[Ensayo] «La vida de Brian»: Desenfado, ironía y crítica teológica

A lo que se atrevieron los Monty Python en este señero largometraje fue a denunciar la rigidez de los esquemas cognitivos que nos llevan al fanatismo y a sus estupideces concomitantes, tanto a romanos como a judíos y que nos encuentra hoy a nosotros mismos enfrascados en guerras absurdas y sangrientas.

Por Horacio Ramírez

Publicado el 6.7.2023

Todos, o casi todos, debemos precavernos hoy del spam, pero pocos sabemos que el origen del término proviene del grupo humorístico inglés Los Monty Pithon.

Spam es como se llama en Inglaterra al jamón cocido enlatado, herencia de los racionamientos de la Segunda Guerra Mundial, que integraba de extremo a extremo el menú de un restorán imaginario de baja estofa de una barriada obrera.

Entre parroquianos vikings con cascos cornudos desciende del cielo una pareja de clase media y vulgar inglesa que pide algo de comer, pero pronto se da cuenta —ante los gritos de la camarera— que hasta: «la salsa sin spam tiene spam…, aunque con un poco menos de spam».

Tal sketch del programa popularizó el término y a poco de nacer la Internet, ésta ya lo incluía como nombre de la «basura» comercial presente en toda publicación, y hoy sabernos que hasta muchos programas que se publicitan hoy como «antispam» son en verdad spam.

Era el humor surrealista, y como tal, teñido de crítica social, política y religiosa en un ambiente artístico dominado por el absurdo de un programa de televisión: The Monty Pithon Flying Circus: El circo volador de los Monty Pithon (hoy disponible en la plataforma Netflix).

De alguna manera, los Monty Pithon y sus sketches encarnaban los escombros de la guerra: los fragmentos inconexos de las casas destruidas entre los niños de los 40, eran reelaborados 30 años después en los 70.

Quizás haya que encontrar en esas casas de familias destruidas por las V1 y las V2 alemanas, la destrucción de la realidad que proponía la organización de sus entregas: disparatadas pero con guiones muy sutiles donde cualquier cosa terminaba en cualquier otra cosa y que tanto podía remitir a su origen como a la vez seguir avanzando hacia una nueva situación, en un despliegue hilarante, inteligente y surrealista casi sin principio y con finales poco definidos.

En pocas palabras: el mundo de los Monty Pithon podía ser seguido en nuestro mundo fuera de la TV antes y después de que comenzara cada programa.

¿Y el nombre «Monty Pithon»? Así como el surrealismo podía disponer una cama a orillas del mar o de un reloj derritiéndose al borde una mesa —para disolver «lo que se supone debe ser»—, el título del proyecto debía lograr un efecto parecido.

Y fue así que se probaron otros nombres como Owl Streching Time, The Toad Elevating Moment o A Horse, a Spoon, and a Basin. Y así fue como se detuvieron en Monty Pithon: la serpiente pitón que se entrelazaba con el modélico borrachín inglés que abandona destruido por el alcohol un pub suburbano: el «monty».

La cuestión es que el sentido de lo absurdo dio origen, en el slang inglés, al adjetivo «pitonesco» y desde este enfoque es que nos concentraremos un poco en el anecdotario de uno de sus filmes más celebrados por la crítica y, especialmente, por el público: La vida de Brian, de 1979.

 

La agitada vida de una colonia romana

«Humor aventurado». Así calificaron en una revista de espectáculos a Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Python and the Holy Grial, de 1975), al largometraje de bajísimo presupuesto (menos de 400 mil dólares), rodada en las afueras de tres castillos escoceses con sólo los seis protagonistas del grupo y donde los extras fueron aportados por estudiantes que se ofrecían y hasta turistas a los que se les proponía aparecer en las filmaciones.

El grueso del dinero fue aportado, entre otros, por los líderes de Pink Floyd, Led Zeppelin y Genesis y en una célebre escena, donde los caballeros vienen galopando en caballos imaginarios, mientras atrás se golpeaban las dos partes de un coco para simular el galope, no surgió del guion sino de la falta de dinero para alquilar caballos. Ese marco de urgencias económicas y la juventud, les dieron el empuje y la frescura necesarios para el nuevo filme de 1979, económicamente más ambicioso.

Todo había nacido de una idea original: tomar en solfa el ministerio de Jesucristo. Pero pronto se dieron cuenta de que nada había de gracioso en el tema, que no había nada «burlable» en la historia misma de Cristo, y entonces surgió la idea de tomar la vida de alguien que hubiera sido confundido con el Mesías, por haber nacido el mismo día y a metros del pesebre.

