolo.

De inmediato hizo fotos —la pasión— con una Polaroid pero nada salió. Comenta que eran: “imágenes negras del mundo, agujeros negros, como si mi mirada no funcionase, el sol se puso y yo sentí que me hundía en la oscuridad”.

Muy simbólico ese relato, el Eros de su interés compartido —capturar imágenes que perduren— y el doblarse del olivo —el antiquísimo árbol genealógico— hacia la muerte o Tanatos. La eterna danza de los opuestos que a pesar de las apariencias buscan la unión.

Y el temido Tanatos le muestra el busto de Apolo que entiendo simboliza el trascendental “conócete a ti mismo” que se esconde en la tierra primigenia de A, de su árbol familiar, de su maltratado pueblo.

Pero él no puede atrapar ese maravilloso momento, la imagen es negra.

 

«La mirada de Ulises» (1995)

 

Mirada y fundido en negro

A añade que la búsqueda de esas antiquísimas bobinas que al parecer nadie ha podido revelar significan mucho. De alguna manera encontrarlas y revelarlas supondría recuperar la primera mirada del cine balcánico, una mirada inocente, una mirada perdida que siente suya en esa imagen negra: “mi primera mirada, una mirada perdida hace tiempo”, afirma en su dolor.

Y ese negro estará muy presente en su travesía en una simbólica contra-corriente (cual esforzado salmón) desde el mar griego surcando los ríos balcánicos hasta Sarajevo. El negro de cámara en los fundidos del dolor pasado, el negro de los ojos vendados del hermano fusilado con el cual A empatiza, el negro de la fría noche en su avanzar escondido, el negro del humo en el aire y las edificaciones derruidas del paisaje de guerra, el negro con él se viste.

Ese negro que junto al blanco es color primigenio del arte cinematográfico, ese negro de las salas de cine en penunmbra para resaltar las imágenes proyectadas… Ese negro —como se ha dicho— del fundido cinematográfico que Angelopoulos usa reiteradamente, un fundido negro que sabemos es fin e inicio y que entiendo enfatiza el protagonismo del séptimo arte en este filme de directores comprometidos que buscan aportar luz a la oscuridad de la inconsciencia y sin razón humana. Directores de tiempos distintos que convergen en A.

En este sentido son bellas y significativas las imágenes de cines, el cine al aire libre en tiempos de prohibición fundamentalista que proyecta una película de A acerca del dolor de los expulsados por las guerras. Y especialmente los dos cines en ruinas retratados:

El que fundó uno de esos hermanos en Skopje (Macedonia) y que ardió un día muy lejano al proyectarse una película de Chaplin, simbólico ese incendio en comedia de humanidad ante tanta inhumanidad.

Y especialmente el cine de la filmoteca de Sarajevo semidestruido por las bombas, allí se refugia el anciano que custodia el material cinematográfico que ha podido salvar, incluidas las bobinas no reveladas de la búsqueda.

En esas bobinas anida en palabras de A “una mirada que lucha por salir de la oscuridad, como un nacimiento”, y el esperado parto se produce de la mano del anciano custodio gracias al estímulo del recién llegado.

Angelopoulos nos lo muestra agotado por la travesía junto a un gran retrato del Bogart navegante aventurero de la mítica The African Queen o el grandioso poder simbólico del cine, el cine como imagen y estímulo vital para todo aquel que quiera sumergirse en él.

Y en la sala de cine concluye el filme, allí por fin A visiona esas preciadas imágenes. Sólo él en su condición de héroe, nadie más, ni nosotros que vemos su rostro en lágrimas y oímos sus sentidas palabras evocando a esa alma femenina atemporal amada que espera:

Cuando regrese, lo haré con las ropas de otro, con el nombre de otro. Nadie me esperará.

Si me dijeras que no soy yo, te daría pruebas y me creerías. Te hablaría del limonero de tu jardín, de la ventana por donde entra la luz de la luna, y de las señales del cuerpo. Señales de amor.

Y cuando subamos temblorosos a la habitación, entre abrazos, entre susurros de amor, te contaré mi viaje, toda la noche, y las noches venideras… Entre abrazos; entre susurros de amor. Toda la aventura humana. La historia sin fin.

Y tras ellas, fundido a negro.

 

«La mirada de Ulises» (1995)

 

Mucho más (en y tras)

La dura y larga odisea de A que Angelopoulos desarrolla en casi tres horas está plagada de imágenes que conmueven, a parte de las ya comentadas quiero resaltar dos:

La impactante gran estatua de Lenin que es transportada en una barcaza a la que A sube como polizonte en su travesía trans-balcánica. Esa estatua yaciente como imagen del fin del comunismo y a la vez del desmoronamiento de un modo de ver y ser basado en la imposición que para nada abraza el alma humana.

Y los espectáculos culturales al aire libre –ojalá fuera siempre realmente libre- mientras la niebla cubre Sarajevo y los francotiradores que los asedian se ven forzados a parar. De gran belleza ese aprovechar lúdico, conmueven tanto el concierto con un coro infantil como la posterior representación teatral.

Queda mucho más por decir sobre esta magistral película que tanto abarca, sobre esta odisea del Ulises A. Una odisea inversa en la que Ulises no regresa como triunfador de guerras a su tierra sino como doliente de guerras en la búsqueda de mutar arrogantes laureles bélicos por abrazos de humanidad.

“En mi fin está el comienzo” le dice A a un amigo griego al partir de Atenas en busca de la mirada original, la mirada de esos hermanos que era abrazo al alma, la mirada propia que era negro por el olvido, la mirada recuperada que llora en solitario al final de la película antes del fundido en negro.

Ese negro de fin que espera un verdadero nuevo comienzo tras tanto de lo mismo, lo espera A y lo esperamos muchos desde hace demasiado tiempo.

 

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Jordi Mat Amorós i Navarro es pedagogo terapeuta por la Universitat de Barcelona, España, además de zahorí, poeta, y redactor permanente del Diario Cine y Literatura.

 

 

 

Tráiler 1:

 

 

Tráiler 2:

 

 

Jordi Mat Amorós i Navarro

 

 

Imagen destacada: La mirada de Ulises (1995).