Tras dos semanas en las islas Barbados, el grupo terminó el guion, y la historia puntual de la confusión de los Reyes Magos terminó ocupando sólo la escena inicial.

De vuelta en Londres consiguen la financiación del proyecto en un solo día a través de la discográfica EMI. El grupo se traslada con equipos y técnicos a Túnez donde sería filmada. Pero dos días antes de iniciar la filmación, a uno de los productores se le dio por leer —¡por primera vez!— el guion.

¡Y la catástrofe! la EMI retira su apoyo para evitar eventuales problemas legales y allí quedaron los seis actores y guionistas y técnicos varados sin dinero y en Túnez. Todo es desasosiego hasta que uno de los del grupo, Eric Idle, hace una llamada desesperada a Hollywood, y hacia allá viaja al encuentro de un fan dispuesto a sostener el proyecto: nada memos que el exBeatle George Harrison.

Otra vez —y como en el filme anterior— grandes artistas terminan sosteniendo la inteligencia del humor. Pero Harrison —que hasta hipotecó su casa para conseguir el dinero— puso una condición: poder hacer un cameo en la cinta.

Y aunque su aparición no es para nada destacable: pocos reconocen su presencia en la pantalla, que fue de tan sólo 15 segundos, aunque Mike Edmon aclara, señalándolo en un tumulto tras un poco más de una hora de reproducción: «¡Brian! ¡Éste es el que nos presta el Monte de los Olivos!».

Un nuevo elemento ayudó a los Monty Python durante la filmación de 1978: los autorizaron a utilizar la escenografía de Jesús de Nazareth de Franco Zeffirelli, filmada el año anterior y que todavía se mantenía en pie, de modo que el ahorro de dinero aliviaba aún más los temores de no poder terminar la película.

Y en este sentido, el revanchismo aparece instantes antes de los créditos finales: «¿Quién crees que va a pagar por ver esta basura? Se lo dije: ‘Bernie, jamás recuperarás tu dinero'», mencionando así al productor de la EMI arrepentido del contrato: Bernard Delfont, quien había leído tardíamente el guion problemático, demasiado problemático.

 

Arrecian las críticas

Y fue, en efecto, un guion problemático. Las manifestaciones de grupos religiosos comenzaron a darse aun antes de que la película se estrenara y sin que nadie la hubiera visto todavía ni siquiera en Inglaterra.

Una vez estrenada, se sumaron protestas de la Iglesia Ortodoxa norteamericana y también judías con una manifestación en New York de rabinos ofendidos por el «excesivo uso y abuso» de la palabra Jehová, especialmente por la escena —muy graciosa por otra parte— en donde un sumo sacerdote dirigía una lapidación contra un viejo disparatado que no tenía ningún problema en decir «esa palabra» una y otra vez.

La estructura de la escena lograba reflejar a un profesor de escuela tradicional que no puede contener la burla y el desorden en su aula. Se vendían piedras especiales para la lapidación ¡y barbas! porque, al estar prohibida la presencia de mujeres en las lapidaciones públicas, éstas se cubrían la cara con barbas falsas y cambiaban la voz para poder moler a piedrazos al pobre viejo, o a quien se cruzara: las mujeres y lo femenino, tienen en La vida de Brian un papel de rebeldía que se expresa en varias oportunidades.

Finalmente, todos, hasta las autoridades, deciden acabar con el déspota sacerdote y esa escena escaló aún en más escándalo, cuando los rabinos denunciaron que la vestimenta del sacerdote en la escena vestía el manto de la oración: «¡¿Y cómo íbamos a saber que ese manto era ‘el manto de la oración’?!», se pregunta John Cleese.

La despreocupación del grupo por estos detalles fue llevando hasta una épica entrevista entre dos de los Monty (Cleese y Michael Palin) que defendían su película contra los reclamos del obispo Mervin Stockwood y el periodista cristiano Malcolm Muggeride, quien declama en el colmo de la furia: «Lo único que han hecho es poner un montón de gente ante nuestra cruz cantando una canción de music-hall».

Curiosamente, este fue el momento en que los dos Monty verdaderamente se enojaron, mientras el ultraísta cristiano se mordía nerviosamente lo que le quedaba de uñas, pero ese enojo, que hubiera significado una relativa derrota para el grupo, había desatado la risa espontánea en el numeroso público asistente al debate: evidentemente, la gente era más inteligente, reflexiva y permeable a la verdad de la cinta.

El conflicto ante las cámaras permitió ver que la gente había saltado por fin la valla de la estupidez y se reía: «El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y acaso lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado», sentenció alguna vez Unamuno.

La risa tanto como el llanto definen lo humano, y los Monty Python eligieron el camino de la risa.

 

La crítica social

El conflicto crecía especialmente entre las facciones conservadoras de Inglaterra y los EE.UU. donde el tema se trataba ya en la prensa gráfica y en la televisión. En Europa fue prohibida en muchos lugares y en la Gran Bretaña se dejó la decisión a las autoridades locales, llegando hasta prohibirse en municipios ingleses que no tenían cines para proyectarla.

También fue prohibida totalmente en Irlanda y Noruega: una marquesina de un cine de Finlandia rezaba en este sentido: «¡Es una película tan divertida que fue prohibida en Noruega!». Por supuesto, cuando el rigor se excede comienza a aparecer bajo la forma del ridículo y con él, la fácil y rápida expansión pública.

Prácticamente, los Monty Python habían logrado, con tanta queja, la máxima publicidad gratuita convirtiéndose en una de las películas británicas más taquilleras.

Algo parecido a lo que había ocurrido en 1972 con Último tango en París película que, prohibida en Buenos Aires, llevó a la prosperidad de muchas empresas turísticas para poder llegar a verla en Montevideo.

 

Un poco de análisis

Poco antes de escribirse estas líneas, un judío estaba cumpliendo 97 años: Melvin James Kaminsky. Y aunque muchos empezamos a conocer su nombre entre los créditos del Super Agente 86 como Mel Brooks, pocos podemos imaginarnos un judío menos ofendido con los gags de La vida de Brian que este judío en especial, tan descocado y pícaro.

Y ni que hablar de Woody Allen, Adam Sandler, Larry David, Ben Stiller y otros muchísimos «prohombres» judíos del «humor judío» que se burlaron de todo lo «burlable» que tiene el Hombre y sin dejar por ello de sentirse profundamente judíos.

Hay quienes opinan que esta película ya no se podría hacer en la actualidad: parece haberse impuesto en toda la sociedad la moda de la “generación de cristal”, esta generación que, como decía María Julia Oliván: «se les muere el gato y no van a trabajar» y que permite recordar a Dostoyevski: «La tolerancia llegará a tal nivel que las personas inteligentes tendrán prohibido pensar para no ofender a los imbéciles».

Pero esta suerte de «hipersensibilidad» del siglo XXI parece ser más bien un destilado del fanatismo del siglo XX que transforma la violencia grotesca de una Molotov arrojada en la vía pública, en una susceptibilidad insulsa tan inoperante frente a la realidad como lo es una rebelión popular contra la realidad.

Si esta sensibilidad seguirá en el tiempo o se perderá como se va perdiendo el «hippismo» de los 60, lo dirán las crónicas futuras, pero por hoy, sabemos que esta tendencia aparecía ya como intolerancia a comienzos de los 80: la arquidiócesis católica de Nueva York declaró a La vida de Brian como «blasfema», un: «crimen contra la religión que deja a Cristo en ridículo constante», por más que Cristo aparece una sola vez, por unos segundos, en un último plano y durante el Sermón de la Montaña.

Junto a ellos, tres distinguidas organizaciones judías: la Alianza Rabínica de América, la Unión de Rabinos Ortodoxos y el Consejo de Siria junto a las comunidades sefardíes del Cercano Oriente, condenaron a su vez la cinta.

Otras agrupaciones judías también la sancionaron, considerando que la película era «ofensiva e insultante» y describiéndola como: «un ataque feroz contra el judaísmo y la Biblia y también una cruel burla de los sentimientos religiosos cristianos».

Ya Aristófanes en el siglo IV antes de Cristo permitía descomprimir la psicología social con sus obras a través de chistes, ironías, indiscreción, doble sentido, obscenidades, groserías, incoherencias, sexo vulgar, etcétera, del mismo modo en que nombres como los de Shakespeare o Molière lo harían varios siglos después.

El fanatismo, lo dijimos, siempre termina en el ridículo cuando el tiempo pasa. Y, de hecho, todos vivimos en un mundo real donde lo solemne de un momento —lo explica Bergson en La risa— termina adquiriendo la forma de una parodia cuando se inserta en la vida cotidiana.

La vida de Brian no se burla de la figura de Cristo: actualiza las obsesiones ideológicas de la época y en la vida de todos nuestros días: el formalismo mosaico pasaba a ser una parodia. Es más: cuando Brian quiere zafar de la persecución romana mezclándose entre los muchos fanáticos que profetizaban en esa época en Jerusalén apocalipsis de todo tipo y calibre, se ve que fue el único de su grupo que había escuchado algo del célebre Sermón.

En todo caso —y tal como lo explica uno de los miembros del grupo— no fue tanto una blasfemia como una forma de herejía: el filme desmonta el mito como superestructura montada sobre un fenómeno espiritual que debería crecer y desarrollarse sólo en esa dimensión, en vez de buscar expandirse e intentar invadir la privada visión de lo que para cada uno es «lo verdadero».

Sin embargo, en la película, Brian se había transformado en una suerte de mesías paralelo que no quería ser y que rápidamente había sufrido una secesión interna entre sus seguidores: los que seguían la sandalia de Brian y los que enarbolaban la calabaza de Brian. La serie de situaciones divagan entre hilarantes, desmoralizantes y críticas.

Volviendo a la escena de la lapidación se denuncia la facilidad con la que se rompen los códigos más sagrados y la voracidad materialista de querer lucrar con todo —hasta con las barbas postizas para señoras— se muestran como una forma simplona y socialmente aceptada de quebrantar la ley, logrando desafiarla y apedreando todo, especialmente al sentido común, además de colocar la rebeldía en las mujeres ante los omnipresentes varones que parecían controlarlo todo.

Así que también hay un desafío feminista en el filme, relacionado, incluso, con el establecimiento de derechos de los homosexuales tal como el caso «Loretta», que parece escrito para nuestra generación.

 

Replantear la historia

La vida de Brian plantea como inquietud central que cualquiera pudo haberse convertido en Mesías incluso ese muchacho vulgar, hijo de una ramera vendida a los romanos y, encima, hijo de un padre romano. Es que tal cualidad no reside en el sujeto, sino en el contexto social donde el yo encuentra espacio para delirar sentido allí donde no hay nada más que situaciones fortuitas.

Así, la fe queda expuesta ya no como un desafío a la razón sino como una patología social donde las víctimas son tanto Brian como sus seguidores fanatizados. Y mientras tanto, la labor mesiánica de Jesús seguiría su propio camino al punto de no aparecer más en la cinta.

Pero no es sólo lo religioso lo cuestionado en el filme: hay un contexto más amplio que está emparentado con la situación que se vivía de múltiples versiones heréticas de la ley mosaica —una de las cuales, por supuesto, devendrá en el propio cristianismo— y el hecho de tratarse de una provincia romana.

Este hecho histórico, que suele ser olvidado con facilidad, está siempre presente en el guion, lo que evidencia erudición al respecto: la psicología del romano se muestra como más evolucionada.

Así, los romanos, se sabe, tenían prohibido interferir en las creencias y en los ritos de sus colonias siempre y cuando no cuestionaran la autoridad del César —que fue, de últimas, la causa de la condena de Jesucristo, fogoneada por los judíos—.

En nuestro caso, la mirada de incomprensión de los soldados romanos ante los gritos y peleas de los judíos entre ellos induce tanto a la risa como a la reflexión.

Y en relación a estas internas hay otro puntapié a la mentalidad «de izquierda» de los rebeldes judíos, completamente inconexa entre sí y con la realidad, y en particular del Frente Popular de Judea, enemigos de otros grupos rebeldes similares que llevó a la pobre «Loretta» a una borrachera indescifrable de nombres y también a uno de los más celebrados gags que denunciaba la dependencia judía para su progreso material: el sketch del «¿Al fin, qué le debemos a los romanos?».

A lo que se atrevieron los Monty Python fue a denunciar la rigidez de los esquemas cognitivos que nos llevan al fanatismo y a sus estupideces concomitantes, tanto a romanos como a judíos y que nos encuentra hoy a nosotros mismos enfrascados en guerras absurdas por sangrientas y sangrientas por absurdas; a decidir si debemos decir «niñas», «niños» o «niñes» o volver a plantearnos, más de 500 años después, si la Tierra es plana o redonda.

Y finalmente tenemos la escena de la crucifixión. El pobre de Brian, para quien había partido de Pilato la orden para su perdón —por estar cerca la Pascua—, termina siendo levantado en la cruz porque la orden se pierde en el camino.

Sumido en profunda tristeza ante la muerte inminente surge la figura de otro crucificado, Eric Idle, quien inicia una canción alegre y optimista («Always look at the bright side of life»: «Siempre ve el lado brillante de la vida») la cual, sintieron todos, debía tener un silbido de remate musical para cada estrofa.

De hondo sentido agnóstico («…después de todo, de la nada vinimos ¡y a la nada volvemos..!») liberaba al pensamiento de sus pesares y hacía más llevadero no sólo el macabro momento sino la vida entera.

Y antes de terminar, queremos rescatar a dos héroes internos del grupo y su compromiso con la realización de La vida de Brian.

Un reconocimiento para John Cleese: una epidemia de gripe había diezmado al grupo, pero especialmente a Cleese a quien le recomendaron que, con mucha fiebre, se quedara en cama, pero él insistió en aparecer en la escena final, filmada a las ocho de la mañana bajo el frío nocturno que todavía no había desaparecido, y todo envuelto para que no se enfríe y empeore su salud.

El otro «héroe» fue Terry Gillian quien fuera elegido para personificar a Brian pero bajo la condición de que, siendo alcohólico, dejara de beber. Tras más de dos días sufriendo terribles escenas de delirium tremens, el actor pudo superar su recuperación y llevar adelante su papel con total solvencia.

En el 2013 fue reestrenada en cines y volvió a promover nuevas oleadas de rechazos de fanáticos religiosos. Hoy se encuentra disponible en Netflix con total libertad, libertad y risas: los enemigos naturales de cualquiera que se crea dueño de la verdad.

 

 

 

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Tráiler:

 

 

 

Horacio Ramírez

 

Horacio Carlos Ramírez (1956) nació en la ciudad de Bernal, Partido de Quilmes, en la provincia de Buenos Aires, República Argentina. Tras terminar sus estudios secundarios comenzó a estudiar ecología en la Facultad y Museo de Ciencias Naturales de La Plata, pero al cabo de algunos años:

Reconocí que estudiaba la vida no por ella, sino por la estética de la vida. Fue una época de duras decisiones, hasta que me encontré con una serie de autores y un antropólogo de la Facultad —el Dr. Héctor Blas Lahitte— que me orientaron hacia un ámbito donde la ciencia instrumental se daba la mano con el pensamiento estético en sus facetas más abstractas y a la vez encantadoras… pero ese entrelazamiento tenía un precio, que era reencausarlo todo de nuevo… y así comencé a estudiar por mi cuenta estética, antropología y simbología, cine, poética. Todo conducía a todas partes, todo se abría a una red de conocimientos que se transformaban en saberes que se auto promovían y auto justificaban.

La religión —el mal llamado ‘mormonismo’— terminó de darle un cierre espiritual al asunto que encajaba con una perfección que ya me resultaba sin retorno… La práctica de la pintura —realicé varias exposiciones colectivas e individuales— me terminaron arrojando a las playas de la poesía. Hoy escribo poesía y teorizo sobre poesía, tanto occidental como en el ámbito del haiku japonés. Doy charlas sobre la simbólica humana y aspectos diversos de la estética en general y de estética de la vida, donde trato de mostrar cómo una mosca y un ángel de piedra tienen más elementos en común que mutuas segregaciones, y para ayudar a desentrañar el enredo sin sentido al que se somete a nuestra civilización con una deficiente visión de la ciencia que nos hace entrar en un permanente conflicto ambiental y social… La humana parece ser una especie que, de puro rica y a la vez desorientada, está en permanente conflicto con todo lo que la rodea y consigo misma…

He escrito cuatro libros de poesía, el último con algunos relatos y una serie de reflexiones, y estoy terminando dos textos que quizás algún día vean la luz: uno sobre simbología universal y otro sobre teoría poética.

Horacio Ramírez actualmente vive con su familia en la localidad de Reta, también de la provincia de Buenos Aires, en el partido de Tres Arroyos, sobre la costa atlántica (a unos 600 kilómetros de su lugar natal), dando charlas guiadas sobre ecología, epistemología y paseos nocturnos para apreciar el cielo y su sistema de símbolos astrológicos y las historias que le dieron origen en las diferentes tradiciones antiguas.

 

*Este artículo fue escrito para ser publicado exclusivamente por el Diario Cine y Literatura.

 

 

Imagen destacada: La vida de Brian (1979).